Las mejores épocas de nuestras vidas son aquellas en las que acopiamos el suficiente valor como para rebautizar nuestra maldad como lo mejor que hay en nosotros"

Friedrich Nietzsche

lunes, 18 de enero de 2016

Cuento: Ella

Ella. Se hallaba en aquel lugar por la melancolía que se respiraba. Las luces tenues, la música nostálgica y la multitud de almas perdidas y solitarias que resonaban con su interior. Además, estaba allí porque se sentía cansada. Su trabajo era demasiado absorbente, en exceso demandante y algunas veces francamente difícil; doloroso. Muchas veces le pesaba lo que hacía; cuando todavía no era el tiempo. Por esta razón, quería tomarse un par de tragos, relajarse y olvidar un poco la rigidez que su profesión le exigía. En ese momento sonaba un bolero que le encantaba; “El día que me quieras” de Carlos Gardel. Un estupendo músico, recordó, curiosamente lo había conocido algún día a bordo de un avión.
Él. Era una de esas almas perdidas. Pocos meses atrás había muerto la amante esposa que le había entregado su vida, la mujer que fue todo para él. Quería beber e intentar olvidar, aunque sabía que tenía la batalla perdida; no tenía otra opción que sufrir su ausencia. “El día que me quieras”, con esa canción había logrado enamorar a Aurora casi cuarenta años atrás. Esa canción le traía tantos recuerdos! El dolor asfixiaba su pecho y hacia pesados sus párpados; quería cerrarlos, dormir y no volver a despertar.

A ella ese hombre mayor, de cabello cano, barriga episcopal e irremediablemente muerto de amor le llamó la atención. Sus ojos punzantes estudiaron cada gesto, cada grito inaudible, cada lágrima de ternura. Ella lo supo todo; tenía esa particular capacidad que casi nadie tiene. Era un hombre que estaba muriendo, desvaneciéndose lentamente bajo el implacable peso de una pena de amor. De la ausencia. Era un hombre que no tenía nada que perder, al que no le importaba nada y eso la cautivó. Había algo en él que le atraía poderosamente, su instinto de cazadora se activó. Debía acercarse a él.

La música cambió en aquel lugar, La Esquina del Tango se llamaba, una vieja casa quinta convertida en un punto de encuentro para la nostalgia, para la tristeza y la pasión. La casona se hallaba en medio del barrio Chapinero, uno de los más antiguos de Bogotá. “Yo no sé qué me han hecho tus ojos”, un tango maravilloso de Francisco Canaro, perfiló las primeras notas en el aire de aquel recinto ambientado con el humo de multitud de cigarrillos, voces roncas y quedas, y rostros largos que se habían quedado anclados en otro tiempo.

Ella no pudo contenerse. Se tomó un trago de golpe y se dirigió hacia aquel hombre con la determinación que la caracterizaba. Al estar frente a él le pidió que bailaran, lo hizo con voz tímida y rogando no recibir un rechazo.

Él no quería nada. No le interesaba alternar con nadie, sólo quería hundirse en su dolor. Menos le interesaba bailar un tango, porque el tango había sido una pasión compartida con su difunta esposa. Sin embargo, al ver a aquella mujer de rostro radiante, piel canela, ojos almendrados de color aceituna, cuerpo angelical, largo y aromático pelo negro y sonrisa luminosa no se pudo resistir. Pero no porque fuera mucho más joven que él o porque fuera indiscutiblemente bella. Sino por el embrujo de sus ojos, la sinuosidad de sus movimientos, la atracción ciega del Vacío. Se tomó un trago, se puso en pie y salieron a la pista.

Ambos estaban embelesados. Él no podía quitar sus ojos de los ojos de ella, estaba hipnotizado. Sintió que la amaba, que la deseaba con locura, que en ella encontraría lo que tanto anhelaba. Él quería sumergirse en sus ojos, fundirse en su ser. Estar cobijado bajo sus alas.

Ella se sentía un poco confusa, llevaba mucho tiempo sin sentir algo parecido. Mujeres y hombres le habían despertado cierta atracción; en esas ocasiones ella los seguía, los contemplaba en silencio en medio de sus tareas cotidianas, les daba un dulce beso mientras dormían, se presentaba ante ellos como una paloma, un susurro en el viento o como un niño jugando en la calle. Pero como eso nada! No sabía desde hace cuánto tiempo no había sentido algo así.

Entre tanto, los dos cuerpos, muy cerquita el uno del otro, se movían al unísono. Dos seres que se fundían en un abrazo cósmico. Por pura Ley de la Atracción los labios pronto se juntaron en un beso de pasión, de locura, añoranza, de necesidad ciega y febril. Mientras tanto el tango se deslizaba oscilando por ese mágico lugar:

“Yo no sé qué me han hecho tus ojos y al mirarme me matan de amor,
Yo no sé qué me han hecho tus labios, que al besar mis labios se olvida el dolor…”


Esos labios carnosos, frescos y rojos. El olor a rosas de su pelo. La sensación de esa piel suave y perfecta. La vibración de un corazón insondable. Él lo percibió todo y ese conjunto, esa mujer le hizo olvidar la pena inmensa que embargaba cada resquicio de su alma. Se sintió feliz de nuevo y quiso entregarse en cuerpo y alma a Ella; a la Santa que con un beso le había ofrecido la pasión de un amor tempestuoso, radical y profano. Todo lo que no había vivido con Aurora, todo lo que ahora sentía por Ella.

