Las mejores épocas de nuestras vidas son aquellas en las que acopiamos el suficiente valor como para rebautizar nuestra maldad como lo mejor que hay en nosotros"

Friedrich Nietzsche

lunes, 18 de enero de 2016

Cuento: Ella

Ella. Se hallaba en aquel lugar por la melancolía que se respiraba. Las luces tenues, la música nostálgica y la multitud de almas perdidas y solitarias que resonaban con su interior. Además, estaba allí porque se sentía cansada. Su trabajo era demasiado absorbente, en exceso demandante y algunas veces francamente difícil; doloroso. Muchas veces le pesaba lo que hacía; cuando todavía no era el tiempo. Por esta razón, quería tomarse un par de tragos, relajarse y olvidar un poco la rigidez que su profesión le exigía. En ese momento sonaba un bolero que le encantaba; “El día que me quieras” de Carlos Gardel. Un estupendo músico, recordó, curiosamente lo había conocido algún día a bordo de un avión.
Él. Era una de esas almas perdidas. Pocos meses atrás había muerto la amante esposa que le había entregado su vida, la mujer que fue todo para él. Quería beber e intentar olvidar, aunque sabía que tenía la batalla perdida; no tenía otra opción que sufrir su ausencia. “El día que me quieras”, con esa canción había logrado enamorar a Aurora casi cuarenta años atrás. Esa canción le traía tantos recuerdos! El dolor asfixiaba su pecho y hacia pesados sus párpados; quería cerrarlos, dormir y no volver a despertar.

A ella ese hombre mayor, de cabello cano, barriga episcopal e irremediablemente muerto de amor le llamó la atención. Sus ojos punzantes estudiaron cada gesto, cada grito inaudible, cada lágrima de ternura. Ella lo supo todo; tenía esa particular capacidad que casi nadie tiene. Era un hombre que estaba muriendo, desvaneciéndose lentamente bajo el implacable peso de una pena de amor. De la ausencia. Era un hombre que no tenía nada que perder, al que no le importaba nada y eso la cautivó. Había algo en él que le atraía poderosamente, su instinto de cazadora se activó. Debía acercarse a él.

La música cambió en aquel lugar, La Esquina del Tango se llamaba, una vieja casa quinta convertida en un punto de encuentro para la nostalgia, para la tristeza y la pasión. La casona se hallaba en medio del barrio Chapinero, uno de los más antiguos de Bogotá. “Yo no sé qué me han hecho tus ojos”, un tango maravilloso de Francisco Canaro, perfiló las primeras notas en el aire de aquel recinto ambientado con el humo de multitud de cigarrillos, voces roncas y quedas, y rostros largos que se habían quedado anclados en otro tiempo.

Ella no pudo contenerse. Se tomó un trago de golpe y se dirigió hacia aquel hombre con la determinación que la caracterizaba. Al estar frente a él le pidió que bailaran, lo hizo con voz tímida y rogando no recibir un rechazo.

Él no quería nada. No le interesaba alternar con nadie, sólo quería hundirse en su dolor. Menos le interesaba bailar un tango, porque el tango había sido una pasión compartida con su difunta esposa. Sin embargo, al ver a aquella mujer de rostro radiante, piel canela, ojos almendrados de color aceituna, cuerpo angelical, largo y aromático pelo negro y sonrisa luminosa no se pudo resistir. Pero no porque fuera mucho más joven que él o porque fuera indiscutiblemente bella. Sino por el embrujo de sus ojos, la sinuosidad de sus movimientos, la atracción ciega del Vacío. Se tomó un trago, se puso en pie y salieron a la pista.

Ambos estaban embelesados. Él no podía quitar sus ojos de los ojos de ella, estaba hipnotizado. Sintió que la amaba, que la deseaba con locura, que en ella encontraría lo que tanto anhelaba. Él quería sumergirse en sus ojos, fundirse en su ser. Estar cobijado bajo sus alas.

Ella se sentía un poco confusa, llevaba mucho tiempo sin sentir algo parecido. Mujeres y hombres le habían despertado cierta atracción; en esas ocasiones ella los seguía, los contemplaba en silencio en medio de sus tareas cotidianas, les daba un dulce beso mientras dormían, se presentaba ante ellos como una paloma, un susurro en el viento o como un niño jugando en la calle. Pero como eso nada! No sabía desde hace cuánto tiempo no había sentido algo así.

Entre tanto, los dos cuerpos, muy cerquita el uno del otro, se movían al unísono. Dos seres que se fundían en un abrazo cósmico. Por pura Ley de la Atracción los labios pronto se juntaron en un beso de pasión, de locura, añoranza, de necesidad ciega y febril. Mientras tanto el tango se deslizaba oscilando por ese mágico lugar:

“Yo no sé qué me han hecho tus ojos y al mirarme me matan de amor,
Yo no sé qué me han hecho tus labios, que al besar mis labios se olvida el dolor…”


Esos labios carnosos, frescos y rojos. El olor a rosas de su pelo. La sensación de esa piel suave y perfecta. La vibración de un corazón insondable. Él lo percibió todo y ese conjunto, esa mujer le hizo olvidar la pena inmensa que embargaba cada resquicio de su alma. Se sintió feliz de nuevo y quiso entregarse en cuerpo y alma a Ella; a la Santa que con un beso le había ofrecido la pasión de un amor tempestuoso, radical y profano. Todo lo que no había vivido con Aurora, todo lo que ahora sentía por Ella.

Ella, un poco prevenida. Un poco sorprendida. Quiso romper el abrazo. Pero no lo consiguió, cada partícula de su ser se fusionaba, vibraba, se deshacía para volver a construirse con algo de la esencia de aquel hombre. Era sólo un hombre, eso era cierto, pero ella había caído perdidamente enamorada. Las malas pasadas del amor, en ocasiones juegan incluso con la Muerte. Se burlan de ella y hacen presa de su carne trémula.

Fue entonces que Ella lo miró directamente a los ojos. Ya no se trataban de una mirada tímida de color oliva, era unos profundos ojos negros como el Abismo mismo. Un mándala de ascuas incandescentes se posó sobre su coronilla, una sonrisa amplia y sincera enmarcada en unos labios jugosos y negros le permitieron, a él, ver su verdadera naturaleza.

Él la apretó contra su pecho, mientras discurrían las últimas notas de ese tango serpenteante. Le susurró al oído que quería estar con Ella, que no lo dejará. Y si, el amor lo puede todo, incluso doblegar a la Muerte. Ella aceptó con una sonrisa de adolescente enamorada. Sus ojos no podían ocultar lo que sentía por él. Amor a primera vista dirían algunos!

Cuando se acabó la canción. Él volvió a su mesa, se tomó un trago y se quedó mirando al infinito; esperando que Ella viniese por él. Permaneció inmóvil, detenido en el tiempo. Nadie se dio cuenta de nada. Nadie percibió como él se alejaba de aquel lugar tomado de Su mano, abandonando aquel cuerpo para siempre. Se quedó con Ella, un Amor Eterno. La perpetúa y final dueña de su corazón.



Cuento: Magia Negra

Le gustaba tanto ese tipo, pero a la vez era tan inalcanzable! Cada vez que lo veía se sentía conmocionado, pero controlaba cada uno de sus músculos para no ser presa de ese estremecimiento. Cada vez que le daba la mano para saludar sentía que se sonrojaba, pero le ordenaba a su piel que no lo delatara frente a ese hombre. Cada vez que le golpeaba el hombro escuálido, después de haber dicho alguna broma socarrona sobre alguna mujer, se excitaba y quería que lo hiciera suyo ahí mismo.

Todo en él le fascinaba. Las manos grandes, largas y poderosas. La barba selváticamente poblada, medio rubia y completamente desordenada. La voz profunda y varonil, con la que vibraba cada uno de los átomos de su cuerpo. Esos hombros fuertes, ese cuello recio, esos brazos enormes por los cuales quería ser abrazado, aprisionado, sin ningún tener tipo de escapatoria. Ese pecho velludo y duro como roca. Esas piernas robustas como troncos de árboles. Esas nalgas firmes, como si de nevadas cumbres se tratase. Esos ojos oscuros como la noche que hacían trémula su carne, que victimizaban su alma con una sola mirada. Esa cara de hombre, que parecía de macho cabrío, y que solo mostraba la fuerza vital de un hombre en todo el sentido de la palabra.

Estaba loco. Perdidamente loco por algo de contacto.  Por una oportunidad de acercarse y sentir el  calor de su cuerpo contra su espalda. De sucumbir ante la posesión de un abrazo fuerte que restringiera sus movimientos y comandara sobre su humanidad. Sobre su ser. Quería ser dominado, sometido, avasallado por aquel hombre; por él que daría lo que fuera. Un individuo sin duda que estaba fuera de su alcance.

No sólo estaba fuera de su espectro porque fuera heterosexual, sino también porque jamás se fijaría en él. Camilo Antonio Salazar; un oficinista bajito, delgado, de una barba incipiente, de pelo liso que organizaba en un peinado poco varonil, con voz muy similar a la femenina. Voz que por cierto era objeto constante de burla por parte de Nicolás su hermoso y varonil compañero de trabajo. Camilo no sabía cómo acercarse a Nicolás Cifuentes sin ser golpeado, humillado, o peor, ser dolorosamente rechazado por ese espécimen de macho latino que despertaba todas sus pasiones.

Durante varias semanas le dio mil vueltas al asunto. Tal vez una insinuación soterrada después de un par de cervezas encima, tal vez si lo drogaba y lo obligaba a que lo hiciera suyo, tal vez si le decía las cosas de frente esperando una posibilidad en cien. Mientras tanto, el peso de la lujuria le  aplastaba el corazón contra el pecho, la necesidad de un solo roce le dolía, la respiración se le refundía cuando pensaba en una intensa noche de sexo, el alma se le arrugaba cuando Nicolás se despedía sin apretarle la mano. Sus sueños se enredaban en una madeja de ilusiones tan improbables como escurridizas.
Nuestro hombre no sabía qué hacer, qué camino tomar, cómo proceder. Hasta que una noche de insomnio y onanismo tomó una decisión radical; haría magia negra con el fin de que Nicolás lo amara. Para que lo deseara tanto como él lo hacía. Para que se perdiera en su cuerpo, en sus besos, en la sensación trémula de su propia piel. Tenía ciertas bases con las cuales comenzar. Su madre, que había muerto cuando él era un adolescente, fue una bruja. Una bruja, muy buena por cierto, y le había transmitido algunos conocimientos a su hijo. Su bien amado Camilo Antonio o Toñito como le decía afectuosamente. Aunque la verdadera depositaria de todo el saber de la progenitora fue su hermana mayor, que llevaba años desaparecida.

Decidió empezar por su cuenta. No confiaba en los brujos que aparatosamente ofrecían sus servicios al público en general. Según lo que había aprendido de la poderosa bruja Antonia Tomasa Salazar, su madre, sabía que en su mayoría se trataba de charlatanes, buscadores de fortuna, lanzadores mediocres de maleficios, falsos lectores del Tarot, y en el mejor de los casos, simplemente  perceptivos y videntes. No. Camilo necesitaba algo mejor, más potente. Algo realmente efectivo.

Sabía que debía hacer. Tenía que invocar a Asmodeo, el demonio de la lujuria. Debía atraerlo, llamarlo, celebrar su nombre, ensalzarlo, adularlo y luego pedirle lo que él quería. El amor de Nicolás. Así lo hizo. Aguardó al siguiente viernes, una noche propicia para el ritual. Apagó todas las luces de la casa. Iluminó un pentagrama dibujado al revés, con velas rojas y negras, poniendo una en cada punta de la estrella. Le ofreció un buen champagne y cigarrillos. Invocó su nombre recitando las plegarias requeridas. Grabó símbolos en el suelo con su propia sangre.

