Las mejores épocas de nuestras vidas son aquellas en las que acopiamos el suficiente valor como para rebautizar nuestra maldad como lo mejor que hay en nosotros"

Friedrich Nietzsche

lunes, 23 de junio de 2014

El Invierno y el Tigre

Hoy me levanté temprano. Buscando quitarme el sabor ácido de una noche de pesadillas, característica cotidiana de mis sueños, y me puse a surfear en la red. Encontré contenidos resonantes y cadenciosos; de aquellos de los que después de haber sido consumidos solamente queda una sensación de júbilo por haber visto algo divertido, eso sí acompañada por el sentimiento de haber perdido el tiempo.

Uno de estos elementos de entretenimiento popular me recordó un sueño muy viejo, tal vez de hace unos doce o trece años atrás. Para poner en contexto aquella ensoñación, debo decir que en aquel entonces aún no había cumplido los veinte años. Estaba comenzando una carrera nueva en la universidad. Me sentía desprotegido, desvalido, anulado, sin sentido. Estaba saliendo lentamente de una difícil situación familiar y amorosa; a fuerza de los nuevos compromisos adquiridos en el campus universitario y de la socialización con nuevas personas.

El sueño en cuestión se desarrollaba en la mortal Siberia. Un invierno crudo, extremadamente crudo, se cernía sobre los paisajes quietos de la estepa. Yo en aquel mundo congelado era un enorme tigre siberiano. Majestuoso, bello, potente pero herido profundamente en un costado. Estaba echado en la nieve, agazapado entre algunos árboles en una ligera colina, lamiéndome el corte supurante e intentando olvidar el dolor asfixiante.

Debido al invierno cruel, los rebaños de herbívoros se movían hacia el sur. A lo lejos, en el valle, veía el que tal vez era el último grupo de potenciales presas que circulaban en esos parajes blanquecinos y helados. Estaban siendo asediados por una manada de lobos. Esas malditas bestias pequeñas, cobardes e huidizas. Pero mortales en grupo, una máquina perfecta de agotar, desgarrar y asesinar. Mientras tanto, yo estaba completamente solo. Era evidente que se comerían a tantas presas como pudieran y que ahuyentarían a las que quedaran. Y es que además del dolor y la dificultad para respirar se sumaba el hambre; no había podido comer en días, en ese estado no tenía muchas chances de cazar.

Tenía dos opciones. La primera era levantarme y seguir contra todo pronóstico al rebaño. Cazando al más viejo o al más débil para sobrevivir algunos días más; acechando a los herbívoros en su viaje hacia las mejores pasturas para así aferrarme a la única oportunidad de sobrevivir. Por supuesto, si esta era mi elección potencialmente me enfrentaría a la manada de lobos. Si este evento tenía lugar, debería hacer acopio de toda mi fuerza, velocidad y violencia, y como fiera herida matar o morir. Si no tuviera éxito en el combate, y mi tiempo se terminara, me llevaría a dos o tres cánidos conmigo; me acompañarían a mi tumba gélida.  

La otra posibilidad era quedarme allí, echado en la nieve. Esperando que el hambre, el dolor, el frío y la asfixia se instalaran en cada una de mis células. Sólo debía esperar a que la baja temperatura adormeciera mis sentidos, mis reacciones, mis funciones cerebrales. A que la inanición me dejara sin arrestos, sin energía, sin poder existencial. Tal vez otra manada de lobos me encontraría en tan penosa situación y acabaría conmigo, un tigre siberiano impotente, para saciar sus estómagos con carne fácil y sus gargantas con sangre caliente.

La nieve continuaba cayendo sobre mi pelaje naranja. Una expresión de ternura se dibujaba en mi rostro y como un gatito que descansa empezaba a lamerme una de mis patas delanteras. Después la oscuridad; el sueño terminó. Lo que puedo decir es que aquella vez decidí moverme. No en dirección de aquel rebaño en particular, sino que vagando por la vida como nube en el cielo encontré un santuario con presas suficientes y un clima más cálido; dónde logré recuperarme.

Años más tarde, me encontraría en una situación parecida. En aquella oportunidad no tuve la fuerza para moverme un ápice y como lo anticipó mi instinto felino fui rodeado por una manada de lobos. Allí, sobre la nieve de ese invierno sin memoria, decidí rendirme como víctima propiciatoria a aquella manada de bocas hambrientas, de dientes de hierro, de pechos sin corazón,  de ojos de lava volcánica. Pero cuando sentí en mi carne el castigo de las primeras dentelladas, algo dentro de mí se despertó – tal vez el recuerdo de una cría que necesitaba a su padre – y la fiera renació. Luché con cada resto de mí ser y vencí; los lobos que no se dieron a la huida cayeron degollados, con las vértebras cervicales rotas, con los flancos destrozados, abatidos por la fuerza de una bestia acorralada.