Ella, un poco prevenida. Un poco sorprendida. Quiso romper el abrazo. Pero no lo consiguió, cada partícula de su ser se fusionaba, vibraba, se deshacía para volver a construirse con algo de la esencia de aquel hombre. Era sólo un hombre, eso era cierto, pero ella había caído perdidamente enamorada. Las malas pasadas del amor, en ocasiones juegan incluso con la Muerte. Se burlan de ella y hacen presa de su carne trémula.

Fue entonces que Ella lo miró directamente a los ojos. Ya no se trataban de una mirada tímida de color oliva, era unos profundos ojos negros como el Abismo mismo. Un mándala de ascuas incandescentes se posó sobre su coronilla, una sonrisa amplia y sincera enmarcada en unos labios jugosos y negros le permitieron, a él, ver su verdadera naturaleza.

Él la apretó contra su pecho, mientras discurrían las últimas notas de ese tango serpenteante. Le susurró al oído que quería estar con Ella, que no lo dejará. Y si, el amor lo puede todo, incluso doblegar a la Muerte. Ella aceptó con una sonrisa de adolescente enamorada. Sus ojos no podían ocultar lo que sentía por él. Amor a primera vista dirían algunos!

Cuando se acabó la canción. Él volvió a su mesa, se tomó un trago y se quedó mirando al infinito; esperando que Ella viniese por él. Permaneció inmóvil, detenido en el tiempo. Nadie se dio cuenta de nada. Nadie percibió como él se alejaba de aquel lugar tomado de Su mano, abandonando aquel cuerpo para siempre. Se quedó con Ella, un Amor Eterno. La perpetúa y final dueña de su corazón.



Cuento: Magia Negra

Le gustaba tanto ese tipo, pero a la vez era tan inalcanzable! Cada vez que lo veía se sentía conmocionado, pero controlaba cada uno de sus músculos para no ser presa de ese estremecimiento. Cada vez que le daba la mano para saludar sentía que se sonrojaba, pero le ordenaba a su piel que no lo delatara frente a ese hombre. Cada vez que le golpeaba el hombro escuálido, después de haber dicho alguna broma socarrona sobre alguna mujer, se excitaba y quería que lo hiciera suyo ahí mismo.

Todo en él le fascinaba. Las manos grandes, largas y poderosas. La barba selváticamente poblada, medio rubia y completamente desordenada. La voz profunda y varonil, con la que vibraba cada uno de los átomos de su cuerpo. Esos hombros fuertes, ese cuello recio, esos brazos enormes por los cuales quería ser abrazado, aprisionado, sin ningún tener tipo de escapatoria. Ese pecho velludo y duro como roca. Esas piernas robustas como troncos de árboles. Esas nalgas firmes, como si de nevadas cumbres se tratase. Esos ojos oscuros como la noche que hacían trémula su carne, que victimizaban su alma con una sola mirada. Esa cara de hombre, que parecía de macho cabrío, y que solo mostraba la fuerza vital de un hombre en todo el sentido de la palabra.

Estaba loco. Perdidamente loco por algo de contacto.  Por una oportunidad de acercarse y sentir el  calor de su cuerpo contra su espalda. De sucumbir ante la posesión de un abrazo fuerte que restringiera sus movimientos y comandara sobre su humanidad. Sobre su ser. Quería ser dominado, sometido, avasallado por aquel hombre; por él que daría lo que fuera. Un individuo sin duda que estaba fuera de su alcance.

No sólo estaba fuera de su espectro porque fuera heterosexual, sino también porque jamás se fijaría en él. Camilo Antonio Salazar; un oficinista bajito, delgado, de una barba incipiente, de pelo liso que organizaba en un peinado poco varonil, con voz muy similar a la femenina. Voz que por cierto era objeto constante de burla por parte de Nicolás su hermoso y varonil compañero de trabajo. Camilo no sabía cómo acercarse a Nicolás Cifuentes sin ser golpeado, humillado, o peor, ser dolorosamente rechazado por ese espécimen de macho latino que despertaba todas sus pasiones.

Durante varias semanas le dio mil vueltas al asunto. Tal vez una insinuación soterrada después de un par de cervezas encima, tal vez si lo drogaba y lo obligaba a que lo hiciera suyo, tal vez si le decía las cosas de frente esperando una posibilidad en cien. Mientras tanto, el peso de la lujuria le  aplastaba el corazón contra el pecho, la necesidad de un solo roce le dolía, la respiración se le refundía cuando pensaba en una intensa noche de sexo, el alma se le arrugaba cuando Nicolás se despedía sin apretarle la mano. Sus sueños se enredaban en una madeja de ilusiones tan improbables como escurridizas.
Nuestro hombre no sabía qué hacer, qué camino tomar, cómo proceder. Hasta que una noche de insomnio y onanismo tomó una decisión radical; haría magia negra con el fin de que Nicolás lo amara. Para que lo deseara tanto como él lo hacía. Para que se perdiera en su cuerpo, en sus besos, en la sensación trémula de su propia piel. Tenía ciertas bases con las cuales comenzar. Su madre, que había muerto cuando él era un adolescente, fue una bruja. Una bruja, muy buena por cierto, y le había transmitido algunos conocimientos a su hijo. Su bien amado Camilo Antonio o Toñito como le decía afectuosamente. Aunque la verdadera depositaria de todo el saber de la progenitora fue su hermana mayor, que llevaba años desaparecida.