Esa noche durmió como un bebé,  y al siguiente lunes se fue a trabajar esperando la respuesta a sus peticiones. El día fue extraordinario. Nicolás lo saludó muy efusivamente y al medio día lo invitó a almorzar. Mientras comían, hablaron de autos, de motocicletas, de mujeres, de futbol; todos temas desconocidos para Camilo. Pero al final, el objeto de su deseo le propuso que se tomaran unas cervezas el viernes de esa misma semana después del trabajo. El enjuto brujo estaba feliz, no se cambiaba por nadie. En verdad Asmodeo era poderoso, contundente, implacable.

El esperado viernes salieron por separado de la oficina, sin levantar mucho revuelo debido a las precauciones de Nicolás. Lo que a Camilo le pareció asquerosamente inquietante y esperanzador. ¿Para qué armar todo ese plan de escape, si sólo se tomaría unas cervezas con un amigo del trabajo? Una vez en el sitio, un lugarcito pequeño y escondido en el barrio Chapinero, se tomaron algunas “birras” como le decía Nicolás a la cerveza. El machote habló, habló y habló de lo de siempre: futbol, viejas y motos de alto cilindraje. Camilo lo miraba sin escucharlo, le tenía sin cuidado lo que decía, sólo lo observaba con detenimiento. Como estudiando a su presa, decidiendo que haría con él aquella noche.

Después de varias tandas de alcohol. Nicolás estaba más que “prendido”, mientras Camilo tenía el mismo grado de alicoramiento que si hubiese tomado toda la noche jugo de guayaba. Esto gracias a su extremadamente rápido metabolismo que le impedía emborracharse, del mismo modo que no le permitía ganar músculo. En ese momento Nicolás se puso un poco cariñoso y propinó varios golpecitos en los hombros de su acompañante. Luego se quedó mirándolo fijamente, como ganando determinación para lo que haría a continuación, le cogió la cara con su enorme mano y lo besó. Camilo volaba en lo más alto del cielo. Suyos eran los espurios caminos del amor.

De un momento a otro, la más salvaje pasión se despertó en el cuerpo del enorme y musculado grandulón. Empezó a besar desaforadamente a Camilo en la boca, en la cara, en el cuello. En un santiamén le metió las manos bajo la camiseta e intentó quitársela. Esa era la señal  que había estado esperando el joven brujo. Camilo le dijo a su amante que se detuviera; finalmente estaban cerca de su casa y allí podrían hacer lo que les placiera.

Así fue. Ni bien llegaron al hogar cuando Nicolás ya le había arrancado la ropa. La había hecho trizas con sus potentes y sorprendentemente hábiles manos. El macho en celo se quitó sólo el pantalón y, levantando a Camilo sin ninguna dificultad, lo llevó en sus brazos hasta el sofá. Allí lo aprisionó contra los cojines, forrados de una primorosa tela de flores grandes y de color pastel, y lo hizo suyo sin piedad. Una y otra vez andanadas de testosterona y músculos bien formados irrumpieron jadeantes en la carne magra y pálida de Camilo. Como en una alucinación, éste estaba tocando la gloria con sus manos.

Así estuvieron toda la noche. Descansaban un poco, hablaban de cualquier cosa y volvían al ruedo. El cuerpo, poco acostumbrado para aquellas faenas, de Camilo hizo un gran esfuerzo por resistir. Por soportar las embestidas bestiales del enorme varón sobre su cuerpo. Por aguantar en posiciones imposibles mientras era poseído como nunca en su vida. Y lo hizo. Con entereza soportó hasta las cinco de la mañana, hora a la que se quedaron dormidos. Hasta la tarde de ese sábado.

En ese momento, el celular de Nicolás se empecinó en sonar una y otra vez hasta que lo despertó de tan placentero sopor. Era una amiga con derechos, de las varias que tenía, con la que había quedado y había dejado plantada. Se trataba de una curvilínea mujer que complementaba sus estudios de psicología con el modelaje de ropa interior. La mujer estaba histérica, y en respuesta su díscolo amante la mandó a freír espárragos. Jamás volvió a saber de ella. 

Lo que siguió en las próximas semanas y meses fue el sueño cumplido de Camilo. Su hombre sólo tenía ojos para él, no se le quitaba de encima y hablaba siempre con el pronombre personal “nosotros”. Todo se culminó un día en el que aquel gigante llegó con sus maletas a las puertas del apartamento  que habitaba nuestro delgaducho brujo. Camilo lo recibió con sus brazos, su corazón y su humanidad  de par en par. Aquellos fueron los mejores momentos de su vida hasta entonces.

Pasaron un par de años, en los que una sólida relación entretejió el destino de los dos hombres. Nicolás daba la vida por su “peque”, como le decía amorosamente. Se había enamorado de verdad; descubriendo un ser maravilloso bajo la piel de un hombre delicado y femenino. Camilo, también, había aprendido a adorar a ese monumental y maravilloso espécimen humano. Había encontrado un alma de niño en el cuerpo de un hombre imponente. Amaba su simpleza y su locura; la esperanza ciega de hacer del mundo un lugar mejor. Además, el brujo disfrutaba siempre siendo el objeto de envidia de todo su círculo de amigos gay. Así como de sus amigas femeninas, que no eran pocas.

Todo marchaba bien hasta que un día Asmodeo anunció que vendría por su paga. Para comenzar se apareció ante Camilo en pesadillas aterradoras y agitadas. El muchacho sabía que le debía a él toda esa felicidad. Había pedido un crédito al Infierno y este como, toda buena entidad financiera, había regresado para cobrar el capital, los intereses y si era posible hacer efectiva la hipoteca.

Las semanas de malas ensoñaciones continuaron y poco a poco Camilo se empezó a secar, a volverse más flaco, más pálido. Si es que eso era posible. Ya no comía, dormía escasamente y se había hecho adicto a la cafeína para no tener que enfrentar al insistente demonio en sueños. El hombre vivía con constantes temores, que se somatizaban en espantosas gastritis, en espasmos frecuentes y en sudores nocturnos. Por su parte, su gigante no sabía qué hacer, no encontraba cómo ayudar y eso lo destrozaba por dentro.

Una noche, en la que el cansancio venció al miedo, Camilo se quedó dormido. En el sueño, Asmodeo le dijo claramente que vendría por él o por su amado. Le advirtió que se llevaría a uno de los dos  consigo, al infierno, la noche de la Asunción de la Virgen; fecha para la que faltaba poco más de una semana. El brujo se despertó sudando y gritando en medio de la noche. Nicolás se despertó, abrazó tiernamente a su peque y con miles de besos regados por todo el rostro tranquilizó a aquel menudo hombrecito que era el sol de su vida.

Fue esa noche que Camilo se decidió por hacer algo, sabía que debía ser un acto tan temerario como haber invocado al demonio para atrapar a su actual marido, pero no sabía qué hacer. Al día siguiente se contactó con la tía Zoila una mujer anciana, oriunda del llano colombiano, que era tía de su madre. La tía Zoila era la única familia que le quedaba y también su única esperanza. La consabida señora había sido una de las brujas más temidas de esa planicie perpetua; eso hasta hacía unos dos años cuando se había convertido en una de las más fieles seguidoras del afamado Padre Chucho. Devoción que coronó cuando se trasladó a Bogotá.

Una llamada telefónica y ya sabía dónde encontraría a la tía abuela. Precisamente estaría colaborando con las señoras de la parroquia del mediático sacerdote para la organización de un evento que protagonizaría el mítico cura; al que solo le faltaban los movimientos de cadera para ser el verdadero Elvis Presley colombiano. A primera hora, y faltando a su trabajo aduciendo un aterrador dolor de garganta, Camilo llegó donde se encontraba la anciana. Cuando la vio tan cambiada y camandulera creyó imposible que aquel dechado de virtudes cristianas hubiese sido antaño una de las más temibles brujas del país. Casi sin esperanza la saludó efusivamente – sinceramente le gustaba ver entera a la vieja – y le comentó su caso; esperando que le recomendara una misa bailable ofrecida por el comentado padre.

No obstante, cuando la señora escuchó a su sobrino le brillaron los ojos. “El que es no deja de ser” reza un dicho popular. La anciana lo tomó por el brazo y se lo llevó a dar un paseo, para evitar los oídos imprudentes de aquellas mujeres sin  otro oficio que servir al cura. Sus contertulias, que eran muchas. Una vez estuvieron lejos de peligro la vieja le dijo que lo que tenía que hacer era atrapar al demonio. Así como sonaba. La única manera de escapar de ese desdichado destino, que se cernía sobre él y Nicolás, era capturar nada más y nada menos que a Asmodeo. Esa sería una empresa difícil, titánica, demencial; pero era la única salida. Debía hacerse, porque el espíritu inmundo era implacable a la hora de cobrar sus deudas.

La santa señora le indicó cada uno de los pasos para proceder con la hazaña. Se excusó de ayudarlo personalmente porque ya era una “nueva creatura” y a su edad estaba cansada de tratar con demonios por ser ellos miserables y mentirosos. El joven, feliz por ver una luz de optimismo, se despidió con un abrazo de la tía, sin saber que la estaba viendo por última vez. Unas semanas después la señora estiró la pata. Le dio un paro cardiaco fulminante; que la dejó tiesa como las gallinas que utilizaba en sus ritos de magia negra desde muy joven.

Camilo preparó todo para la decisiva noche. Pensó que era necesario que Nicolás estuviese en casa cuando él se enfrentara al demonio, no fuera que se decidiera a ir por él mientras estaba fuera y Camilo no pudiese atraparlo. Pero para que no interfiriera en el ritual y sobre todo para que no se enterara que su amado peque era en realidad un brujo aficionado, que lo había atrapado con encantos mágicos, optó por sedarlo. Así con la cena le puso unas gotitas de Clonazepam que lo dejaron en un sueño profundo en menos de media hora.

Camilo, una vez todo el apartamento estuvo tranquilo y el esposo dormido, preparó todo para el ritual como le había indicado la tía abuela – que en paz descanse-. Cerró todas las puertas de las habitaciones y puso en el fondo del pasillo, sobre un pentagrama al revés, un frasco grande de cristal con agua hasta la mitad, en medio del líquido dejó flotando un pequeño espejo con el reflejo hacia la boca del recipiente. Además, hizo un círculo de protección alrededor de la cama donde dormía plácidamente su amado. Para después hacer uno sobre el suelo para él, justo al final del pasillo, detrás del frasco con agua y el espejo. No olvidó tener descubierta la cabeza para no ser engañado por demonio. También, encendió velas que iluminaran todo el pasillo para poder ver a Asmodeo mientras se aproximase sigilosamente; queriendo atraparlo por la espalda. Eso no lo permitiría, iba a verlo desde el momento en el que se hiciera presente.

Camilo esperó y esperó, en silencio. Concentrado en el cometido de salvar a su amor y a él mismo de la implacable justicia del Averno. Cuando las velas estaban a la mitad, y las nalgas del brujo literalmente le ardían como si estuviese sentado sobre ascuas al rojo vivo, una sombra se materializó al inicio del pasillo; cerca a la puerta del hogar. Era Asmodeo. Lejos de parecer un ser aterrador se presentó como un hombre de negocios. Estaba vestido de pies a cabeza con las mejores marcas parisinas, una impoluta corbata Versace  y unos lustrados zapatos con un poco de tacón para parecer más alto. Ahí estaba el Gran Asmodeo, una antigua autoridad de las huestes celestiales. Era un tipo muy guapo y de gestos refinados, aunque intentaba disimular un pestilente olor a azufre con toneladas de un conocido perfume de Paco Rabanne.

