Le gustaba tanto ese tipo, pero a
la vez era tan inalcanzable! Cada vez que lo veía se sentía conmocionado, pero
controlaba cada uno de sus músculos para no ser presa de ese estremecimiento. Cada
vez que le daba la mano para saludar sentía que se sonrojaba, pero le ordenaba
a su piel que no lo delatara frente a ese hombre. Cada vez que le golpeaba el
hombro escuálido, después de haber dicho alguna broma socarrona sobre alguna
mujer, se excitaba y quería que lo hiciera suyo ahí mismo.
Todo en él le fascinaba. Las
manos grandes, largas y poderosas. La barba selváticamente poblada, medio rubia
y completamente desordenada. La voz profunda y varonil, con la que vibraba cada
uno de los átomos de su cuerpo. Esos hombros fuertes, ese cuello recio, esos
brazos enormes por los cuales quería ser abrazado, aprisionado, sin ningún
tener tipo de escapatoria. Ese pecho velludo y duro como roca. Esas piernas
robustas como troncos de árboles. Esas nalgas firmes, como si de nevadas
cumbres se tratase. Esos ojos oscuros como la noche que hacían trémula su
carne, que victimizaban su alma con una sola mirada. Esa cara de hombre, que
parecía de macho cabrío, y que solo mostraba la fuerza vital de un hombre en
todo el sentido de la palabra.
Estaba loco. Perdidamente loco
por algo de contacto. Por una
oportunidad de acercarse y sentir el calor de su cuerpo contra su espalda. De
sucumbir ante la posesión de un abrazo fuerte que restringiera sus movimientos
y comandara sobre su humanidad. Sobre su ser. Quería ser dominado, sometido,
avasallado por aquel hombre; por él que daría lo que fuera. Un individuo sin
duda que estaba fuera de su alcance.
No sólo estaba fuera de su
espectro porque fuera heterosexual, sino también porque jamás se fijaría en él.
Camilo Antonio Salazar; un oficinista bajito, delgado, de una barba incipiente,
de pelo liso que organizaba en un peinado poco varonil, con voz muy similar a
la femenina. Voz que por cierto era objeto constante de burla por parte de
Nicolás su hermoso y varonil compañero de trabajo. Camilo no sabía cómo
acercarse a Nicolás Cifuentes sin ser golpeado, humillado, o peor, ser
dolorosamente rechazado por ese espécimen de macho latino que despertaba todas
sus pasiones.
Durante varias semanas le dio mil
vueltas al asunto. Tal vez una insinuación soterrada después de un par de
cervezas encima, tal vez si lo drogaba y lo obligaba a que lo hiciera suyo, tal
vez si le decía las cosas de frente esperando una posibilidad en cien. Mientras
tanto, el peso de la lujuria le aplastaba
el corazón contra el pecho, la necesidad de un solo roce le dolía, la
respiración se le refundía cuando pensaba en una intensa noche de sexo, el alma
se le arrugaba cuando Nicolás se despedía sin apretarle la mano. Sus sueños se
enredaban en una madeja de ilusiones tan improbables como escurridizas.
Nuestro hombre no sabía qué hacer,
qué camino tomar, cómo proceder. Hasta que una noche de insomnio y onanismo
tomó una decisión radical; haría magia negra con el fin de que Nicolás lo
amara. Para que lo deseara tanto como él lo hacía. Para que se perdiera en su
cuerpo, en sus besos, en la sensación trémula de su propia piel. Tenía ciertas
bases con las cuales comenzar. Su madre, que había muerto cuando él era un
adolescente, fue una bruja. Una bruja, muy buena por cierto, y le había
transmitido algunos conocimientos a su hijo. Su bien amado Camilo Antonio o
Toñito como le decía afectuosamente. Aunque la verdadera depositaria de todo el
saber de la progenitora fue su hermana mayor, que llevaba años desaparecida.
Decidió empezar por su cuenta. No
confiaba en los brujos que aparatosamente ofrecían sus servicios al público en
general. Según lo que había aprendido de la poderosa bruja Antonia Tomasa
Salazar, su madre, sabía que en su mayoría se trataba de charlatanes,
buscadores de fortuna, lanzadores mediocres de maleficios, falsos lectores del
Tarot, y en el mejor de los casos, simplemente perceptivos y videntes. No. Camilo necesitaba
algo mejor, más potente. Algo realmente efectivo.
Sabía que debía hacer. Tenía que
invocar a Asmodeo, el demonio de la lujuria. Debía atraerlo, llamarlo, celebrar
su nombre, ensalzarlo, adularlo y luego pedirle lo que él quería. El amor de
Nicolás. Así lo hizo. Aguardó al siguiente viernes, una noche propicia para el
ritual. Apagó todas las luces de la casa. Iluminó un pentagrama dibujado al
revés, con velas rojas y negras, poniendo una en cada punta de la estrella. Le
ofreció un buen champagne y cigarrillos. Invocó su nombre recitando las
plegarias requeridas. Grabó símbolos en el suelo con su propia sangre.