Decidió empezar por su cuenta. No confiaba en los brujos que aparatosamente ofrecían sus servicios al público en general. Según lo que había aprendido de la poderosa bruja Antonia Tomasa Salazar, su madre, sabía que en su mayoría se trataba de charlatanes, buscadores de fortuna, lanzadores mediocres de maleficios, falsos lectores del Tarot, y en el mejor de los casos, simplemente  perceptivos y videntes. No. Camilo necesitaba algo mejor, más potente. Algo realmente efectivo.

Sabía que debía hacer. Tenía que invocar a Asmodeo, el demonio de la lujuria. Debía atraerlo, llamarlo, celebrar su nombre, ensalzarlo, adularlo y luego pedirle lo que él quería. El amor de Nicolás. Así lo hizo. Aguardó al siguiente viernes, una noche propicia para el ritual. Apagó todas las luces de la casa. Iluminó un pentagrama dibujado al revés, con velas rojas y negras, poniendo una en cada punta de la estrella. Le ofreció un buen champagne y cigarrillos. Invocó su nombre recitando las plegarias requeridas. Grabó símbolos en el suelo con su propia sangre.

Esa noche durmió como un bebé,  y al siguiente lunes se fue a trabajar esperando la respuesta a sus peticiones. El día fue extraordinario. Nicolás lo saludó muy efusivamente y al medio día lo invitó a almorzar. Mientras comían, hablaron de autos, de motocicletas, de mujeres, de futbol; todos temas desconocidos para Camilo. Pero al final, el objeto de su deseo le propuso que se tomaran unas cervezas el viernes de esa misma semana después del trabajo. El enjuto brujo estaba feliz, no se cambiaba por nadie. En verdad Asmodeo era poderoso, contundente, implacable.

El esperado viernes salieron por separado de la oficina, sin levantar mucho revuelo debido a las precauciones de Nicolás. Lo que a Camilo le pareció asquerosamente inquietante y esperanzador. ¿Para qué armar todo ese plan de escape, si sólo se tomaría unas cervezas con un amigo del trabajo? Una vez en el sitio, un lugarcito pequeño y escondido en el barrio Chapinero, se tomaron algunas “birras” como le decía Nicolás a la cerveza. El machote habló, habló y habló de lo de siempre: futbol, viejas y motos de alto cilindraje. Camilo lo miraba sin escucharlo, le tenía sin cuidado lo que decía, sólo lo observaba con detenimiento. Como estudiando a su presa, decidiendo que haría con él aquella noche.

Después de varias tandas de alcohol. Nicolás estaba más que “prendido”, mientras Camilo tenía el mismo grado de alicoramiento que si hubiese tomado toda la noche jugo de guayaba. Esto gracias a su extremadamente rápido metabolismo que le impedía emborracharse, del mismo modo que no le permitía ganar músculo. En ese momento Nicolás se puso un poco cariñoso y propinó varios golpecitos en los hombros de su acompañante. Luego se quedó mirándolo fijamente, como ganando determinación para lo que haría a continuación, le cogió la cara con su enorme mano y lo besó. Camilo volaba en lo más alto del cielo. Suyos eran los espurios caminos del amor.

De un momento a otro, la más salvaje pasión se despertó en el cuerpo del enorme y musculado grandulón. Empezó a besar desaforadamente a Camilo en la boca, en la cara, en el cuello. En un santiamén le metió las manos bajo la camiseta e intentó quitársela. Esa era la señal  que había estado esperando el joven brujo. Camilo le dijo a su amante que se detuviera; finalmente estaban cerca de su casa y allí podrían hacer lo que les placiera.

Así fue. Ni bien llegaron al hogar cuando Nicolás ya le había arrancado la ropa. La había hecho trizas con sus potentes y sorprendentemente hábiles manos. El macho en celo se quitó sólo el pantalón y, levantando a Camilo sin ninguna dificultad, lo llevó en sus brazos hasta el sofá. Allí lo aprisionó contra los cojines, forrados de una primorosa tela de flores grandes y de color pastel, y lo hizo suyo sin piedad. Una y otra vez andanadas de testosterona y músculos bien formados irrumpieron jadeantes en la carne magra y pálida de Camilo. Como en una alucinación, éste estaba tocando la gloria con sus manos.

Así estuvieron toda la noche. Descansaban un poco, hablaban de cualquier cosa y volvían al ruedo. El cuerpo, poco acostumbrado para aquellas faenas, de Camilo hizo un gran esfuerzo por resistir. Por soportar las embestidas bestiales del enorme varón sobre su cuerpo. Por aguantar en posiciones imposibles mientras era poseído como nunca en su vida. Y lo hizo. Con entereza soportó hasta las cinco de la mañana, hora a la que se quedaron dormidos. Hasta la tarde de ese sábado.