El demonio saludó teatralmente, con estudiados gestos como un maestro de ceremonias, y agradeció por el caluroso recibimiento a la luz de las velas; cosa que le pareció encantadora y muy adecuada para la ocasión. Le ofreció un ramo de rosas rojas al muchacho, a modo de condolencias por la muerte de Nicolás a quién se iba a llevar esa misma noche. Camilo esperó con paciencia al momento preciso, sin inmutarse ante las provocaciones y chanzas de elegante factura sobre la vida y la muerte proferidas por ese principal del Inframundo. Éste caminó por el pasillo lentamente, con una renguera casi imperceptible. Le prometió a su antiguo asociado que sería rápido y piadoso con Nicolás; ni siquiera se daría. Todo esto hacía mientras se aproximaba cada vez más a la trampa, sin imaginar que iba a ser cazado por su presa.

Cuando tuvo al demonio a punto de tiro, Camilo le hizo una pregunta. ¿Acaso tú, Oh Gran Asmodeo, eres el señor de la belleza? Vanidoso el espíritu inmundo dio una respuesta afirmativa con el mayor desparpajo y dramatismo, acompañado por una tonadilla dulzona. Asmodeo había mordido el anzuelo. En seguida, el hombre enjuto y bajito le pidió al tan Excelso Ser que comprobara su aseveración mirándose en un espejo mágico que tenía en una vasija de cristal enfrente de sí.  Le mintió al maligno diciendo que ese artefacto le había sido dado por Hazazel, con quién había hecho otro pacto, y que sólo reflejaba la verdadera naturaleza de quién se mirara en él.

El demonio desconfió, sabía que este hombre probablemente ejecutaría alguna treta para perjudicarlo. No obstante, no pudo escapar del poderoso influjo de las palabras lisonjeras de Camilo. Lo llamó “el Igual a Lucifer”, “el más Bello entre los Dioses”, “la Estrella más Brillante”, “el Deseo y la Premura”, “el Amante Excelso”. Embriagado por todos esos apelativos Asmodeo decidió concederle esa pequeña gracia a aquel hombrecito. Era evidente que había visto toda la belleza y magnificencia que contenía Su propio Ser. Había entendido lo maravilloso que era Él.

Asmodeo, embelesado en su propia majestuosidad, miró el espejo sin percatarse que estaba en medio del agua. Quedó obnubilado con su propio reflejo y permaneció ahí inmóvil, extasiado, observándose. Mientras Camilo susurró, muy bajito, el conjuro preciso. Era la frase mágica que sólo las brujas más curtidas conocen y, que le había sido legado por su tía abuela. El espejo suavemente atrajo al demonio quién se convirtió en un humillo blanco y delgado que se coló en el cristal. Quedando atrapado en él.

El espíritu infernal no soportaba el agua porque le recordaba a Dios. Por eso no le era posible salir de la superficie reflectora. Rápidamente Camilo  empujó el espejo en el líquido – para que se fuera al fondo del recipiente- y cerró la tapa del frasco; guardándolo celosamente en un armario bajo llave hasta el día siguiente. Como sabía que era extremadamente peligroso que alguien abriese el frasco y dejara escapar a Asmodeo; decidió recolectar sus ahorros de años y destinar el dinero en establecer una fiducia para mantener una bóveda de seguridad en un prestigioso banco local. Esto lo hizo porque sabía que allí el frasco estaría seguro. Dado que ni siquiera el mismísimo Satanás se atrevería a fastidiar a las entidades financieras -para Él unos verdaderos extorsionistas-, ya que las consideraba organizaciones manejadas maquiavélicamente por un puñado de indeseables que incluso para Sus propios estándares eran de la peor ralea.

Así fue que, nuestro en apariencia frágil, Camilo logró salirse con la suya una vez más. No sólo logró salvar el propio pellejo y el de su amado grandulón, sino que puso en jaque a toda la jerarquía infernal que no entendía cómo uno de sus lugartenientes más poderosos había desaparecido tan misteriosamente. Un asunto de faldas, concluyó la mayoría, había acabado con Asmodeo. Ya no sería más el amo de la magia negra en cuanto a temas de amor y pasión se tratase.


Cuento escrito por David Turriago

















Cuento: El Hijo No Es Mío

María acababa de dar a luz a su primer hijo. Se hallaba extenuada y sudorosa. Afortunadamente el trabajo de parto había sido relativamente corto y como tal el alumbramiento no duro más de cinco minutos; gracias a sus anchas caderas. Ella cobijaba al pequeño en su regazo, feliz pero angustiada a la vez. ¿Qué habría podido suceder? No lo entendía, pero algo tenía claro: defender su inocencia no sería nada fácil. Tal vez su marido tenía algún pariente de color en su ascendencia y no lo sabía. ¿Qué sabía ella? Sólo veía como Mario caminaba de un lado para otro de la habitación, como si en el cuarto 412 de la Clínica Mediláser, de Neiva, hubiese un león atrapado.

Él estaba como loco; perdido. Caminaba de un lugar a otro porque no sabía qué decirle a su familia, a sus amigos. No podía entender cómo María podía haberlo traicionado de aquella manera. Veía su nombre puesto en ridículo, sería la burla de todos y la vergüenza de sus padres. Todo por culpa de María. ¿Cómo había podido ser tan estúpido? ¿Cómo había podido creer que María no se volvería a ver con ese hombre? ¿Cómo había confiado tanto en su esposa? ¿Cómo le había pasado eso a él, que había vivido todo en esta vida y que conocía los entresijos del corazón humano? ¿Cómo había podido ser tan ingenuo?

Un toque en la puerta de la habitación llamó la atención de los dos. Ambos tenían un torbellino de diferentes emociones por dentro y esperaban cualquier cosa de las primeras visitas. En esta ocasión era Elizabeth Dussán, la única amiga de María en aquella ciudad pequeña, provinciana e infernalmente caliente.

 -Hola!- saludó Elizabeth con una sonrisa amplia que hacía de sus ojos dos rayitas en su cara de mejillas abundantes y tersa piel blanca. Mario la miró con ira, con ganas de ahorcarla. Seguro ella estaba al tanto de los amoríos de su mujer con ese advenedizo vendedor cachivaches. Elizabeth desconcertada, se movió rápidamente hacía su amiga y le preguntó que pasaba. María no pudo aguantar más el llanto que tenía pasmado ante la reacción del marido y empezó a sollozar bajito y susurró  – Mario, cree que lo engañé Eli!- La madre primeriza se mordió los labios para no alongar un lamento que podría despertar la furia de su esposo. Elizabeth confundida abrió los ojos y le dijo también muy bajito – No entiendo Mari, ¿qué pasa?- titubeó un poco - ¿Qué le pasa a Mario?

María le repitió que su marido creía que lo había engañado y luego le mostró al pequeño neonato que dormía plácido en un rinconcito entre el cuerpo de la madre y la cama de la clínica. El niño era negro. Ese era el problema que encontraba tan inaceptable Mario. Elizabeth puso los ojos como platos y balbuceó –¿Te volviste a ver a Dubán?- María no pudo ocultar su consternación, si no le creía Elizabeth ¿Quién lo haría? – No, te lo juro que no. Yo jamás le he sido infiel a Mario, nunca!.

Créeme Eli, te lo suplico- Elizabeth encontró verdad en los ojos de su amiga, se conocían desde que tenían seis años y sabía perfectamente cuándo le estaba diciendo una mentira – Te creo, linda no te preocupes. ¿Qué vas a hacer con Mario?; perdóname pero obviamente él puede pensar que no es suyo. – Lo se Eli, pero no sé cómo explicar esto- replicó la mujer.

El celular de Mario sonó; eran sus padres que ya se hallaban en la planta baja del edificio y querían ser llevados a ver a su nieto, guiados por su hijo. Él salió del cuarto sin mirar a las mujeres y dio un portazo. – Eli, no me dejes sola; eres lo único que tengo- las dos mujeres se tomaron de la mano entrelazando los dedos. Se miraron fugazmente y simultáneamente bajaron la vista hacia el bebé que dormía tranquilamente. Por unos instantes se olvidaron de todo y sólo se dieron a la contemplación de aquel milagro.

Pasaron varios minutos. La puerta se abrió con fuerza. Entró Mario indignado, con la espalda recta y esa expresión tan suya de que había algo debajo de su nariz que olía a excrementos. El pelo negro y ondulado le caía sobre la cara, eso no le importaba. Él, con todo lo alto que era, más que nunca parecía un tributo a la antigua dignidad desgastada, por el paso del tiempo, sobre una de las familias más prestantes de la región. Que antaño gobernaban el departamento del Huila, y que ahora sólo se limitaban a ser ricos.

La verdad es que tanto Mario como María descendían de una larga genealogía de la más alta alcurnia nacional. Entre sus antepasados se contaban alcaldes, gobernadores, presidentes, próceres, prohombres igual de renombrados pero de variopinta calaña. La mayoría había sido una seguidilla de verdaderos explotadores, fieles a su tradición y solemnidad como descendientes directos de los primeros encomenderos. Mientras otros, los menos, habían logrado grandes avances para el país, como José Hilario López que en el año 1851 abolió la esclavitud en Colombia. Cosa muy mal vista por sus parientes; no sólo contemporáneos sino durante las generaciones de las generaciones.

El mantenimiento de la sangre “real”, María era descendiente de la familia Borbón gobernante de la Casa Real española desde 1700, no sólo se basaba en las posiciones de poder o en el sostenimiento de una engrasada maquinaria con diversos resultados a la hora de producir dinero y perpetuar el patrimonio familiar. Para tales efectos no se valían los enlaces con personas que no tuvieran los mismos abolengos. Por tanto, entre la élite regional había una tradición bien especial; se efectuaban matrimonios entre ellos mismos para dar continuidad a la sangre, el honor y el patrimonio. Esto implicaba que eran frecuentes uniones entre parientes lejanos, primos segundos, primos hermanos y en el pasado tíos y sobrinas.

Esa regla se había aplicado a María y Mario en cierta medida. Ambos provenían de familias “bien” del Tolima Grande, y el padre de ella y la madre de él eran primos hermanos. Sus padres se conocían muy bien; ambos fueron criados en la misma casa, bajo la misma disciplina y con el mismo desdén por todos los que no fueran como ellos.

Obviamente los jóvenes nuevos padres eran colombianos “de azúcar”, de esos que se precian de ser descendientes de españoles. Sangre criolla pero europea a la vez. Eso sí, sangre sin diluir con las razas inferiores, que coincidencialmente habían sido las víctimas de la destrucción, la barbarie y la esclavitud perpetuadas por sus ilustres antepasados siglos atrás. Por esa certeza de que en sus genes, ni en los de su esposa, había nada de negro Mario asumía el engaño de su joven y prometedora mujer.
Detrás del indignado hombre entraron sus padres. Primero la señora; toda una víbora pensó Elizabeth mientras la vio entrar. Una mujer de ojos azules, nariz respingada y gestualidad acartonada. Con una boca pequeña que sólo usaba para dar órdenes, decir algún chisme de alta sociedad o desaprobar al marido. En efecto, ella era la que llevaba la casa, las fincas, las inversiones, la unidad familiar y al esposo que parecía tener un collar de perro siempre atado a la muñeca de su esposa.