Por eso puede decir que aquí estoy, vivo y tal vez un poco más sabio que antes. Consciente que la vida depende de cada decisión particular, pequeña o grande, que tomamos. Además que la experiencia vital tiene sus fases, como las estaciones en la Tierra, con sus placeres y desdichas. Con la evidencia de que todo cambia, pero que al mismo tiempo todo vuelve con otra forma; cíclicamente. Tal vez ese vídeo intrascendente, que vi esta mañana, sea un recordatorio que me da la Vida. Tal vez me alerta que en estos tiempos de climas más clementes debo fortalecerme para el próximo invierno que sin duda llegará.

jueves, 19 de junio de 2014

Si la Vida te da Limones, haz Limonada!

Lejos de querer dar cátedra con dichos de abuelos o de buscar emular a los más grandes autores de la autoayuda, escribo estas líneas como una especie de bitácora de lo difícil que es poner esta consigna en práctica. Estoy, en este momento de mi vida, en una posición compleja por no decir desesperada. Me encuentro en una encerrona que pasa por varios aspectos, desde la lo puramente existencial a lo francamente económico, que me pone en una encrucijada no tan sencilla de resolver.

Para comenzar, debo decir que ninguno de estos elementos estresores constituye en sí una tragedia; pero que su peso combinado requiere de fuerza de voluntad - mucha fuerza de voluntad!-, lo que se traduce en el acto cotidiano de mantenerse a flote guardando la esperanza de poder hacer pie en algún momento.

Sobra decir, usando otro dicho de dominio popular, que ''la esperanza es lo último que se pierde''. Pero a veces se pone juguetona y se refunde por ahí; sin dejar razón  de dónde se ha largado. Para reaparecer luego, como si nada, huidiza y triunfante después de sus periplos repentinos por caminos desconocidos.

Es esa fe en que todo va a ser mejor en un futuro, porque de momento las cosas no tienen buen color, la que me recuerda vagamente al viejo del ‘’Viejo y el Mar’’ de Ernest Hemingway. Trae a mi memoria también que en un pasado no tan lejano, como el viejo, me embarqué en una travesía demencial durante siete años: con iguales resultados. Es decir, que de dicho trayecto marcado por el infortunio sólo quedó una osamenta sin valor, que únicamente sirvió para hacer más dramática la remembranza de aquella empresa sin porvenir.

Del mismo modo, igual que para el viejo, la esperanza fue el sustento de los más extraordinarios sueños y las más febriles ilusiones. Lo que cuenta es que la esperanza de aquel tiempo se encontraba en un hecho definitivo y que adquiría tonos de ‘’salvación’’, del mismo modo que ven los cristianos el misterio de la crucifixión y resurrección, evocando leyendas míticas de la obtención del Paraíso.

Por su parte, la esperanza de ahora es más difusa y más centrada en la consecución de pequeños actos, de salvación si se quiere, que sumados den como resultado una mayor sensación de bienestar y completitud. Viéndolo así, la cosa no pinta tan inalcanzable como antes. Pero eso sí, requiere de más sentido práctico, paciencia y perseverancia.

Ahora bien, cortando un poco el discurso, hablaré de energías!. Quiero tocar el tema inspirado en un afán pragmático. En consecuencia a que en este tiempo ha habido una circunstancia que ha captado mi atención más incisivamente que las demás situaciones. El problema es bien fácil de ilustrar: necesito, a veces con desesperación, de una energía que no puedo hallar en mi interior.

Para dar un poco de contexto, y a la vez seducido por un concupiscente deseo exhibicionista, voy a relatar en líneas gruesas mi historia con esa fuerza o energía. En un principio la desee y la odie, en iguales proporciones, por su encanto sin medida y por la imposibilidad práctica – gracias a trabas autoimpuestas pero dificilísimas de sortear, además de pueriles y ridículas – de ‘’poseerla’’ o mejor nutrirme de ella.

De hecho, cuando vi a varios de mis amigos sucumbir idiotamente ante sus artimañas de seducción juré, con una mano puesta en la Biblia y obviamente por la Patria, que jamás me encontraría en una situación semejante. Lo que no sabía, cuándo hice aquellos juramentos ingenuos, es que diez años después estaría al borde la muerte – literalmente, no exagero – intoxicado por el veneno de su encanto y su desencuentro.