En ese momento, el celular de Nicolás se empecinó en sonar una y otra vez hasta que lo despertó de tan placentero sopor. Era una amiga con derechos, de las varias que tenía, con la que había quedado y había dejado plantada. Se trataba de una curvilínea mujer que complementaba sus estudios de psicología con el modelaje de ropa interior. La mujer estaba histérica, y en respuesta su díscolo amante la mandó a freír espárragos. Jamás volvió a saber de ella. 

Lo que siguió en las próximas semanas y meses fue el sueño cumplido de Camilo. Su hombre sólo tenía ojos para él, no se le quitaba de encima y hablaba siempre con el pronombre personal “nosotros”. Todo se culminó un día en el que aquel gigante llegó con sus maletas a las puertas del apartamento  que habitaba nuestro delgaducho brujo. Camilo lo recibió con sus brazos, su corazón y su humanidad  de par en par. Aquellos fueron los mejores momentos de su vida hasta entonces.

Pasaron un par de años, en los que una sólida relación entretejió el destino de los dos hombres. Nicolás daba la vida por su “peque”, como le decía amorosamente. Se había enamorado de verdad; descubriendo un ser maravilloso bajo la piel de un hombre delicado y femenino. Camilo, también, había aprendido a adorar a ese monumental y maravilloso espécimen humano. Había encontrado un alma de niño en el cuerpo de un hombre imponente. Amaba su simpleza y su locura; la esperanza ciega de hacer del mundo un lugar mejor. Además, el brujo disfrutaba siempre siendo el objeto de envidia de todo su círculo de amigos gay. Así como de sus amigas femeninas, que no eran pocas.

Todo marchaba bien hasta que un día Asmodeo anunció que vendría por su paga. Para comenzar se apareció ante Camilo en pesadillas aterradoras y agitadas. El muchacho sabía que le debía a él toda esa felicidad. Había pedido un crédito al Infierno y este como, toda buena entidad financiera, había regresado para cobrar el capital, los intereses y si era posible hacer efectiva la hipoteca.

Las semanas de malas ensoñaciones continuaron y poco a poco Camilo se empezó a secar, a volverse más flaco, más pálido. Si es que eso era posible. Ya no comía, dormía escasamente y se había hecho adicto a la cafeína para no tener que enfrentar al insistente demonio en sueños. El hombre vivía con constantes temores, que se somatizaban en espantosas gastritis, en espasmos frecuentes y en sudores nocturnos. Por su parte, su gigante no sabía qué hacer, no encontraba cómo ayudar y eso lo destrozaba por dentro.

Una noche, en la que el cansancio venció al miedo, Camilo se quedó dormido. En el sueño, Asmodeo le dijo claramente que vendría por él o por su amado. Le advirtió que se llevaría a uno de los dos  consigo, al infierno, la noche de la Asunción de la Virgen; fecha para la que faltaba poco más de una semana. El brujo se despertó sudando y gritando en medio de la noche. Nicolás se despertó, abrazó tiernamente a su peque y con miles de besos regados por todo el rostro tranquilizó a aquel menudo hombrecito que era el sol de su vida.

Fue esa noche que Camilo se decidió por hacer algo, sabía que debía ser un acto tan temerario como haber invocado al demonio para atrapar a su actual marido, pero no sabía qué hacer. Al día siguiente se contactó con la tía Zoila una mujer anciana, oriunda del llano colombiano, que era tía de su madre. La tía Zoila era la única familia que le quedaba y también su única esperanza. La consabida señora había sido una de las brujas más temidas de esa planicie perpetua; eso hasta hacía unos dos años cuando se había convertido en una de las más fieles seguidoras del afamado Padre Chucho. Devoción que coronó cuando se trasladó a Bogotá.

Una llamada telefónica y ya sabía dónde encontraría a la tía abuela. Precisamente estaría colaborando con las señoras de la parroquia del mediático sacerdote para la organización de un evento que protagonizaría el mítico cura; al que solo le faltaban los movimientos de cadera para ser el verdadero Elvis Presley colombiano. A primera hora, y faltando a su trabajo aduciendo un aterrador dolor de garganta, Camilo llegó donde se encontraba la anciana. Cuando la vio tan cambiada y camandulera creyó imposible que aquel dechado de virtudes cristianas hubiese sido antaño una de las más temibles brujas del país. Casi sin esperanza la saludó efusivamente – sinceramente le gustaba ver entera a la vieja – y le comentó su caso; esperando que le recomendara una misa bailable ofrecida por el comentado padre.

No obstante, cuando la señora escuchó a su sobrino le brillaron los ojos. “El que es no deja de ser” reza un dicho popular. La anciana lo tomó por el brazo y se lo llevó a dar un paseo, para evitar los oídos imprudentes de aquellas mujeres sin  otro oficio que servir al cura. Sus contertulias, que eran muchas. Una vez estuvieron lejos de peligro la vieja le dijo que lo que tenía que hacer era atrapar al demonio. Así como sonaba. La única manera de escapar de ese desdichado destino, que se cernía sobre él y Nicolás, era capturar nada más y nada menos que a Asmodeo. Esa sería una empresa difícil, titánica, demencial; pero era la única salida. Debía hacerse, porque el espíritu inmundo era implacable a la hora de cobrar sus deudas.