Ésta mujer madura, pero no por eso menos atractiva, entró haciendo una mueca de desprecio y frotándose la punta de los dedos. Era obvio que Mario le había contado todo lo referente a la “diferencia” del bebé. La mujer llevaba puesto un vestido impoluto color beige y unos zapatos de tacón que le hacían ver más esbeltas las bellas y tersas piernas. El marido, siempre sumiso, ingresó detrás de ella con carita de “yo no fui”. María se sintió totalmente indefensa ante aquella mujer que parecía controlar el universo entero a un comando de su voz. En un instante se halló desvalida, desprestigiada, desnuda ante aquella mujer para la que su supuesta culpabilidad era tan patente como el sol de cada mañana.

María Antonia, como se llamaba la suegra, al ver al niño levantó ligeramente el labio superior en un claro gesto de asco. Era un niño negro, eso era todo. Solo eso le bastaba para no bajar a María del epíteto de vagabunda descarriada. Mario no quitaba la vista de su madre, ¿Qué diría ella? Le dolía en lo más profundo de la hombría haber sido engañado por su esposa. El padre del niño sería un antiguo novio con el que incluso llegó a vivir. Era un negro de Barranquilla; un simple comerciante de baratijas que montó una prospera tienda en el centro de la ciudad.

La matrona volvió a ver a su hijo con una mirada muy específica. Él la entendió al instante. Le pidió a Elizabeth lo más calmado posible que les diera un rato a solas. La mujer no quiso dejar a su mejor amiga y a su hijo con aquella gran anaconda que seguro los estrangularía y los tragaría enteros. Pero María con un gesto le pidió que lo hiciera. Elizabeth un poco confundida, y de repente con un terrible sentimiento de estar fuera de lugar, se retiró silenciosamente de la habitación.

Una vez hubo salido, María Antonia decretó – Ese hijo no es de Mario – lo hizo mientras le daba una mirada a María que de haber podido la hubiera reducido a polvo. Luego miró a su marido –De tal palo, tal astilla; Mario es tan ridículamente ingenuo y poco hombre como tú Ricardo- el anciano recibió aquella bofetada con resignación. Pero para Mario fue como si le hubiesen abierto el estómago y le extrajesen las entrañas. Lo sufrió en lo más profundo de su ser. – Debes divorciarte de ella – dijo con total sequedad la mujer. Mario intentó balbucear algo pero no le salió nada, ante aquel poder no había escapatoria. María contempló la escena atónita, sentía que estaba en un mal sueño. No se la creía. Mientras tanto el hermoso bebé, era bastante encantador, movía dormido las pequeñas manos.

De repente todo se quedó estático, como detenido. La mandona rompió el hechizo de un segundo fuera del tiempo  -Me voy para no hacer algo de lo que me pueda arrepentir-, miró con los ojos encendidos en fuego a María –No puedo creer que tú me hayas hecho esto a mí – torrentes de veneno salieron despedidos por los aires en esa simple frase. La mujer salió rauda. El esposo miró a su hijo con verdadero pesar y se despidió con una sonrisa leve de María, para salir velozmente para no perder a su mujer.

Desde los pies, algo subió a la cabeza de Mario. Ira, dolor, desconcierto, dignidad destrozada, vergüenza se apoderaron de él – ¿Por qué me hiciste esto?, yo te amo! – gritó el hombre mientras se jalaba el pelo desordenado sobre la cara. María no pudo contener el lamento. Afortunadamente, por alguna razón, el bebé siguió durmiendo.  Con voz trémula, dolida, cansada la mujer le replicó – Yo sé que es imposible de creer, pero yo jamás te he sido infiel- hizo una pausa para tragar saliva y apagar un sollozo –Te lo juro Mario, este hijo es tuyo. No ha habido otro hombre en mi vida. No veo a Dubán desde hace más de dos años. Por favor créeme- esto último lo dijo con voz ahogada y de manera casi inaudible. Se mordió los labios y mirando fijamente al marido lloró, lloró y lloró. Sus ojos decían la verdad. Ella decía verdad y Mario lo vio en sus ellos.

Confundido el hombre salió de la habitación, tropezando con Elizabeth que entraba en ese justo momento. -¿Qué pasó mona?- le preguntó adivinando el desastre – Mario no me cree y su madre quiere se divorcie de mi- dijo la nueva madre con voz todavía más ahogada en un lamento. Apretó ligeramente al niño en sus brazos y lo besó. Eso fue lo único que atinó a hacer.

Lo que nadie sabía en ese momento era que el bebé era fruto de un extraño suceso genético llamado telegonía. Que en pocas palabras se trata de la “impregnación” de una mujer por un hombre al que anteriormente ha amado profundamente y su posterior influencia en la descendencia de ésta, aunque él no la haya engendrado. Por esta razón el niño era negro. En el pasado María había amado tanto a Dubán que su futuro hijo, por alguna razón incomprensible, se parecería a él aunque no fuera el padre. Pero lo realmente sorprendente de esta historia no fue la ocurrencia de este extraño evento.

Pasados algunos minutos regresó Mario más calmado y con olor a cigarrillo. Tenía que confirmarlo, lo había visto en sus ojos! Se acercó ligero hacia su mujer y el niño. Elizabeth que notó la energía conciliadora de él, se puso en pie y sin decir nada abandonó la estancia. – María, ¿es cierto lo que dijiste?- titubeó un poco – ¿El niño es mío? – lo hizo tocando suavemente y con cierto encanto paternal el gorrito azul que cubría la cabeza del morochito en el regazo de su esposa. María lo miró a los ojos y con lágrimas en los propios asintió. Eso fue suficiente. Mario lo entendió y aceptó todo sin reservas, sin sombras de duda. Ese niño era su hijo.

No importó lo que pasó después. Las habladurías, los cuernos de carnero que dibujaban los chismes en la cabeza de aquel hombre, las amenazas de su madre, las bofetadas que recibió María en la mirada de sus conocidos de sociedad. Nada. Esa tarde de calor magmático y pegajoso, de melancólicas matronas humildes viendo desde sus casas el atardecer; al margen del río la Ceiba, de cientos de motociclistas inundando las calles revueltas a horas pico. En medio del aquel valle donde se halla la canícula eterna de la ciudad de Neiva; un hombre creyó lo imposible. Esto porque lo vio en los ojos, llenos de lágrimas, de la mujer que amaba.

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 Cuento escrito por David Turriago







jueves, 21 de mayo de 2015

Cuento: Una Sombra en la Oscuridad

Un portazo en la segunda planta. Anselmo pensó que había entrado alguien a la edificación. Dónde estaba Calvache? Deslizó sus dedos rápidamente al cinto y liberó el intercomunicador, se lo acercó a la boca y la llamó por radio. Ella, que estaba haciendo una ronda fuera de la construcción, le respondió enseguida; no había escuchado nada anormal. Al minuto, Martha Calvache, había llegado a la posición de Rodríguez en el cuarto de control. Tenía el pelo largo y castaño; recogido en una perfecta cebolla. Se hallaba enfundada en una chaqueta de dotación que le quedaba grande, porque era para hombre.

Calvache le preguntó a Rodríguez por el motivo de su llamado. Un portazo, había sido un portazo muy sonoro en la segunda planta. El hombre le dijo a su compañera que esperara allí; él iría a ver qué había pasado. Estarían en contacto por el radio comunicador. Anselmo, el nombre pila del aquel vigilante, tomó en sus manos el bastón policial con el que estaba armado, agarró una linterna y subió las escaleras hacía el segundo piso.

Una vez allí revisó todas las puertas. No lograba identificar de dónde provenía el golpe que había  escuchado. Subió a la tercera planta y nada. No vio a nadie, no vio nada fuera de lugar. Cuál habría podido ser el motivo de ese estruendo? Lo había escuchado realmente? Caminó despacio por el pasillo, con la linterna apagada; la luz de la luna llena impregnaba el corredor iluminándolo todo con su luz fría y sobrenatural. Él ya se disponía a bajar al cuarto de control cuando escuchó un susurro. Un sonido tenue, bajo, como si no quisiese ser escuchado. Anselmo afinó el oído y oyó su nombre. Una mujer lo llamaba con voz disonante y entrecortada; como si le hiciera falta el aire. Era una voz temblorosa, suplicante, expuesta.

Cada uno de los vellos del cuerpo de Rodríguez se pusieron de punta. El hombre había quedado petrificado. Vulnerable a la oscuridad, al vacío, a la inescrutable llamada del más allá. Era claro, alguien lo llamaba a intervalos regulares y ahogados. Un ruego en medio de la noche. Anselmo reaccionó. Miró para atrás rápidamente, prendió su linterna y no vio nada. Aquella llamada de auxilio había cesado. El vigilante no entendía. Pero no era hora de entender; un afán incontrolable le obligó a huir. Algo malo estaba sucediendo y él debía alejarse de aquello cuanto antes.

Al darse la vuelta para bajar por el pasillo, percibió cierto cambio en los patrones de la luz de la luna al inicio del corredor que se conectaba con las escaleras. Alumbró esa zona con la luz de su lámpara halógena y nada; no se hacía más claro el acceso a las escaleras. De repente percibió algo que antes no había logrado entender. Junto al acceso había alguien. Una sombra negra. Una bruma oscura con forma humana se hallaba detenida en el sitio exacto en que comenzaba del pasillo, como mirándolo.
Anselmo gritó. Exigió saber quién andaba ahí. Cómo había entrado y por qué estaba allí. Pero la sombra no se movía, solo esperaba. Al principio Rodríguez pensó que se trataba de alguien que había irrumpido en el edificio. Creía que esa forma en las tinieblas, era alguien que por un efecto de luz se veía de esa manera. Pero pronto se dio cuenta que no era una persona. Era simplemente algo etéreo, sin masa. No tenía rostro, no tocaba el piso con los pies.

De súbito sonó el radio intercomunicador. Calvache quería saber que le había pasado a su compañero. Por qué había gritado. Rodríguez no pudo hacer nada, no se daba siquiera cuenta que el aparato en su cinto estaba a punto de reventar de tanto sonar. Sólo podía enfocarse en esa sombra que le parecía la propia muerte. Sin previo aviso, ese ser tenebroso se abalanzó sobre él; Anselmo sólo logró taparse la cara. Esperaba caer fulminado. Ser poseído por aquel extraño ser. Pero no pasó nada. El hombre abrió los ojos incrédulo. El pasillo de nuevo tenía la iluminación apropiada para esa posición de la luna llena. Sin mirar atrás, Anselmo salió despedido hacía la planta baja. Corría por las escaleras sin pensar en nada más que en el miedo. Milagrosamente no se echó a rodar por esas largas y oscuras escalinatas.

En la escalera que conectaba la primera y segunda planta se tropezó con Calvache. La mujer lo vio pálido, absorto en un miedo que refulgía en sus ojos. Rígido, tensionado y aparentemente ciego porque casi se la lleva por delante. Ella lo tomó del brazo izquierdo y lo llamó con un grito seco y contundente. El hombre volvió en sí. Temblaba, se sacudía sin control. Parecía como si hubiese visto al mismo diablo.