Pero la Vida ha sido buena conmigo y para mi fortuna, después de salir de tan penosa situación me sentí un hombre nuevo y con la luz de un nuevo nacimiento decidí darle el lugar que se merecía aquella energía y relegarla al olvido.
No obstante, el problema radica en que después de algunos años el deseo de imbuirme en aquella fuerza ha vuelto con violencia, como un viejo amor nunca olvidado, después de que tenía la vida completamente resuelta. Poniéndome  de nuevo en un aprieto y dejando por el momento nada más que una sensación de impotencia y frustración.

Para concluir, debo aceptar que me veo forzado a hacer algo para procurar su encuentro. Tarea que por cierto, nunca ha sido fácil en las tres décadas que llevo de vida sobre la Tierra. O lo que es lo mismo que en palabras populares también: ‘’otra pata que le sale al gato’’. Dichas y desdichas que surgen, espontáneas, en medio de esta cosecha de limones, dónde lo único que puedo hacer es limonada.

Dos Perros Negros y Una Revelación

Hace un par de semanas tuve un sueño largo y revelador. Relataré aquí solamente la parte más importante del mismo: tenía yo una habitación en un edificio en el sector más antiguo y uno de los más inseguros de mi ciudad. Precisamente por esa inseguridad, tiempo antes, había abandonado aquel lugar moviéndome a otras locaciones más calmas y sosegadas.

Después de un buen tiempo, decidí regresar para saber cuál había sido el destino de mi refugio anterior. Al entrar al barrio, descubrí que felizmente ya no había ladrones en las calles y que las mismas estaban bien custodiadas y limpias. Al acceder al edificio, encontré también que los vecinos habían cambiado. Ya no eran personas escurridizas y sospechosas. Habían sido reemplazadas por artistas, intelectuales, profesores y estudiantes. Que giro tan agradable había tenido aquel lugar!

Finalmente, cuando entré a mi antiguo espacio – que por cierto se caracterizaba por una sencillez espartana- me percaté de dos cosas muy curiosas. Primero, el ámbito estaba limpio y bien mantenido. En segundo lugar, había dos perros negros enormes dentro. Cuando crucé el umbral, los canes se pusieron en guardia gruñendo con fiereza. Tributando febrilmente al mítico Cancerbero.

Yo, al mismo tiempo, imbuido en un instinto de supervivencia, que sólo se siente en las situaciones de verdadero peligro, tomé un bate al alcance de la mano y le di rienda suelta al Espalda Plateada que llevo dentro. Cómo es lógico, parecía más un gorila en celo que un ser humano; haciendo toda clase de gestos, modulaciones y poses de intimidación. De esta manera, logré mantener a las fieras a raya. Sin embargo, las cosas a cada instante se subían de tono alcanzando un peligroso empate entre los exaltados cuadrúpedos y el salvaje homínido.

De repente, una voz de mujer – voz que sonaba más vieja que el tiempo – me susurró al oído que la única manera de calmar a las bestias era dejar de demostrar agresión, miedo y rechazo. Poseído por aquella revelación mística obedecí; soltando el madero y bajando los brazos.

En el acto, los canes se calmaron y con un poco más de esfuerzo por controlar mis miedos me acerqué lentamente. Ya no eran las fieras de antes; logré acariciarlos en la cabeza. Su actitud sumisa y agradecida me sorprendió. Luego, me agaché y los consentí enérgicamente como si fueran mis propios perros. Su reacción – y la mía - fue la de relajarse mucho más, entregándose al reconocimiento y las caricias mutuas. Cuando los vi directamente a los ojos, estos se desvanecieron suavemente dejando sólo una sombra que entró sin resistencia a mi pecho.  

Fue allí cuando comprendí que aquellos perros eran un reflejo de mí mismo; de mis miedos y de aquellos rasgos de mí mismo que no quería aceptar. Entendí además, que para apaciguar su violencia debía acercarme a ellos pacíficamente; sin rechazo, sin prejuicios, sin agresión. Debía hacer esto sin importar que tanto miedo me diesen, debía detenerme a contemplarlos, a escucharlos, a sentirlos, a incorporarlos, a amarlos. Hasta que lograsen sublimarse y convertirse en parte de mi fuerza y se revelaran libremente como parte de mi ser; sin restricciones, sin justificaciones. Para que finalmente, al mirarme, lograse llegar a la perspectiva de aquel que ve con tranquilidad, placer y apertura de corazón un hermoso amanecer o un hermoso ocaso.