La santa señora le indicó cada uno de los pasos para proceder con la hazaña. Se excusó de ayudarlo personalmente porque ya era una “nueva creatura” y a su edad estaba cansada de tratar con demonios por ser ellos miserables y mentirosos. El joven, feliz por ver una luz de optimismo, se despidió con un abrazo de la tía, sin saber que la estaba viendo por última vez. Unas semanas después la señora estiró la pata. Le dio un paro cardiaco fulminante; que la dejó tiesa como las gallinas que utilizaba en sus ritos de magia negra desde muy joven.

Camilo preparó todo para la decisiva noche. Pensó que era necesario que Nicolás estuviese en casa cuando él se enfrentara al demonio, no fuera que se decidiera a ir por él mientras estaba fuera y Camilo no pudiese atraparlo. Pero para que no interfiriera en el ritual y sobre todo para que no se enterara que su amado peque era en realidad un brujo aficionado, que lo había atrapado con encantos mágicos, optó por sedarlo. Así con la cena le puso unas gotitas de Clonazepam que lo dejaron en un sueño profundo en menos de media hora.

Camilo, una vez todo el apartamento estuvo tranquilo y el esposo dormido, preparó todo para el ritual como le había indicado la tía abuela – que en paz descanse-. Cerró todas las puertas de las habitaciones y puso en el fondo del pasillo, sobre un pentagrama al revés, un frasco grande de cristal con agua hasta la mitad, en medio del líquido dejó flotando un pequeño espejo con el reflejo hacia la boca del recipiente. Además, hizo un círculo de protección alrededor de la cama donde dormía plácidamente su amado. Para después hacer uno sobre el suelo para él, justo al final del pasillo, detrás del frasco con agua y el espejo. No olvidó tener descubierta la cabeza para no ser engañado por demonio. También, encendió velas que iluminaran todo el pasillo para poder ver a Asmodeo mientras se aproximase sigilosamente; queriendo atraparlo por la espalda. Eso no lo permitiría, iba a verlo desde el momento en el que se hiciera presente.

Camilo esperó y esperó, en silencio. Concentrado en el cometido de salvar a su amor y a él mismo de la implacable justicia del Averno. Cuando las velas estaban a la mitad, y las nalgas del brujo literalmente le ardían como si estuviese sentado sobre ascuas al rojo vivo, una sombra se materializó al inicio del pasillo; cerca a la puerta del hogar. Era Asmodeo. Lejos de parecer un ser aterrador se presentó como un hombre de negocios. Estaba vestido de pies a cabeza con las mejores marcas parisinas, una impoluta corbata Versace  y unos lustrados zapatos con un poco de tacón para parecer más alto. Ahí estaba el Gran Asmodeo, una antigua autoridad de las huestes celestiales. Era un tipo muy guapo y de gestos refinados, aunque intentaba disimular un pestilente olor a azufre con toneladas de un conocido perfume de Paco Rabanne.

El demonio saludó teatralmente, con estudiados gestos como un maestro de ceremonias, y agradeció por el caluroso recibimiento a la luz de las velas; cosa que le pareció encantadora y muy adecuada para la ocasión. Le ofreció un ramo de rosas rojas al muchacho, a modo de condolencias por la muerte de Nicolás a quién se iba a llevar esa misma noche. Camilo esperó con paciencia al momento preciso, sin inmutarse ante las provocaciones y chanzas de elegante factura sobre la vida y la muerte proferidas por ese principal del Inframundo. Éste caminó por el pasillo lentamente, con una renguera casi imperceptible. Le prometió a su antiguo asociado que sería rápido y piadoso con Nicolás; ni siquiera se daría. Todo esto hacía mientras se aproximaba cada vez más a la trampa, sin imaginar que iba a ser cazado por su presa.

Cuando tuvo al demonio a punto de tiro, Camilo le hizo una pregunta. ¿Acaso tú, Oh Gran Asmodeo, eres el señor de la belleza? Vanidoso el espíritu inmundo dio una respuesta afirmativa con el mayor desparpajo y dramatismo, acompañado por una tonadilla dulzona. Asmodeo había mordido el anzuelo. En seguida, el hombre enjuto y bajito le pidió al tan Excelso Ser que comprobara su aseveración mirándose en un espejo mágico que tenía en una vasija de cristal enfrente de sí.  Le mintió al maligno diciendo que ese artefacto le había sido dado por Hazazel, con quién había hecho otro pacto, y que sólo reflejaba la verdadera naturaleza de quién se mirara en él.

El demonio desconfió, sabía que este hombre probablemente ejecutaría alguna treta para perjudicarlo. No obstante, no pudo escapar del poderoso influjo de las palabras lisonjeras de Camilo. Lo llamó “el Igual a Lucifer”, “el más Bello entre los Dioses”, “la Estrella más Brillante”, “el Deseo y la Premura”, “el Amante Excelso”. Embriagado por todos esos apelativos Asmodeo decidió concederle esa pequeña gracia a aquel hombrecito. Era evidente que había visto toda la belleza y magnificencia que contenía Su propio Ser. Había entendido lo maravilloso que era Él.