Calvache lo llevó al cuarto de control. Lo sentó en una silla y le sirvió algo de agua. Después de unos instantes el hombre se calmó un poco. Le relató inmediatamente todo lo que había experimentado en los pisos superiores del edificio. Ella lo escuchó con paciencia, como siempre. A ella también le había pasado algo raro. Cuándo el salió le apagaron el radio. Ella había puesto su emisora favorita, Tropicana, unas horas antes. Y de repente, algo le apagó el radio. Lo revisó bien. No había sido ella y lo único que se había apagado era el condenado aparato. Pero prefirió no decirle nada a Rodríguez, estaba muy choqueado con lo que había visto.

Mientras Rodríguez se hundía en un mutismo profundo. Ella revisó la hora. Eran las 3:11 a.m. Lo anotó en la minuta; la bitácora de trabajo. Escribió los hechos de una manera un poco distinta. Simplemente puso en el papel que Rodríguez había subido a la segunda planta por un ruido extraño y que después de una revisión completa, no había encontrado nada. Explicó todo como sonidos propios edificio. No obstante, cerró con llave la puerta del cuarto de control. Finalmente era el único habitado en todo el edificio; la construcción estaba completamente vacía. Se trataba de una antigua planta de producción en medio de la antigua zona industrial. Había sido abandonada porque la Alcaldía de Bogotá había obligado a todas las industrias en el interior del casco urbano a salir a las afueras. Ellos sólo cuidaban un edificio vacío; básicamente para que no fuera tomado por indigentes antes de que fuera demolido para construir en esos terrenos, que antes fueron fábricas, enormes parques públicos y modernas instalaciones de la burocracia local.

Pasaron los días y no hubo más sobresaltos. Ni Calvache ni Rodríguez dijeron algo de lo sucedido a alguien de la empresa de vigilancia, a sus amigos o a sus familiares. Tampoco volvieron a comentar nada entre ellos. Simplemente hicieron como si nada hubiese pasado. Todo siguió tranquilo hasta un día, pocas semanas después.

Ambos estaban en el cuarto de mando. La radio, que era su compañía y pretexto para no dormir toda la noche, estaba sintonizada en Tropicana la emisora predilecta de Calvache. Martha dormía protegida por su enorme chaqueta y con la cabeza forrada en una bufanda y un gorro de lana. Rodríguez, que estaba despierto, intentaba llenar el crucigrama del periódico del día anterior. Eran las 3:05 a.m.

El hombre dio un brinco en su silla. Había escuchado, por encima de la música que sonaba en el radio, un grito. Era un grito de mujer. Un lamento desgarrador, punzante, desesperado. Rodríguez volvió para mirar Calvache; la mujer dormía con la cabeza descolgada del lado izquierdo y si no fuera por la bufanda con la boca bien abierta. Anselmo la despertó de un toque en el hombre. La mujer balbuceó algo con relación a su sueño y abrió los ojos sobresaltada. Él le preguntó si había escuchado algo; ella negó con la cabeza, sorprendida. Rodríguez la puso al tanto y decidieron salir juntos.

Al llegar a la segunda planta, cada uno con su bastón de vigilancia y una linterna en mano, decidieron separarse para cubrir el perímetro más rápidamente y sorprender a quién hubiese entrado. Eso sí, comunicarían cualquier novedad por el radio comunicador.

Anselmo subió cauteloso al tercer piso. La linterna por delante, abriendo brecha en medio de las carnes de la oscuridad. Caminó por el pasillo y revisó metódicamente cada puerta; no había nada irregular, pero había una puerta entreabierta. Era la última del corredor, la del lado izquierdo. Rodríguez movió la puerta lentamente, esperando que cualquier cosa le saltara encima. Pero nada. Todo en calma, todo en silencio. El hombre entró sin apenas mover la puerta, que volvió a quedar entrecerrada.

El estruendo casi metálico del comunicador lo sobresaltó. Era Calvache. No había encontrado nada raro en el segundo piso. El hombre le dijo que terminaría de revisar esa estancia y bajaría. La comunicación concluyó, con que se verían cuanto antes en el cuarto de mando. Rodríguez revisó el fondo de la habitación con la linterna. Estaba totalmente vacía. Pero había algo que se reflejaba con la luz de los focos del exterior. Había algo perceptible en la ventana. Era el contorno de una mano marcada con sangre sobre el cristal. La sangre de Anselmo se heló.

Temblando tomó el intercomunicador y le pidió a Calvache que subiera, que tenía que mostrarle algo. La puerta del espacio donde estaba rechinó suavemente. El hombre se dio vuelta para ver hacia el portal de aquellas cuatro paredes y vio una sombra. Era la forma de un hombre, más bajo que el que había visto semanas antes, como encorvado. Era claro que con una mano se agarraba al dintel de la puerta, mientras la se perdía en el tronco de lo que fuera aquella cosa.

Petrificado, Anselmo vio como salía aquella sombra de la estancia. Quedó bloqueado, inmóvil, inútil. Después de algunos segundos oyó pisadas. Alguien se aproximaba con paso firme. La puerta se abrió con contundencia y aquel hombre horrorizado salto en su lugar. Era Calvache, que encontraba a su compañero pálido y con cara de loco al fondo de la habitación.  Lo primero que le preguntó él, fue si había visto a alguien en el pasillo. Ella contestó negativamente. Anselmo se dio la vuelta e iluminó la ventana para mostrarle la marca de una mano ensangrentada. Pero no había nada! Él la había visto, estaba seguro!

Martha Calvache al ver a su colega en un estado total de estupor. Se acercó a él y firmemente lo tomó de los hombros; lo miró a los ojos. Le pidió que se calmara y que bajaran al cuarto de mando. Una vez allí Anselmo lo soltó todo. Estaba realmente asustado. No quería seguir trabajando en ese lugar. En silencio su compañera estaba empezando a dudar de la salud mental de Anselmo Rodríguez.

Al llegar esa mañana a casa, Anselmo se encontró con su hija. Era una chica inteligente que hacía una carrera como veterinaria en la Universidad Nacional. El hombre estaba tan perturbado que tenía que contar todo lo sucedido a alguien y esa persona fue su hija. Pero al contrario de lo que Rodríguez asumía, Ester, no lo tachó de loco o asumió que se tratara sólo de las ideaciones de una mente fatigada. Ella le creyó. Y se propuso saber que había pasado en aquel lugar para que su padre tuviera esas visiones.

Entre tanto Anselmo, solicitó a la compañía de vigilancia el cambio de sitio de labores. Sus peticiones fueron escuchadas y en menos de una semana se halló custodiando la portería de un edificio de apartamentos en el barrio La Castellana. Rodríguez se sintió aliviado por el cambio, aunque le pesó un poco separarse de su compañera; de dejarla sola ante eventos inexplicables.

Pasadas un par de semanas, Ester le comentó a su padre que a pesar de sus esfuerzos investigativos, en la hemeroteca de la universidad y en la propia Biblioteca Luis Ángel Arango, no había encontrado más que una nota corta en un periódico local en el que se anunciaba que esa planta sufrió un incendio parcial el 2 de mayo de 1973. Causando un total de 7 heridos y un fallecimiento. Parecía que la conflagración se había desencadena por un corto circuito en una máquina; aunque los dueños de la empresa señalaban que hubiera podido ser un atentado efectuado por los trabajadores un día después del Día del Trabajo. Pero las pesquisas oficiales habían determinado que se había tratado de un accidente. Con pesar Ester entregó esa información a su padre; quién la aceptó de buena gana. Quería dejar cerrado el asunto.

Pero antes llamó por teléfono a Calvache, para contarle lo que había encontrado su hija y para preguntarle cómo estaba y si había pasado algo más en su ausencia. La mujer le respondió negativamente y sin hacer más comentarios le dio las gracias por la información. Para ella no tenía la menor importancia.

Cinco días después el dueño de la compañía llamó a Rodríguez al celular. Le pidió un favor; que se doblara esa noche y acompañara a su antigua compañera, Martha Calvache, en la custodia de la fábrica abandonada. A Anselmo no le hizo mucha gracia, pero aceptó sin dudar. No podía negarse a esa petición.

Esa noche fue una noche como cualquiera; callada, fría, de luz difusa. Pero de pronto, a las 2:57 a.m. se escuchó un portazo en el segundo piso. Anselmo y Martha que estaban conversando sobre cualquier cosa se quedaron en silencio, mirándose, incrédulos. Debían ir a ver y después de unos instantes de indecisión salieron juntos del cuarto de control. Pero no antes que Calvache apagara la radio, para que no fueran a confundir la música con cualquier otra cosa.

Los dos subieron las escaleras lentamente, alumbrando el camino con las linternas. Decidieron, como la última vez, que ella revisaría la segunda planta y él la tercera. Treinta segundos después de haberse dividido los pisos, Calvache entró a una estancia con la puerta medio abierta. Al cruzar el umbral, alguien la tomó con fuerza y le puso una mano en la boca. Ella no pudo hacer nada, la habían tomado por sorpresa. A la orden del hombre que la tenía en su poder, deslizó el bolillo y la linterna al suelo; haciendo el menor ruido posible. El olor de la piel, la firmeza de la mano, la voz que susurraba en su oído; todo era conocido. Era Javier, su exmarido.

Martha Calvache se había separado de su pareja, de más seis años de relación. Lo había hecho motivada en su seguridad. Javier era un tipo violento y celoso. Además, solía perderse en borracheras que siempre terminaban mal. Ella lo amaba, pero había tenido suficiente. Frente a este inesperado rechazo él había jurado vengarse por haberlo dejado solo; a él que tanto la amaba.

Pues allí estaba de nuevo en sus brazos, pero esta vez de un modo muy diferente. Martha sabía que Javier era capaz de cualquier cosa. El hombre le susurró al oído que la mataría, pero que antes se encargaría del sapo con el que trabajaba. En un instante le llenó los oídos de palabras horribles y humillantes; y ella en un arrebato de dignidad le mordió la mano con una furia asesina. Javier, un tipo que cuando estaba en papel de victimario era muy controlado no gritó. Él no apartó bruscamente la mano. Con fuerza le dio la vuelta a Martha y le puso un puño salvaje en medio de la cara, rompiéndole la nariz y dejándola inconsciente. Agarró el cuerpo de la mujer en el aire y lo depositó en el suelo suavemente para no hacer ruido. Ahora iría por Rodríguez que estaba el piso de arriba.

Anselmo entró a la última habitación del pasillo a la izquierda, aquella estancia donde había visto una mano ensangrentada en el cristal semanas atrás. Chequeó con cuidado el recinto, no vio nada fuera de lo normal. Decidió llamar por radio a Calvache, decirle que ya había terminado. Sin embargo, no hubo respuesta. Rodríguez pensó que estaba descompuesto y mientras intentaba mirar qué andaba mal con el aparato bajó la guardia. Ni siquiera se dio cuenta cuando Javier entró sigiloso a aquel lugar.

Se dio la vuelta y vio un bulto enorme, luego recibió una puñalada en el estómago. Después otra y otra. No sabía que pasaba, ni siquiera le dolía. Sólo no entendía. De repente, las fuerzas lo abandonaron. Se desvaneció como el humo en el viento. Su cuerpo se escurrió sobre la humanidad de Javier y cayó al piso. El agresor había alcanzado su cometido. Dejó aquel lugar y fue por su verdadera presa; por Martha. El teléfono fijo, el que estaba en la sala de control, sonó de improviso y eso llamó la atención de Javier. Que descendió a la primera planta para desconectar el aparato.

