Esta noche le pido permiso a la
Sombra. A la escatología, la metafísica, la profecía y al eterno mundo onírico.
Pido el beneplácito del autor soñador e irreverente para tomar su lugar y
escribir desde las vivencias del hombre en el que estos ámbitos se mezclan, como
en una composición pictórica, con muchos otros matices que forman un
indivisible ser humano. En esta velada de luna llena, toma el control de las
palabras una criatura contradictoria y profunda como cualquier espécimen de mi
especie.
Hoy vi a uno de mis fantasmas.
Tal vez uno de los más letales por su capacidad de arrebatar la cordura de
cualquiera, por su habilidad para desnudarme y azotarme sin remedio mientras
algunas lágrimas mojan la geografía de un silencio deseado. Lo vi a los ojos,
como quién ve a un espectro de repente en la noche, logrando helar en un
instante cada gota de sangre en el cuerpo. Este ente febril, famélico y errante
tiene un nombre conocido y temido a la vez: al afán irreductible por no estar
vivo al día siguiente.
Aquí debo confesar que he intentado
suicidarme varias veces. En algunas no con tanta rigurosidad como lo exige la
metodología del trabajo bien hecho. Pero lo he intentado. Le he temido al
dolor, al desangre y he optado por medios más sutiles pero no menos temerarios.
Y esta es la historia del día en el que fui más audaz y decidí utilizar mi cerebro
para acabar con mi vida sin dolor.
Fue un día de domingo, un feriado
familiar y de buena comida. Estaba rodeado de parientes y a cargo de mi hija. Fue
cuando la tuve dormida en mi regazo que tomé la determinación de acabar con
todo, no lo pensé mucho sólo lo encontré como la única manera de devolverle a
la vida una de las bofetadas que me había dado. Aquella tarde algo se quebró en
lo más profundo de mí ser. Siempre había sido como un árbol; tan vulnerable
pero al mismo tiempo tan fuerte, tan inamovible. Sus raíces se fundamentaban en
una resistencia heroica ante el infortunio, ante los embates de la experiencia
humana. Con un optimismo aprendido y reforzado, se sostenía en ocasiones
precariamente en los que algunos consideraban una vida difícil. Pero aquella
tarde el árbol se derrumbó silenciosamente, haciendo más peligrosa su caída.
Con la determinación que me caracteriza,
y que muchas veces ralla en la terquedad y la locura, tomé el camino de mandar
todo al carajo y terminar de una vez con aquello que nunca debió comenzar. Con
el sigilo de una serpiente logré encontrarme en la soledad requerida para un
acto de esta naturaleza. Y lo hice, ejecuté el plan diseñado y esperé. Todo
estaba calculado, una noche en silencio y con la única compañía de mí mismo
efectué los movimientos apropiados.
No hay mucho más que decir, sólo
que el instinto materno jugó en mi contra y mi madre con un rescate rápido
logró darme vida por segunda vez. No se suponía que debía ser así, las llaves de
mi casa que le había dado a esta mujer en un acto amistad sellaron mi destino hacia
la vida. Una vida que no quería, que repudiaba intensamente.
Luego mi mundo se hizo una
gelatina. No sabía que pasaba sólo que me torturaban en una clínica para
desintoxicar mi cuerpo. Después vi a un viejo amigo acercarse a mi cama, por
casualidad era residente de la sala de urgencias de aquel lugar, aquella noche.
Me acarició la cabeza y me preguntó qué había pasado. No quise hablar con él;
la vergüenza del fracaso no me lo permitía. Lo ignoré hasta que se fue.
Pasé la siguiente semana en el
pabellón psiquiátrico de la clínica. Un frío intenso me recorrió por oleadas
cuando supe que me internarían allí y que iban hacer todo lo posible por que
estuviera mejor. Así se hizo y de nuevo, el optimismo que me había
caracterizado me socorrió. Pero esta vez para engañar a todo el mundo y
hacerles creer que todo había pasado. Sólo buscaba el momento para terminar con
lo que mi madre neciamente había interferido.