Asmodeo, embelesado en su propia majestuosidad, miró el espejo sin percatarse que estaba en medio del agua. Quedó obnubilado con su propio reflejo y permaneció ahí inmóvil, extasiado, observándose. Mientras Camilo susurró, muy bajito, el conjuro preciso. Era la frase mágica que sólo las brujas más curtidas conocen y, que le había sido legado por su tía abuela. El espejo suavemente atrajo al demonio quién se convirtió en un humillo blanco y delgado que se coló en el cristal. Quedando atrapado en él.

El espíritu infernal no soportaba el agua porque le recordaba a Dios. Por eso no le era posible salir de la superficie reflectora. Rápidamente Camilo  empujó el espejo en el líquido – para que se fuera al fondo del recipiente- y cerró la tapa del frasco; guardándolo celosamente en un armario bajo llave hasta el día siguiente. Como sabía que era extremadamente peligroso que alguien abriese el frasco y dejara escapar a Asmodeo; decidió recolectar sus ahorros de años y destinar el dinero en establecer una fiducia para mantener una bóveda de seguridad en un prestigioso banco local. Esto lo hizo porque sabía que allí el frasco estaría seguro. Dado que ni siquiera el mismísimo Satanás se atrevería a fastidiar a las entidades financieras -para Él unos verdaderos extorsionistas-, ya que las consideraba organizaciones manejadas maquiavélicamente por un puñado de indeseables que incluso para Sus propios estándares eran de la peor ralea.

Así fue que, nuestro en apariencia frágil, Camilo logró salirse con la suya una vez más. No sólo logró salvar el propio pellejo y el de su amado grandulón, sino que puso en jaque a toda la jerarquía infernal que no entendía cómo uno de sus lugartenientes más poderosos había desaparecido tan misteriosamente. Un asunto de faldas, concluyó la mayoría, había acabado con Asmodeo. Ya no sería más el amo de la magia negra en cuanto a temas de amor y pasión se tratase.


Cuento escrito por David Turriago

















Cuento: El Hijo No Es Mío

María acababa de dar a luz a su primer hijo. Se hallaba extenuada y sudorosa. Afortunadamente el trabajo de parto había sido relativamente corto y como tal el alumbramiento no duro más de cinco minutos; gracias a sus anchas caderas. Ella cobijaba al pequeño en su regazo, feliz pero angustiada a la vez. ¿Qué habría podido suceder? No lo entendía, pero algo tenía claro: defender su inocencia no sería nada fácil. Tal vez su marido tenía algún pariente de color en su ascendencia y no lo sabía. ¿Qué sabía ella? Sólo veía como Mario caminaba de un lado para otro de la habitación, como si en el cuarto 412 de la Clínica Mediláser, de Neiva, hubiese un león atrapado.

Él estaba como loco; perdido. Caminaba de un lugar a otro porque no sabía qué decirle a su familia, a sus amigos. No podía entender cómo María podía haberlo traicionado de aquella manera. Veía su nombre puesto en ridículo, sería la burla de todos y la vergüenza de sus padres. Todo por culpa de María. ¿Cómo había podido ser tan estúpido? ¿Cómo había podido creer que María no se volvería a ver con ese hombre? ¿Cómo había confiado tanto en su esposa? ¿Cómo le había pasado eso a él, que había vivido todo en esta vida y que conocía los entresijos del corazón humano? ¿Cómo había podido ser tan ingenuo?

Un toque en la puerta de la habitación llamó la atención de los dos. Ambos tenían un torbellino de diferentes emociones por dentro y esperaban cualquier cosa de las primeras visitas. En esta ocasión era Elizabeth Dussán, la única amiga de María en aquella ciudad pequeña, provinciana e infernalmente caliente.

 -Hola!- saludó Elizabeth con una sonrisa amplia que hacía de sus ojos dos rayitas en su cara de mejillas abundantes y tersa piel blanca. Mario la miró con ira, con ganas de ahorcarla. Seguro ella estaba al tanto de los amoríos de su mujer con ese advenedizo vendedor cachivaches. Elizabeth desconcertada, se movió rápidamente hacía su amiga y le preguntó que pasaba. María no pudo aguantar más el llanto que tenía pasmado ante la reacción del marido y empezó a sollozar bajito y susurró  – Mario, cree que lo engañé Eli!- La madre primeriza se mordió los labios para no alongar un lamento que podría despertar la furia de su esposo. Elizabeth confundida abrió los ojos y le dijo también muy bajito – No entiendo Mari, ¿qué pasa?- titubeó un poco - ¿Qué le pasa a Mario?

María le repitió que su marido creía que lo había engañado y luego le mostró al pequeño neonato que dormía plácido en un rinconcito entre el cuerpo de la madre y la cama de la clínica. El niño era negro. Ese era el problema que encontraba tan inaceptable Mario. Elizabeth puso los ojos como platos y balbuceó –¿Te volviste a ver a Dubán?- María no pudo ocultar su consternación, si no le creía Elizabeth ¿Quién lo haría? – No, te lo juro que no. Yo jamás le he sido infiel a Mario, nunca!.