Entre tanto, Martha abrió los ojos lentamente, le dolía a muerte la cabeza y le costaba respirar con la nariz fracturada e hinchada. Se levantó como pudo y salió al pasillo. Bajó el primer escalón que la llevaría al primer piso, pero oyó alguien en la sala de mandos. Sin duda era Javier. No podía bajar! En ese caso iría a buscar a Anselmo. Medio mareada, pero sigilosa subió las escalas. Caminó en el pasillo llamando con susurros a Anselmo, no quería ser descubierta. Lo llamó una y otra vez con una voz ronca y desesperada. Febril y temblorosa.

Sus oídos se afinaron; alguien subía las escaleras. Se apresuró a esconderse en la estancia del final del pasillo, del lado derecho. Se ocultó justo detrás del dintel de la puerta, esperando no ser descubierta por su atacante. Por su parte, Javier se detuvo en el inicio del pasillo, con todo y lo enorme que era. Se quedó allí, inmóvil, con el cuchillo en una mano y el bastón de Calvache en la otra. Quería cazar a su presa, la quería detectar con sus oídos.

Martha miró hacia la otra habitación. En el fondo de la estancia y con la luz de los focos exteriores, que establecían un confuso juego de luz y de sombra, vio el cuerpo inerte de Anselmo. Lo había matado! La mujer empezó a temblar incontroladamente y se puso las manos en la boca para no gritar. Un sollozo incontestable se apoderó de su cuerpo. Estaba frita! Pasaron varios instantes y Javier escuchó un lloro suave y temeroso; la había encontrado!

Se dirigió con el cuchillo en alto y profiriendo mil improperios hacia la mujer que era el sol de su vida, su única razón para vivir. Martha no soportó más y empezó a gritar con todas sus fuerzas. No había escapatoria, ya todo estaba perdido. El hombre se abalanzó sobre ella, escondida en la penumbra, y le propinó decenas de cuchilladas en todo su cuerpo. Si no era para él, no sería para nadie.

Los gritos hicieron volver en sí a Anselmo. Tan revuelto como estaba, por instinto, se mandó la mano al vientre. Había sangre, pero no mucha. Un zumbido atrapaba sus oídos y se sentía un poco mareado. Se intentó poner en pie, pero la panza le dolía. Así que tuvo que apoyarse en la pared. Después, sin darse cuenta puso su mano ensangrentada sobre el cristal de la ventana. Pero sólo cuando retiró la mano, y gracias a las luces del exterior, vio la huella. De inmediato recordó lo que había visto unas semanas antes. Como en una película, a la velocidad del pensamiento, ató cabos. Todo lo que había visto no era algo del más allá. Parecía que de algún modo había percibido el futuro!

Como poseído por una fuerza ajena a sí, se dio la vuelta y caminó hasta la puerta de la estancia. Allí abrió un poco el portal. Una punzada le recorrió el vientre, se puso la mano sobre esa parte del cuerpo y con la otra mano se agarró del dintel. Debía salir de allí, debía salvar a Martha. Salió al pasillo y de la penumbra, de la tiniebla un endemoniado Javier se lanzó sobre él; tirándolo de nuevo al suelo. El agresor se puso sobre él y con el bolillo, que el amor de su vida había dejado en el piso de abajo, intentó asfixiar a aquel molesto testigo. Anselmo se supo dominado y a merced de aquel hombre, pero jugó una última carta.

Haciendo un esfuerzo para bloquear el dolor y la asfixia, empujó sus dedos gordos en los ojos de Javier. Con toda la fuerza de un hombre al borde de la muerte, espoleó esos globos oculares y lo hizo cada vez más fuerte. El asesino no soportó tan inesperado dolor y se lanzó a un lado de su víctima; en un intento de escapar de sus dedos. Anselmo inspiró groseramente todo el aire que pudo. Una vez liberado de aquel abrazo de muerte, y sin sentir dolor alguno, se sentó y buscó con temblorosas manos el garrote. Lo tomó firmemente, apoyándose en la escasa luz que entrada por las ventanas y en la ausencia absoluta de dolor. Giró sobre sí quedando muy cerca de Javier, que posaba sus pesadas manos sobre sus ojos. Con un golpe seco, certero y preciso Rodríguez aporreó la sien izquierda de su atacante, dejándolo fuera de combate.

Anselmo herido y sangrante,  porque el forcejeo había producido una hemorragia en las heridas, se movió hasta donde estaba Martha. Estaba muerta! Había llegado demasiado tarde!. Pero el hombre no perdió la calma y buscó el celular en la chaqueta empapada en su líquido vital. Hizo una llamada de emergencia y cuando hubo terminado se dejó llevar por la gravedad, desplomándose en el suelo. Allí lloró amargamente por la muerte de su colega y por lo vulnerable e impotente que se sentía.

Una hemorragia cerebral había dejado a Javier en un coma profundo. De todos modos, si se despertaba pasaría una larga temporada en la cárcel. Martha Lucía Calvache Zipacón fue agasajada en la muerte como una heroína, le dieron todos los honores. Anselmo permaneció tres semanas en la clínica, recuperándose de las  heridas y de la peritonitis que los cortes en los intestinos le habían provocado. Después de un par de meses de recuperación volvió a su trabajo; finalmente era lo único que sabía hacer. Pero en cada turno recordaba a aquella joven y buena mujer que no había podido salvar aquella noche.

Todo siguió de manera natural desde entonces. Hasta un día cualquiera, que llegó a casa en la noche, después de una jornada de 12 horas de trabajo. Pasó la noche en familia y se acostó a la hora habitua; pero no podía dormir. A eso de las 11:40 p.m. se puso en pie y fue a la cocina. Una vez allí, y mientras se servía un vaso con leche fría, escuchó sonidos extraños en el patio. Salió apurado y quedó de una sola pieza por lo que vio: dos sombras que saltaban la tapia desde la casa vecina. Aunque no se podían adivinar unos rostros, ambas se quedaban inmóviles frente a aquel hombre. Como evaluando a su presa...


Cuento escrito por David Turriago

miércoles, 20 de mayo de 2015

Cuento: El Día de la Ira

La faja le estaba matando. La presión que hacía sobre la herida en su vientre era apabullante, paralizadora, asfixiante. Un escalofrío recorría su espalda y humedecía su rostro. Él con el mayor disimulo posible se pasó un lienzo desechable por la cara para eliminar las gotitas de sudor que podrían delatarlo. Guardó el pañuelo en el bolsillo de su camisa de manga corta y cuadros azules. Con la mayor suavidad posible, con el fin de no producirse dolor y no molestar a los pasajeros que tenía a cada lado, movió su tronco en el asiento intentando buscar la mejor posición alcanzable. Se daba cuenta que cumplir su misión no era tan sencillo como había pensado en un principio; “el trabajo de Alá trae sacrificios” se repetía mentalmente.

Miró el reloj en su muñeca. Faltaban 38 minutos para el momento indicado. El hombre decidió concentrarse en sus recuerdos. Le hacían falta. Ahmed había nacido el 26 de julio de 1984, en la ciudad de Bagdad, en una familia más o menos acomodada de la capital.  Aunque no tenían nexos con el Partido Baaz, sus padres veían con buenos ojos el gobierno de Saddam Hussein; ese hombre había traído prosperidad y dignidad al pueblo iraquí y representaba los intereses de la minoría suní a la que se adscribían ellos.

Para el año 1991, con la invasión del ejército americano, su padre había tomado la decisión de alistarse voluntario para hacer parte de la fuerza de resistencia. Su país y su pueblo estaban por encima de su existencia. Además, debía proteger la vida y la honra de su familia. Pero esa ilusión del héroe árabe duró poco. El ejército de invasión, bajo el pretexto de liberar al pueblo iraquí, había tomado en poco tiempo la nación y su padre no era más que una cifra más en el conteo de las bajas de la tropa local.

Los meses que siguieron fueron un infierno, su madre lloraba día y noche por la muerte de su esposo. Mientras extremaba las precauciones para proteger a sus dos hijos, incluso a la hora de acudir a la escuela. Un profundo odio y una amargura punzante se habían apoderado de su carácter, ya no era la misma mujer. Algo se había roto en su interior. Ahmed tuvo que soportar el peso de pertenecer a una familia deshecha, de una madre tan cambiada y de la muerte de quién hasta entonces había sido el máximo referente de su vida.

Contra todos los pronósticos, el gobierno de Saddam no había sido derrocado finalmente. Pero en su lugar dejaron a una marioneta resentida y cruel, pero sumisa. Las instituciones del país habían sido debilitadas hasta la extenuación y un espantoso embargo se cernió sobre el pueblo. Había llegado la edad de la escasez, de la miseria, de la humillación, del dolor, de la amargura.

Un atardecer cualquiera, la madre de Ahmed concretó en su voluntad algo sobre lo que venía rumeando día y noche. Tenía que sacar a sus hijos de su propia tierra, desarraigarlos para que no padecieran el dolor de las sanciones, la fragmentación de una sociedad dividida y sobretodo la vergüenza de la derrota. Su difunto esposo era hijo de padre español y lo más importante; sus hijos tenían pasaporte de esa nacionalidad. Una hermana de Tarik, su marido, vivía en la lejana España y se había ofrecido a criar a los niños lejos de las vicisitudes de la destrucción irracional. Fue así que Ahmed y su hermana dejaron su ciudad, su país, su pueblo y a su madre en una calurosa tarde de agosto. Lo que más le dolió a aquel chico fue que jamás volvería a ver a aquella mujer desgarrada que le había dado la vida. Ella murió de un cáncer estomacal fulminante, que se la llevó en pocas semanas, tal vez a causa de todos los padecimientos que había tenido que soportar en el último año.
Ahmed tuvo que hacer de tripas corazón y seguir adelante. Le hacía falta su madre, su padre, sus amigos, las calles de su barrio, su lengua, echaba de menos todo. Para él, España siempre fue una tierra extranjera, aunque sabía que sangre ibérica corría por sus venas. Había algo que nunca le cerraba, que no le convencía. El chico creció anhelando, en silencio, volver a su país. Trabajar por él, sentir ese aire seco en sus pulmones de nuevo; realmente amaba esa tierra fértil en medio del más desolador desierto.

Una punzada de dolor le recorrió como un rayo entre el ombligo y el cuello. No le habían dado demasiados analgésicos para que estuviera completamente alerta a la hora de abordar y en el vuelo mismo; no debía llamar la atención de ninguna forma. Tenía que parecer un tipo normal, tomando un vuelo de placer a Berlín. Lo que no había calculado era que debido a la terrible coacción de la faja un dolor punzante lo visitaría constantemente. Gracias a Alá había podido pasar sin problema los controles en el aeropuerto de Barajas.

Para olvidar el dolor, Ahmed decidió sumergirse de nuevo en sus recuerdos. Tan pronto como acabó la escuela secundaria regresó a Irak. Había obtenido una subvención completa para adelantar sus estudios superiores en la Universidad de Bagdad; dónde estudiaría ingeniería mecánica. Recordaba su regreso al país, aquel día lloró tan pronto como puso sus pies en tierra. Sentir de nuevo ese calor tan especial en la piel, ver ese cielo azul como el infinito, percibir las calles melancólicas le devolvieron cierta alegría que le había sido arrebatada por el desarraigo y la injusticia de una guerra inmoral. Agradeció a Dios con todo su corazón, aunque en ese entonces no estaba muy cerca de las cosas del Misericordioso. Había iniciado sus estudios con entusiasmo, estaba muy feliz. Vivía con la sensación de haber regresado al paraíso perdido.

Pero su dicha no duró mucho. Después de haber comenzado su segundo año en la universidad, el país se estremeció de nuevo al ver la sombra de la destrucción y de la muerte. Del saqueo y el cataclismo sobre todo lo que se había reconstruido. El gobierno de los Estados Unidos, en cabeza de su presidente George W. Bush, había amenazado con invadir de nuevo su país. Esta vez con la excusa de que el gobierno tenía armas de destrucción masiva.

