Hoy me levanté temprano. Buscando
quitarme el sabor ácido de una noche de pesadillas, característica cotidiana de
mis sueños, y me puse a surfear en la red. Encontré contenidos resonantes y
cadenciosos; de aquellos de los que después de haber sido consumidos solamente queda una sensación de júbilo por
haber visto algo divertido, eso sí acompañada por el sentimiento de haber
perdido el tiempo.
Uno de estos elementos de
entretenimiento popular me recordó un sueño muy viejo, tal vez de hace unos
doce o trece años atrás. Para poner en contexto aquella ensoñación, debo decir
que en aquel entonces aún no había cumplido los veinte años. Estaba comenzando
una carrera nueva en la universidad. Me sentía desprotegido, desvalido,
anulado, sin sentido. Estaba saliendo lentamente de una difícil situación
familiar y amorosa; a fuerza de los nuevos compromisos adquiridos en el campus
universitario y de la socialización con nuevas personas.
El sueño en cuestión se desarrollaba en la mortal Siberia. Un invierno crudo, extremadamente crudo, se cernía sobre
los paisajes quietos de la estepa. Yo en aquel mundo congelado era un enorme
tigre siberiano. Majestuoso, bello, potente pero herido profundamente en un
costado. Estaba echado en la nieve, agazapado entre algunos árboles en una
ligera colina, lamiéndome el corte supurante e intentando olvidar el dolor
asfixiante.
Debido al invierno cruel, los rebaños
de herbívoros se movían hacia el sur. A lo lejos, en el valle, veía el que tal
vez era el último grupo de potenciales presas que circulaban en esos parajes blanquecinos
y helados. Estaban siendo asediados por una manada de lobos. Esas malditas
bestias pequeñas, cobardes e huidizas. Pero mortales en grupo, una máquina
perfecta de agotar, desgarrar y asesinar. Mientras tanto, yo estaba
completamente solo. Era evidente que se comerían a tantas presas como pudieran
y que ahuyentarían a las que quedaran. Y es que además del dolor y la
dificultad para respirar se sumaba el hambre; no había podido comer en días, en
ese estado no tenía muchas chances de cazar.
Tenía dos opciones. La primera
era levantarme y seguir contra todo pronóstico al rebaño. Cazando al más viejo
o al más débil para sobrevivir algunos días más; acechando a los herbívoros en su
viaje hacia las mejores pasturas para
así aferrarme a la única oportunidad de sobrevivir. Por supuesto, si esta era
mi elección potencialmente me enfrentaría a la manada de lobos. Si este evento
tenía lugar, debería hacer acopio de toda mi fuerza, velocidad y violencia, y
como fiera herida matar o morir. Si no tuviera éxito en el combate, y mi tiempo se terminara,
me llevaría a dos o tres cánidos conmigo; me acompañarían a mi tumba gélida.
La otra posibilidad era quedarme
allí, echado en la nieve. Esperando que el hambre, el dolor, el frío y la
asfixia se instalaran en cada una de mis células. Sólo debía esperar a que la
baja temperatura adormeciera mis sentidos, mis reacciones, mis funciones
cerebrales. A que la inanición me dejara sin arrestos, sin energía, sin poder
existencial. Tal vez otra manada de lobos me encontraría en tan penosa
situación y acabaría conmigo, un tigre siberiano impotente, para saciar sus estómagos
con carne fácil y sus gargantas con sangre caliente.
La nieve continuaba cayendo sobre
mi pelaje naranja. Una expresión de ternura se dibujaba en mi rostro y como un
gatito que descansa empezaba a lamerme una de mis patas delanteras. Después la
oscuridad; el sueño terminó. Lo que puedo decir es que aquella vez decidí moverme.
No en dirección de aquel rebaño en particular, sino que vagando por la vida
como nube en el cielo encontré un santuario con presas suficientes y un clima
más cálido; dónde logré recuperarme.
Años más tarde, me encontraría
en una situación parecida. En aquella oportunidad no tuve la fuerza para
moverme un ápice y como lo anticipó mi instinto felino fui rodeado por una
manada de lobos. Allí, sobre la nieve de ese invierno sin memoria, decidí
rendirme como víctima propiciatoria a aquella manada de bocas hambrientas, de
dientes de hierro, de pechos sin corazón, de ojos de lava volcánica. Pero cuando sentí
en mi carne el castigo de las primeras dentelladas, algo dentro de mí se
despertó – tal vez el recuerdo de una cría que necesitaba a su padre – y la
fiera renació. Luché con cada resto de mí ser y vencí; los lobos que no se
dieron a la huida cayeron degollados, con las vértebras cervicales rotas,
con los flancos destrozados, abatidos por la fuerza de una bestia acorralada.
Por eso puede decir que aquí estoy, vivo y tal vez un
poco más sabio que antes. Consciente que la vida depende de cada decisión
particular, pequeña o grande, que tomamos. Además que la experiencia vital
tiene sus fases, como las estaciones en la Tierra, con sus placeres y
desdichas. Con la evidencia de que todo cambia, pero que al mismo tiempo todo vuelve con otra forma; cíclicamente. Tal
vez ese vídeo intrascendente, que vi esta mañana, sea un recordatorio que
me da la Vida. Tal vez me alerta que en estos tiempos de climas más clementes debo
fortalecerme para el próximo invierno que sin duda llegará.