Créeme Eli, te lo suplico- Elizabeth encontró verdad en los ojos de su amiga, se conocían desde que tenían seis años y sabía perfectamente cuándo le estaba diciendo una mentira – Te creo, linda no te preocupes. ¿Qué vas a hacer con Mario?; perdóname pero obviamente él puede pensar que no es suyo. – Lo se Eli, pero no sé cómo explicar esto- replicó la mujer.

El celular de Mario sonó; eran sus padres que ya se hallaban en la planta baja del edificio y querían ser llevados a ver a su nieto, guiados por su hijo. Él salió del cuarto sin mirar a las mujeres y dio un portazo. – Eli, no me dejes sola; eres lo único que tengo- las dos mujeres se tomaron de la mano entrelazando los dedos. Se miraron fugazmente y simultáneamente bajaron la vista hacia el bebé que dormía tranquilamente. Por unos instantes se olvidaron de todo y sólo se dieron a la contemplación de aquel milagro.

Pasaron varios minutos. La puerta se abrió con fuerza. Entró Mario indignado, con la espalda recta y esa expresión tan suya de que había algo debajo de su nariz que olía a excrementos. El pelo negro y ondulado le caía sobre la cara, eso no le importaba. Él, con todo lo alto que era, más que nunca parecía un tributo a la antigua dignidad desgastada, por el paso del tiempo, sobre una de las familias más prestantes de la región. Que antaño gobernaban el departamento del Huila, y que ahora sólo se limitaban a ser ricos.

La verdad es que tanto Mario como María descendían de una larga genealogía de la más alta alcurnia nacional. Entre sus antepasados se contaban alcaldes, gobernadores, presidentes, próceres, prohombres igual de renombrados pero de variopinta calaña. La mayoría había sido una seguidilla de verdaderos explotadores, fieles a su tradición y solemnidad como descendientes directos de los primeros encomenderos. Mientras otros, los menos, habían logrado grandes avances para el país, como José Hilario López que en el año 1851 abolió la esclavitud en Colombia. Cosa muy mal vista por sus parientes; no sólo contemporáneos sino durante las generaciones de las generaciones.

El mantenimiento de la sangre “real”, María era descendiente de la familia Borbón gobernante de la Casa Real española desde 1700, no sólo se basaba en las posiciones de poder o en el sostenimiento de una engrasada maquinaria con diversos resultados a la hora de producir dinero y perpetuar el patrimonio familiar. Para tales efectos no se valían los enlaces con personas que no tuvieran los mismos abolengos. Por tanto, entre la élite regional había una tradición bien especial; se efectuaban matrimonios entre ellos mismos para dar continuidad a la sangre, el honor y el patrimonio. Esto implicaba que eran frecuentes uniones entre parientes lejanos, primos segundos, primos hermanos y en el pasado tíos y sobrinas.

Esa regla se había aplicado a María y Mario en cierta medida. Ambos provenían de familias “bien” del Tolima Grande, y el padre de ella y la madre de él eran primos hermanos. Sus padres se conocían muy bien; ambos fueron criados en la misma casa, bajo la misma disciplina y con el mismo desdén por todos los que no fueran como ellos.

Obviamente los jóvenes nuevos padres eran colombianos “de azúcar”, de esos que se precian de ser descendientes de españoles. Sangre criolla pero europea a la vez. Eso sí, sangre sin diluir con las razas inferiores, que coincidencialmente habían sido las víctimas de la destrucción, la barbarie y la esclavitud perpetuadas por sus ilustres antepasados siglos atrás. Por esa certeza de que en sus genes, ni en los de su esposa, había nada de negro Mario asumía el engaño de su joven y prometedora mujer.
Detrás del indignado hombre entraron sus padres. Primero la señora; toda una víbora pensó Elizabeth mientras la vio entrar. Una mujer de ojos azules, nariz respingada y gestualidad acartonada. Con una boca pequeña que sólo usaba para dar órdenes, decir algún chisme de alta sociedad o desaprobar al marido. En efecto, ella era la que llevaba la casa, las fincas, las inversiones, la unidad familiar y al esposo que parecía tener un collar de perro siempre atado a la muñeca de su esposa.

Ésta mujer madura, pero no por eso menos atractiva, entró haciendo una mueca de desprecio y frotándose la punta de los dedos. Era obvio que Mario le había contado todo lo referente a la “diferencia” del bebé. La mujer llevaba puesto un vestido impoluto color beige y unos zapatos de tacón que le hacían ver más esbeltas las bellas y tersas piernas. El marido, siempre sumiso, ingresó detrás de ella con carita de “yo no fui”. María se sintió totalmente indefensa ante aquella mujer que parecía controlar el universo entero a un comando de su voz. En un instante se halló desvalida, desprestigiada, desnuda ante aquella mujer para la que su supuesta culpabilidad era tan patente como el sol de cada mañana.

María Antonia, como se llamaba la suegra, al ver al niño levantó ligeramente el labio superior en un claro gesto de asco. Era un niño negro, eso era todo. Solo eso le bastaba para no bajar a María del epíteto de vagabunda descarriada. Mario no quitaba la vista de su madre, ¿Qué diría ella? Le dolía en lo más profundo de la hombría haber sido engañado por su esposa. El padre del niño sería un antiguo novio con el que incluso llegó a vivir. Era un negro de Barranquilla; un simple comerciante de baratijas que montó una prospera tienda en el centro de la ciudad.