Era ridículo! Era absurdo! ¿Cómo era eso posible? ¿Es que no se daban cuenta que un gobierno tan deprimido como el iraquí no podría, aunque quisiera, desarrollar algo semejante? ¿Acaso los yanquis en la invasión de un década atrás no habían destruido las armas que había o no se habían llevado todo el armamento no convencional del ejército? ¿Cómo podía la superpotencia atacar un país que hasta ahora se estaba empezando a recuperar de las tragedias de la guerra y del estrangulamiento del embargo?

En el fondo, Ahmed, creía que el resto del mundo no estaba tan loco como el gobierno yanqui y no iba a permitir tal exabrupto. Él había vivido en un país occidental y allí había aprendido a confiar un poco más en las instituciones de control.  Era seguro que los otros países no iban a permitir tal injusticia. Occidente frenaría a los locos que gobernaban la Casa Blanca. Pero no podía estar más equivocado. Estados Unidos estableció una coalición contra lo que llamaba cínicamente el Eje del Mal y atacó a la endeble nación. Ahmed se alistó como su padre y se dispuso a defender a su país del invasor extranjero.

El antiguo miliciano recordó que esa fue una guerra mediática. Multitudes de medios cubrieron la “noticia”. Pero no se trataba más que de un teatro montado por el gobierno estadounidense para mostrarle a la opinión pública lo que ellos querían mostrar. La verdad fue mucho más cruda de lo que se transmitió en las pantallas de TV de todo el mundo. El futuro mártir no quiso recordar todo lo que vio. No podía demostrar desesperación, odio, tristeza, locura. No podía hacer nada que lo hiciera llamativo para nadie.

En ese entonces, Ahmed primero se enroló en el ejército iraquí. Pero cuando este fue desmantelado por el ejército americano y por esos sembradores de muerte a los que llamaban “contratistas”, se unió a las milicias de resistencias. No obstante, más temprano que tarde fue capturado y fue enviado a la cárcel de Abu Ghraib. La sede del Averno en la tierra. Allí fue torturado, humillado, vejado, destruido moralmente, vapuleado, pisoteado. Los meses que transcurrió en aquel encierro fueron los peores de su vida. No tenía palabras para describir lo que pasó, lo que hicieron con él, como no era más que un juguete para sus carceleros. El sujeto de un juego cruel e inhumano que no tiene nada que ver con lo animal, sino que nace del lado demoníaco que cada hombre tiene adentro.

Después de algunos meses de padecimientos fue trasladado a una prisión regular en el norte del país. Aquel reclusorio no se comparaba con Abu Ghraib. Ese nombre maldito, en el que conoció el límite de la resistencia humana. Su propio umbral antes de quebrarse ante lo peor de la vida. En aquella cárcel se acercó al Islam. Antes de eso no había sido demasiado creyente, tal vez por la prematura muerte de sus padres y por la brutal destrucción de su mundo a tan temprana edad.  Sin embargo, aproximarse al Islam en medio de aquella nueva desgracia le restituía la dignidad pisoteada, le hacía lícito conciliar en las noches el sueño, le daba sentido a una vida fracturada una y otra vez, le permitía ver la luz del sol cada mañana con unos ojos diferentes a los de una víctima indefensa y abatida.

Después de seis años de encierro el nuevo gobierno iraquí le otorgó el indulto. Cuando salió encontró un país diferente. Ya no estaba Saddam, el partido Baaz ya no contralaba la nación. Los kurdos del norte ahora controlaban un territorio autónomo de facto. Todo ya se estaba reconstruyendo por segunda vez. Era como si el pueblo de Irak, en medio de sus vicisitudes, hubiese decido hacer borrón y cuenta nueva. Justo eso fue lo que quiso hacer Ahmed. Consiguió un trabajo mal remunerado en un taller de mecánica y allí intentó rehacer su vida. Ya no tenía familia. Los pocos familiares que nunca habían salido del país fueron abatidos en la invasión del 2003 y su hermana y su tía le habían comunicado en una carta que ya no lo consideraban como su familiar; porque según ellas se había convertido en un terrorista peligroso en contra de la civilización y la cordura. Así transcurrieron las semanas y los meses, pero el dolor y la desolación no abandonaban sus cómodos lugares en lo más profundo de Ahmed. Sólo el Islam acompañaba sus noches de soledad y melancolía.

Todo cambió una mañana cuando recibió una llamada de un hombre que había conocido en la cárcel. Este lo invitaba a tomar un té y quería hablarle para proponerle un negocio. Cuando se vieron, ese hombre aguerrido y callado le confesó que desde que había salido de la cárcel venían siguiéndolo. Que sabían cada uno de sus movimientos, tenían interceptadas sus comunicaciones y que estaban interesados en él. Que era un buen musulmán y que debía continuar lo que había emprendió: la Guerra Santa. Ahmed, repentinamente, se sintió perturbado y vulnerable. Preguntó por la identidad de “nosotros”. Miró a los ojos a su interlocutor y le cuestionó si lo estaba amenazando. El hombre con una tranquilidad estudiada le dijo que sólo eran amigos, que nadie le iba a hacer daño, que nada más querían contar con él para defender a su pueblo, su tierra y su fe. Lo tranquilizó y le dijo que confiara en ellos. Ahmed entre intrigado y asustado, entre cauteloso y movido repentinamente por un afán de venganza, aceptó.

Esa misma noche canceló lo adeudado en la habitación en la que vivía, escribió una nota de renuncia a su trabajo, tomó sus exiguas pertenencias y se montó en una camioneta de la Organización. Le taparon la cabeza con una bolsa de tela negra y lo recostaron en la parte de atrás del vehículo. Ahmed tenía miedo, pero a la vez la adrenalina lo desbordaba, sentía que por fin tendría una posibilidad de devolver un golpe a quién tanto daño le había hecho. Sólo después de algunas horas llegaron a su destino. Aquel era un campamente camuflado en las montañas del norte del país. Allí le quitaron la venda y lo recibieron con una fraternidad que hacía mucho tiempo no sentía. Le comentaron que iniciaría un proceso de entrenamiento en diferentes áreas para hacer de él un guerrero santo. Él aceptó todo lo que le dijeron sin chistar. Algo dentro de sí, que no podría identificar, lo empujaba a unirse a esa causa a cualquier costo.

Ahmed no tuvo que hacer muchos esfuerzos para convencerse de lo estaba emprendiendo. Al siguiente día de su llegada comenzó una terapia de lavado de cerebro que buscaba hacer de él una máquina perfecta de matar; al mismo tiempo plenamente obediente e identificada con los lineamientos de la Organización. El muchacho se entregó en cuerpo y alma en el  trabajo por los objetivos de la Hermandad. Agradecido porque le habían devuelto un sentido a su vida. Un norte que había sido destruido y robado por el Gran Satán; por Estados Unidos y sus lacayos. Por Occidente.

Pasó el tiempo, y ya Ahmed había sido fuertemente entrenado para el combate cuerpo a cuerpo, era hábil en la manipulación de explosivos, tenía una especial aptitud para el uso de armas de fuego de largo y corto alcance, había recibido un sólido adoctrinamiento religioso e ideológico y había sido adiestrado para la resistencia ante torturas e interrogatorios extensos. Después de algunos años ya era más que un discípulo y le encargaban pequeñas misiones especializadas; como asesinatos selectivos e  instalaciones de bombas; para ser activadas a larga distancia. Pero sobretodo le encargaban tareas de reclutamiento en todo el Medio Oriente. La Organización elegía cuidadosamente a los posibles reclutas, gente con suficientes razones para hacer cualquier cosa, que no tenían nada que perder. Los seguía durante meses, los estudiaban, los descartaba si no eran aptos y en el momento preciso se acercaba sólo a aquellos que consideraba que tenían verdadero potencial. Ahmed había aprendido, gracias a la experiencia, que si se negaban o se mostraban demasiado indecisos ante la propuesta de pertenecer a la Hermandad eran eliminados ni bien salir del punto de encuentro. Una pequeña limpieza necesaria para asegurar el éxito de la Yihad. La Organización se caracterizaba por ser prolija e imperceptible, y  para lograr esto no era posible dejar cabos sueltos.

Para ese punto de su vida Ahmed sentía que ya estaba preparado para abordar algo grande, tal vez una misión que tuviese un impacto poderoso sobre sus enemigos. Por fortuna para él esa anhelada tarea no se dio a esperar por mucho tiempo. Desde arriba le llegó una orden para trasladarse a un cruce de caminos cerca de la ciudad jordana de Zarqa. Ahmed estuvo allí  el día correcto y a la hora indicada. Fue recogido por una camioneta negra blindada. Subió a ella y fue enfundado en la tradicional bolsa de tela negra. Pasaron más de diez horas hasta que hubo llegado a una edificación abandonada en medio del desierto. Allí fue recibido como siempre, con amabilidad y una cortesía fina; inmediatamente se sintió como en casa.

Pronto se reunió con otros mártires que habían llegado antes que él. Ahmed se enteró de inmediato que su gran día había llegado y que más pronto que tarde estaría en el Paraíso que Alá había reservado para los valientes que morían por Él. En ese instante, en un momento de descuido ideológico, recordó una idea absurda que había leído en una página web unos años atrás. Un “investigador” alemán que había escrito un libro en contra del Corán bajo el seudónimo de Christoph Luxenberg. En dicho manifiesto blasfemo decía sin ningún pudor que el Corán había sido malinterpretado y traducido mal por siglos. Decía aquel infiel que en el pasaje del Sagrado Libro donde se hace referencia a las vírgenes que serán entregadas a los mártires en el Paraíso, se debía cambiar la palabra “vírgenes” por “racimo de uvas” basado en la que para él era la traducción correcta del término. Por supuesto, esa era una idea herética y mentirosa. Ahmed rápidamente apartó ese concepto estúpido  e irracional de su mente y se enfocó en el servicio que debía prestar a la causa de Alá.

Tan pronto como estuvieron reunidos todos los escogidos, les fue revelado el plan de acción. Transportarían en su interior, con la ayuda de una pequeña intervención quirúrgica, una bomba de relojería hecha exclusivamente con derivados plásticos y fibra de vidrio. El explosivo que se usaría era indetectable para los sabuesos de los aeropuertos.  Además, se trataba de una precisa máquina que no tendría ningún elemento metálico que pudiese ser descubierto en los detectores de las terminales aéreas.

Por otro lado, según la estrategia expuesta, para evitar un posible paso por el escáner abdominal y eliminar sospechas se había escogido solamente mártires que tuviesen nacionalidad de algún país de Occidente. Fue allí que Ahmed se dio cuenta que en el grupo había siete hermanos americanos, tres italianos, cuatro británicos, ocho franceses, dos canadienses, tres alemanes, un sueco, un húngaro y él; un español. Se esperaba hacer la cirugía, con la consecuente instalación del dispositivo explosivo, sólo unas horas antes del abordaje a un aeroplano con destino a diferentes ciudades de Norteamérica y Europa. Desde múltiples lugares del mundo, con el fin mostrarle a Occidente que estaban en todas partes; que no había seguridad en ningún lugar del planeta. Para que el plan funcionara como estaba previsto el mecanismo de cada bomba sería programado para que estallara en el aire, todas al mismo tiempo, derribando el avión en el que se transportaba al mártir.