Salí de aquel lugar en tiempo
record y ni siquiera me enviaron medicamentos para la casa. Pero mi familia,
como siempre inoportuna, decidió sacarme de la ciudad y llevarme al sitio que
más me gusta; el mar. Allí estuvimos algunos días, mientras yo ejecutaba con todos
mis arrestos aquella treta. Aunque era una tarea titánica y que no pude
sostener por mucho tiempo; los desgarros de mi alma subían a mi garganta y la
dejaban muda. Mis ojos se perdían en la inmensidad del mar o del cielo;
queriendo ser tan libre con un pájaro. Con un uno que quiere morir en soledad,
porque ya ha llegado su momento.
Sin embargo, no pasé la prueba de
fuego. No pude sostener la mirada de la única mujer que ha sido incondicional
conmigo y con la que me une un afecto fundamentado en la confianza. No logré
mentirle a ella; la hermana de mi padre. La mujer que secó durante años las
lágrimas amargas de una infancia complicada. Le dije toda la verdad, que me
sentía peor que nunca y que el deseo de morir no se había ido; sólo se había
escondido en la sombras.
Al regresar a la gris ciudad me
llevaron directamente a una clínica psiquiátrica y me internaron allí. Al
comienzo yo luchaba como un animal salvaje que quiere recobrar su libertad.
Allí desaté toda mi furia contra mí mismo y la sedación fue el único camino que
encontraron mis guardianes para que no me hiciera daño. El dolor ahora tenía
una voz y gritaba, gemía, babeaba por los medicamentos suministrados. Me
convertí en un cuerpo sin alma, creo que me abandonó por algunas semanas, sólo
era un despojo andante que se rompía las manos contra las paredes y los árboles
y que urdía planes para terminar con aquella abominación; allí mismo. Tuve que
ser atendido por dos enfermeras las 24 horas; tal era el estado verdadero de mí
ser. La desolación era lo único que tenía en el pecho.
Después de algún tiempo, con el
apoyo de mi familia, mis amigos y del personal de la clínica mi condición fue
aceptable. Salí y con mucho esfuerzo retomé mi vida con una mirada distinta;
con la cicatrices de una experiencia sin nombre que castigo mi carne, mi mente
y mi alma. Retorné a mi apartamento, aquel que juraba gritando que incendiaría
en cuanto me fuera posible, y mi madre
se hizo cargo de mí. Me cuidó tiernamente y creo que fui muy duro con ella, en
medio de las noches de insomnio, el síndrome de abstinencia por la fuerte
medicina que había marcado mi permanencia en la clínica y la sucesión
incontenible de imágenes demenciales que invadieron mi mente en aquellos
primeros días. Me sentía tan vulnerable que a veces me costaba respirar o
caminar. Pero el tiempo lo cura todo y finalmente me puse mejor.
Estoy llorando en este momento al
relatar esta historia. Me conmueve profundamente el recuerdo de aquellos días dolorosos
a cada respiración. Sin duda alguna, la experiencia más devastadora es el deseo
de no estar vivo al día siguiente. El espíritu se rompe en mil pedazos y se
vuelve a romper continuamente, sin un límite aparente. En este momento, creo y
me consuelo con la idea que todos debemos aprender algo en la oportunidad que
conocemos como vida. Pero y si no “tenemos que”?. Y si tenemos el derecho de
mandar todo el dolor, la inmundicia y la fatiga a un agujero negro y optamos por
descansar? Y si todo este optimismo que nos es infundido por cultura no es más
que una medida para prolongar el sufrimiento?
Escribo todo esto porque hoy
volví a ver tan lejos, pero tan cerca al fantasma que más me aterroriza; el de
mi propio suicidio. En efecto, temo profundamente que algún día vuelva a
suceder lo mismo y esta vez cuente con más suerte y logre mi cometido. Pongo
una palabra tras otra porque debo enfrentar a este espíritu de desolación y al
mismo miedo. Aún habita dentro de los pasillos oscuros de mi casa interior y
creo que jamás se irá de mi lado. Temo que sólo un milagro pueda desvanecerlo definitivamente
y me hiela la sangre sentir su aliento tan cerca de mi rostro.