La matrona volvió a ver a su hijo con una mirada muy específica. Él la entendió al instante. Le pidió a Elizabeth lo más calmado posible que les diera un rato a solas. La mujer no quiso dejar a su mejor amiga y a su hijo con aquella gran anaconda que seguro los estrangularía y los tragaría enteros. Pero María con un gesto le pidió que lo hiciera. Elizabeth un poco confundida, y de repente con un terrible sentimiento de estar fuera de lugar, se retiró silenciosamente de la habitación.

Una vez hubo salido, María Antonia decretó – Ese hijo no es de Mario – lo hizo mientras le daba una mirada a María que de haber podido la hubiera reducido a polvo. Luego miró a su marido –De tal palo, tal astilla; Mario es tan ridículamente ingenuo y poco hombre como tú Ricardo- el anciano recibió aquella bofetada con resignación. Pero para Mario fue como si le hubiesen abierto el estómago y le extrajesen las entrañas. Lo sufrió en lo más profundo de su ser. – Debes divorciarte de ella – dijo con total sequedad la mujer. Mario intentó balbucear algo pero no le salió nada, ante aquel poder no había escapatoria. María contempló la escena atónita, sentía que estaba en un mal sueño. No se la creía. Mientras tanto el hermoso bebé, era bastante encantador, movía dormido las pequeñas manos.

De repente todo se quedó estático, como detenido. La mandona rompió el hechizo de un segundo fuera del tiempo  -Me voy para no hacer algo de lo que me pueda arrepentir-, miró con los ojos encendidos en fuego a María –No puedo creer que tú me hayas hecho esto a mí – torrentes de veneno salieron despedidos por los aires en esa simple frase. La mujer salió rauda. El esposo miró a su hijo con verdadero pesar y se despidió con una sonrisa leve de María, para salir velozmente para no perder a su mujer.

Desde los pies, algo subió a la cabeza de Mario. Ira, dolor, desconcierto, dignidad destrozada, vergüenza se apoderaron de él – ¿Por qué me hiciste esto?, yo te amo! – gritó el hombre mientras se jalaba el pelo desordenado sobre la cara. María no pudo contener el lamento. Afortunadamente, por alguna razón, el bebé siguió durmiendo.  Con voz trémula, dolida, cansada la mujer le replicó – Yo sé que es imposible de creer, pero yo jamás te he sido infiel- hizo una pausa para tragar saliva y apagar un sollozo –Te lo juro Mario, este hijo es tuyo. No ha habido otro hombre en mi vida. No veo a Dubán desde hace más de dos años. Por favor créeme- esto último lo dijo con voz ahogada y de manera casi inaudible. Se mordió los labios y mirando fijamente al marido lloró, lloró y lloró. Sus ojos decían la verdad. Ella decía verdad y Mario lo vio en sus ellos.

Confundido el hombre salió de la habitación, tropezando con Elizabeth que entraba en ese justo momento. -¿Qué pasó mona?- le preguntó adivinando el desastre – Mario no me cree y su madre quiere se divorcie de mi- dijo la nueva madre con voz todavía más ahogada en un lamento. Apretó ligeramente al niño en sus brazos y lo besó. Eso fue lo único que atinó a hacer.

Lo que nadie sabía en ese momento era que el bebé era fruto de un extraño suceso genético llamado telegonía. Que en pocas palabras se trata de la “impregnación” de una mujer por un hombre al que anteriormente ha amado profundamente y su posterior influencia en la descendencia de ésta, aunque él no la haya engendrado. Por esta razón el niño era negro. En el pasado María había amado tanto a Dubán que su futuro hijo, por alguna razón incomprensible, se parecería a él aunque no fuera el padre. Pero lo realmente sorprendente de esta historia no fue la ocurrencia de este extraño evento.

Pasados algunos minutos regresó Mario más calmado y con olor a cigarrillo. Tenía que confirmarlo, lo había visto en sus ojos! Se acercó ligero hacia su mujer y el niño. Elizabeth que notó la energía conciliadora de él, se puso en pie y sin decir nada abandonó la estancia. – María, ¿es cierto lo que dijiste?- titubeó un poco – ¿El niño es mío? – lo hizo tocando suavemente y con cierto encanto paternal el gorrito azul que cubría la cabeza del morochito en el regazo de su esposa. María lo miró a los ojos y con lágrimas en los propios asintió. Eso fue suficiente. Mario lo entendió y aceptó todo sin reservas, sin sombras de duda. Ese niño era su hijo.

No importó lo que pasó después. Las habladurías, los cuernos de carnero que dibujaban los chismes en la cabeza de aquel hombre, las amenazas de su madre, las bofetadas que recibió María en la mirada de sus conocidos de sociedad. Nada. Esa tarde de calor magmático y pegajoso, de melancólicas matronas humildes viendo desde sus casas el atardecer; al margen del río la Ceiba, de cientos de motociclistas inundando las calles revueltas a horas pico. En medio del aquel valle donde se halla la canícula eterna de la ciudad de Neiva; un hombre creyó lo imposible. Esto porque lo vio en los ojos, llenos de lágrimas, de la mujer que amaba.

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 Cuento escrito por David Turriago