Hace un par de semanas tuve un sueño
largo y revelador. Relataré aquí solamente la parte más importante del mismo:
tenía yo una habitación en un edificio en el sector más antiguo y uno de los
más inseguros de mi ciudad. Precisamente por esa inseguridad, tiempo antes,
había abandonado aquel lugar moviéndome a otras locaciones más calmas y
sosegadas.
Después de un buen tiempo, decidí
regresar para saber cuál había sido el destino de mi refugio anterior. Al
entrar al barrio, descubrí que felizmente ya no había ladrones en las calles y
que las mismas estaban bien custodiadas y limpias. Al acceder al edificio,
encontré también que los vecinos habían cambiado. Ya no eran personas
escurridizas y sospechosas. Habían sido reemplazadas por artistas,
intelectuales, profesores y estudiantes. Que giro tan agradable había tenido aquel lugar!
Finalmente, cuando entré a mi
antiguo espacio – que por cierto se caracterizaba por una sencillez espartana-
me percaté de dos cosas muy curiosas. Primero, el ámbito estaba limpio y bien
mantenido. En segundo lugar, había dos perros negros enormes dentro. Cuando
crucé el umbral, los canes se pusieron en guardia gruñendo con fiereza.
Tributando febrilmente al mítico Cancerbero.
Yo, al mismo tiempo, imbuido en
un instinto de supervivencia, que sólo se siente en las situaciones de verdadero
peligro, tomé un bate al alcance de la mano y le di rienda suelta al Espalda Plateada
que llevo dentro. Cómo es lógico, parecía más un gorila en celo que un ser
humano; haciendo toda clase de gestos, modulaciones y poses de intimidación. De
esta manera, logré mantener a las fieras a raya. Sin embargo, las cosas a cada
instante se subían de tono alcanzando un peligroso empate entre los exaltados cuadrúpedos
y el salvaje homínido.
De repente, una voz de mujer –
voz que sonaba más vieja que el tiempo – me susurró al oído que la única manera
de calmar a las bestias era dejar de demostrar agresión, miedo y rechazo.
Poseído por aquella revelación mística obedecí; soltando el madero y bajando
los brazos.
En el acto, los canes se calmaron
y con un poco más de esfuerzo por controlar mis miedos me acerqué lentamente.
Ya no eran las fieras de antes; logré acariciarlos en la cabeza. Su actitud
sumisa y agradecida me sorprendió. Luego, me agaché y los consentí enérgicamente
como si fueran mis propios perros. Su reacción – y la mía - fue la de relajarse mucho más, entregándose
al reconocimiento y las caricias mutuas. Cuando los vi directamente a los ojos, estos se desvanecieron suavemente dejando sólo una sombra que entró sin resistencia a
mi pecho.
Fue allí cuando comprendí que
aquellos perros eran un reflejo de mí mismo; de mis miedos y de aquellos rasgos de mí mismo que no quería aceptar. Entendí además, que para apaciguar su violencia debía acercarme
a ellos pacíficamente; sin rechazo, sin prejuicios, sin agresión. Debía hacer
esto sin importar que tanto miedo me diesen, debía detenerme a contemplarlos, a
escucharlos, a sentirlos, a incorporarlos, a amarlos. Hasta que lograsen
sublimarse y convertirse en parte de mi fuerza y se revelaran libremente como parte
de mi ser; sin restricciones, sin justificaciones. Para que finalmente, al
mirarme, lograse llegar a la perspectiva de aquel que ve con tranquilidad,
placer y apertura de corazón un hermoso amanecer o un hermoso ocaso.
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