La instalación de los dispositivos en los huéspedes se haría en la ciudad de salida de cada vuelo, a través de equipos que ya estaban preparados en cada una de esas zonas. Para Ahmed fue curioso saber que dentro de los mártires había siete mujeres que serían cargadas con una mayor cantidad de explosivos; ya que tendrían más espacio una vez les hubiesen sido extraídos el útero y los ovarios. No había mucho más que decir, sólo que se utilizaría una bomba extremadamente potente para que con una pequeña cantidad de la misma, se produjese una explosión capaz de romper el fuselaje del avión.

El ataque se había programado para exactamente siete días después de esta reunión y en el siguiente día se hizo una evaluación de cada uno de los futuros mártires para determinar si podrían cumplir a cabalidad con la misión. Todos pasaron las pruebas a excepción de dos personas; un hermano americano nacido en Wisconsin y un cairota con pasaporte italiano. El día indicado, en pequeños grupos, fueron enviados a las diferentes ciudades del mundo; donde serían recibidos por discretos contingentes de efectivos de la Organización que los llevarían al lugar preparación. Fue así que desde Amman salieron diferentes vuelos con hatajos hombres y mujeres con destino a Tokio, Sao Paulo, Bogotá, Nueva York, San Francisco, Milán, París, Londres y Madrid. Esta última ciudad era el destino de Ahmed.

De vuelta en el presente, Ahmed intentaba acomodarse como podía en la silla de clase económica. Al lado de la ventana dormía a un español bajito, enjuto; que roncaba como si de una animal grande se tratase. Del lado del pasillo se hallaba una adolescente japonesa que se entretenía con la pequeña pantalla que estaba en frente de su asiento. Una azafata, una madura mujer española de pelo rubio y ojos azules como el cielo sin nubes, se dirigió al mártir. Le preguntó si deseaba algo y él intentando mostrar la mayor naturalidad posible pidió un vaso con agua. La mujer con una sonrisa amplia se lo ofreció y se ocupó de la chica asiática que ordenó una botella de Coca Cola. Cuando la mujer se movió a las sillas del frente, Ahmed tragó con dificultad solo un poco de agua mientras miraba de reojo a la chica a su mano derecha. Kai, como la llamaban sus padres que estaban justo detrás de ellos, no paraba de pensar y repensar un Sudoku incluido en los elementos de entretención de la aerolínea.

Ahmed miró hacia adelante, intentando no pensar y no respirar demasiado profundo. El vientre le dolía cada vez más y la cabeza le empezaba a dar vueltas. Sentía una presión inesperada sobre la zona de la espalda donde se encuentran los riñones. Miró su reloj de mano. Faltaban solamente 12 minutos para que el dispositivo se activara y él estuviera en el Paraíso de Alá.

Sin darse cuenta de que lo admitía, admitió que lo que lo ponía mal no era el peso de la bomba sobre sus entrañas o el miedo a ser descubierto y no poder cumplir su misión. Lo que lo turbaba al punto de no poder respirar normalmente era pensar en la gente que tenía al lado. Había niños a bordo, familias enteras que buscaban unas vacaciones en la capital de Alemania. A su lado estaba Kai que jugaba inocentemente sin saber que pronto volaría en pedazos. Estaba el español de la ventana que había dejado caer sin querer de su billetera, antes de despegar, la foto de un bebé tan enjuto y seco como él; seguramente se trataba de su hijo. Pensó en cada uno de los 164 pasajeros que dormían, leían, comían o miraban una película; sin saber que morirían en algunos minutos. La guerra era contra ellos; el objetivo de la guerra era el Gran Satán. Del que ellos eran lacayos y abnegados sirvientes. Eran infieles, personas cuya vida era menos que la de los santos. Ellos eran los ojos y las manos del mal. De la malignidad que había destruido su familia, que había pisoteado a su pueblo, que le había arrebatado la dignidad.

De repente, una mujer alta, de piel blanca y de pelo rojizo, maquillada con colores fuertes y  gruesos labios rojos pasó junto a Kai. La chica ni siquiera la percibió, pero Ahmed la vio directamente a la cara. La mujer estaba acicalada de negro, con un vestido ceñido a un cuerpo delgado y largo. Portaba un sombrero negro de ala ancha, coronado con plumas exóticas del mismo color. Sus manos largas y delgadas se enfundaban en sendos guantes de seda. Su mirada, de un verde turquesa, se encontró directamente con la suya. Era una mirada profunda, arcana, insondable. Una mirada sin prisa, pero sin pausa. Tranquila y abrumadora. Era la mirada de la Muerte que se había detenido en los ojos oscuros de Ahmed unos minutos antes de que alcanzara el Paraíso.

De inmediato Ahmed se quedó paralizado, absorto, inmóvil. Petrificado, pero no de terror. Petrificado de impotencia. No había nada que pudiese hacer, nada! Se sintió como antes de entrar en la Organización; vulnerable, estático, sin esperanza. ¿Qué le pasaba? ¿Aquello era real? ¿O sólo era una jugada de su mente? Cerró y abrió los ojos, pero la mujer estaba ahí mirándolo directo a la cara. Una figura sin sombra, porque ella era la Sombra misma. La mujer le ofreció una pequeña sonrisa, luego siguió su camino hacia la parte trasera del avión.

Ahmed no salía de su asombro, de su estupor, del mutismo de saberse al borde de la muerte y de no saber si su defunción valdría la pena. Sin saber si su sacrificio tenía un sentido, una razón más allá de la venganza, del profundo abismo de muchos dolores mal curados. Los años de adoctrinamiento ideológico se fueron al traste. Las horas de ser machacado una y otra vez, recordando todo lo que el enemigo le había hecho a él, a su familia, a su pueblo se resquebrajaron en un segundo. Se hallaba como una “tabula rasa”: en blanco, sin ideas, sin grandes causas por las cuales luchar; se había quedado sin nada.

Cerró fuertemente los ojos, no quería volverlos a abrir nunca más. No quería hacerse responsable de lo que estaba pasando, de lo que sucedería. No había sido él, había sido el Gran Satán que lo había obligado; que lo había dejado sin opciones. Que le había llenado las manos con nada más que venganza y odio. ¿Todavía podría hacer algo? ¿Podría evitar la catástrofe? Un sudor frío empezó a brotar sin control por los poros de su frente y de sus manos de puños cerrados. Ahmed empezó a temblar ligeramente. Kai no se dio cuenta de nada, porque estaba demasiado absorta en ver una película de temporada en la pequeña pantalla en frente de su silla.

Por su parte, el Don español abrió los ojos. Vio a ese hombre joven y delgado temblando, con los labios apretados, los ojos cerrados como huyendo de una cruel visión y apretando los puños tanto que corría el riesgo de enterrarse las uñas en la palma de las manos. Sin embargo, ese no era su problema. Él estaba cansado y, desde que no se metiera con él, le tenía sin cuidado lo que hiciera o pasara con aquel hombre.

Ahmed tensionó todo su cuerpo. Quería dejar de existir antes de morir. No quería tener en sus manos la sangre de tantas personas. De familias como la que tuvo una vez. No podía, simplemente no podía!. De repente, sintió que alguien lo miraba. Pensó que era aquella mujer de negro y no pudo resistirse a abrir los ojos. Por el contrario a lo que pensaba se trataba de una mujer con hiyab –el velo islámico-. Le fue evidente que por su manera de vestir era musulmana. No era ni joven ni vieja. Tenía una cara límpida, sin maquillaje y de una piel suave y lozana. Unos ojos almendrados y del color de la aceituna lo miraban, mientras se dibujaba una sonrisa dulce en su rostro. Esa expresión le recordó a su madre antes de que todo se fuera por la borda. Una impresión que le rompió el corazón. Estaba claro que mataría inocentes, sería tan culpable y tan asesino como aquellos que saquearon, asesinaron y destruyeron su amada tierra. Ya no podía hacer nada, no había tiempo, no había marcha atrás, no había remedio.

Recordó aquel asunto de la recompensa del  puñado de uvas en el Paraíso. Obviamente se trataba de una interpretación absurda del Corán, por parte de un infiel. Pero, y si ¿era cierto? ¿Qué recibiría de parte de Alá?  ¿72 vírgenes? ¿Un racimo de uvas? ¿El Infierno? ¿El desprecio eterno? ¿Cómo premiaría Alá aquellos que hacían lo mismo que él, matar inocentes, pero del otro bando? ¿También los llevaría al Paraíso por hacer lo que hacen en nombre de su fe, de la libertad y la democracia?

Sin aviso su mente le trajo todos los recuerdos de su estancia en España. Rememoró a tanta gente que se había mostrado compasiva, amorosa, abierta con él; un pobre huérfano extranjero en una tierra lejana. Como en la cinta de una película resonaron sus años en aquel país; en Occidente.  Vinieron a su mente todos los bastardos que le recordaban al perpetrador yanqui, pero también los miles de personas buenas cuya sonrisa no traía otra cosa más que luz. Justo como aquella correligionaria que en ese momento se ponía de pie para ver que le pasaba a aquel hombre flaco, ojeroso y seco como un arbusto en el desierto.

Ahmed Valbuena, ese era el apellido de su abuelo -un converso español que llegó a Irak en los años 50-, no podía contener la andanada de imágenes que inundaban su cabeza. Fruncía los dientes unos contra otros casi hasta romperlos, respiraba con dificultad y sentía pequeños espasmos que lo recorrían de arriba abajo. Sudaba profusamente y apretaba tanto los apoya brazos de su silla que Kai se dio cuenta que algo no andaba bien con el hombre a su lado. Ya no podía escapar, no podía salvar a nadie, no podía dejar de matar, su destino estaba sellado.

La mujer de mirada compasiva y de voz dulce se acercó y tocó con cuidado el hombro de Ahmed. Con una cálida sonrisa le preguntó, en un inglés fluido, si le pasaba algo; si le podría ayudar. Kai vio aquella escena con asombro y con una corazonada que algo andaba terriblemente mal.

Al sentir el toque, la voz, el aroma suave a rosas que expedía aquella mujer Ahmed se tensionó todavía más, pero sólo por un instante. No quería ver de nuevo esos ojos luminosos que indefectiblemente dejaría sin vida, no quería hacerse responsable. Se repetía una y otra vez que no podía. La mujer viendo la reacción  insistió, realmente preocupada por aquel pasajero de avión. Tal vez estaba enfermo, tal vez le tenía pánico a volar. Como un último acto de valentía, y haciendo acopio de toda la fuerza que le quedaba, el hombre abrió lentamente los ojos. Eran unos ojos llenos de dolor, de tristeza, de espanto, de muerte. Con voz tenue le pidió perdón a la mujer por lo que iba a suceder. Ésta sin entender lo que pasaba, quiso insistir en la pregunta de si se hallaba bien. Pero no pudo. En ese preciso instante Ahmed y todos a su alrededor estallaron en mil pedazos. En el resto del avión no hubo demasiado tiempo. Nadie alcanzó a despedirse, nadie pudo hacer nada. Sencillamente el aeroplano estalló y se rompió en varios pedazos. Todo se precipitó al vacío. No quedaba nada. Sólo metal retorcido, sillas gruesas hechas girones y cuerpos inertes entre la frontera de Francia y Alemania.


En ese preciso momento 27 aviones más estallaron en el aire en distintas partes del globo. Todo había transcurrido de acuerdo al plan, todo había marchado con una precisión milimétrica. Ese era el mensaje; la Hermandad era una red en extremo precisa, despiadada y aterradoramente implacable.

Cuento escrito por David Turriago