Las mejores épocas de nuestras vidas son aquellas en las que acopiamos el suficiente valor como para rebautizar nuestra maldad como lo mejor que hay en nosotros"

Friedrich Nietzsche

jueves, 19 de junio de 2014

Dos Perros Negros y Una Revelación

Hace un par de semanas tuve un sueño largo y revelador. Relataré aquí solamente la parte más importante del mismo: tenía yo una habitación en un edificio en el sector más antiguo y uno de los más inseguros de mi ciudad. Precisamente por esa inseguridad, tiempo antes, había abandonado aquel lugar moviéndome a otras locaciones más calmas y sosegadas.

Después de un buen tiempo, decidí regresar para saber cuál había sido el destino de mi refugio anterior. Al entrar al barrio, descubrí que felizmente ya no había ladrones en las calles y que las mismas estaban bien custodiadas y limpias. Al acceder al edificio, encontré también que los vecinos habían cambiado. Ya no eran personas escurridizas y sospechosas. Habían sido reemplazadas por artistas, intelectuales, profesores y estudiantes. Que giro tan agradable había tenido aquel lugar!

Finalmente, cuando entré a mi antiguo espacio – que por cierto se caracterizaba por una sencillez espartana- me percaté de dos cosas muy curiosas. Primero, el ámbito estaba limpio y bien mantenido. En segundo lugar, había dos perros negros enormes dentro. Cuando crucé el umbral, los canes se pusieron en guardia gruñendo con fiereza. Tributando febrilmente al mítico Cancerbero.

Yo, al mismo tiempo, imbuido en un instinto de supervivencia, que sólo se siente en las situaciones de verdadero peligro, tomé un bate al alcance de la mano y le di rienda suelta al Espalda Plateada que llevo dentro. Cómo es lógico, parecía más un gorila en celo que un ser humano; haciendo toda clase de gestos, modulaciones y poses de intimidación. De esta manera, logré mantener a las fieras a raya. Sin embargo, las cosas a cada instante se subían de tono alcanzando un peligroso empate entre los exaltados cuadrúpedos y el salvaje homínido.

De repente, una voz de mujer – voz que sonaba más vieja que el tiempo – me susurró al oído que la única manera de calmar a las bestias era dejar de demostrar agresión, miedo y rechazo. Poseído por aquella revelación mística obedecí; soltando el madero y bajando los brazos.

En el acto, los canes se calmaron y con un poco más de esfuerzo por controlar mis miedos me acerqué lentamente. Ya no eran las fieras de antes; logré acariciarlos en la cabeza. Su actitud sumisa y agradecida me sorprendió. Luego, me agaché y los consentí enérgicamente como si fueran mis propios perros. Su reacción – y la mía - fue la de relajarse mucho más, entregándose al reconocimiento y las caricias mutuas. Cuando los vi directamente a los ojos, estos se desvanecieron suavemente dejando sólo una sombra que entró sin resistencia a mi pecho.  

Fue allí cuando comprendí que aquellos perros eran un reflejo de mí mismo; de mis miedos y de aquellos rasgos de mí mismo que no quería aceptar. Entendí además, que para apaciguar su violencia debía acercarme a ellos pacíficamente; sin rechazo, sin prejuicios, sin agresión. Debía hacer esto sin importar que tanto miedo me diesen, debía detenerme a contemplarlos, a escucharlos, a sentirlos, a incorporarlos, a amarlos. Hasta que lograsen sublimarse y convertirse en parte de mi fuerza y se revelaran libremente como parte de mi ser; sin restricciones, sin justificaciones. Para que finalmente, al mirarme, lograse llegar a la perspectiva de aquel que ve con tranquilidad, placer y apertura de corazón un hermoso amanecer o un hermoso ocaso. 

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