Esa noche durmió como un
bebé, y al siguiente lunes se fue a
trabajar esperando la respuesta a sus peticiones. El día fue extraordinario.
Nicolás lo saludó muy efusivamente y al medio día lo invitó a almorzar. Mientras
comían, hablaron de autos, de motocicletas, de mujeres, de futbol; todos temas
desconocidos para Camilo. Pero al final, el objeto de su deseo le propuso que
se tomaran unas cervezas el viernes de esa misma semana después del trabajo. El
enjuto brujo estaba feliz, no se cambiaba por nadie. En verdad Asmodeo era
poderoso, contundente, implacable.
El esperado viernes salieron por
separado de la oficina, sin levantar mucho revuelo debido a las precauciones de
Nicolás. Lo que a Camilo le pareció asquerosamente inquietante y esperanzador.
¿Para qué armar todo ese plan de escape, si sólo se tomaría unas cervezas con
un amigo del trabajo? Una vez en el sitio, un lugarcito pequeño y escondido en
el barrio Chapinero, se tomaron algunas “birras” como le decía Nicolás a la
cerveza. El machote habló, habló y habló de lo de siempre: futbol, viejas y
motos de alto cilindraje. Camilo lo miraba sin escucharlo, le tenía sin cuidado
lo que decía, sólo lo observaba con detenimiento. Como estudiando a su presa,
decidiendo que haría con él aquella noche.
Después de varias tandas de
alcohol. Nicolás estaba más que “prendido”, mientras Camilo tenía el mismo
grado de alicoramiento que si hubiese tomado toda la noche jugo de guayaba.
Esto gracias a su extremadamente rápido metabolismo que le impedía
emborracharse, del mismo modo que no le permitía ganar músculo. En ese momento
Nicolás se puso un poco cariñoso y propinó varios golpecitos en los hombros de
su acompañante. Luego se quedó mirándolo fijamente, como ganando determinación
para lo que haría a continuación, le cogió la cara con su enorme mano y lo
besó. Camilo volaba en lo más alto del cielo. Suyos eran los espurios caminos
del amor.
De un momento a otro, la más salvaje
pasión se despertó en el cuerpo del enorme y musculado grandulón. Empezó a
besar desaforadamente a Camilo en la boca, en la cara, en el cuello. En un
santiamén le metió las manos bajo la camiseta e intentó quitársela. Esa era la
señal que había estado esperando el
joven brujo. Camilo le dijo a su amante que se detuviera; finalmente estaban
cerca de su casa y allí podrían hacer lo que les placiera.
Así fue. Ni bien llegaron al
hogar cuando Nicolás ya le había arrancado la ropa. La había hecho trizas con
sus potentes y sorprendentemente hábiles manos. El macho en celo se quitó sólo
el pantalón y, levantando a Camilo sin ninguna dificultad, lo llevó en sus
brazos hasta el sofá. Allí lo aprisionó contra los cojines, forrados de una
primorosa tela de flores grandes y de color pastel, y lo hizo suyo sin piedad.
Una y otra vez andanadas de testosterona y músculos bien formados irrumpieron
jadeantes en la carne magra y pálida de Camilo. Como en una alucinación, éste
estaba tocando la gloria con sus manos.
Así estuvieron toda la noche.
Descansaban un poco, hablaban de cualquier cosa y volvían al ruedo. El cuerpo,
poco acostumbrado para aquellas faenas, de Camilo hizo un gran esfuerzo por
resistir. Por soportar las embestidas bestiales del enorme varón sobre su cuerpo.
Por aguantar en posiciones imposibles mientras era poseído como nunca en su
vida. Y lo hizo. Con entereza soportó hasta las cinco de la mañana, hora a la
que se quedaron dormidos. Hasta la tarde de ese sábado.
En ese momento, el celular de
Nicolás se empecinó en sonar una y otra vez hasta que lo despertó de tan
placentero sopor. Era una amiga con derechos, de las varias que tenía, con la
que había quedado y había dejado plantada. Se trataba de una curvilínea mujer
que complementaba sus estudios de psicología con el modelaje de ropa interior. La
mujer estaba histérica, y en respuesta su díscolo amante la mandó a freír
espárragos. Jamás volvió a saber de ella.
Lo que siguió en las próximas
semanas y meses fue el sueño cumplido de Camilo. Su hombre sólo tenía ojos para
él, no se le quitaba de encima y hablaba siempre con el pronombre personal
“nosotros”. Todo se culminó un día en el que aquel gigante llegó con sus
maletas a las puertas del apartamento que habitaba nuestro delgaducho brujo. Camilo
lo recibió con sus brazos, su corazón y su humanidad de par en par. Aquellos fueron los mejores
momentos de su vida hasta entonces.
Pasaron un par de años, en los
que una sólida relación entretejió el destino de los dos hombres. Nicolás daba
la vida por su “peque”, como le decía amorosamente. Se había enamorado de
verdad; descubriendo un ser maravilloso bajo la piel de un hombre delicado y
femenino. Camilo, también, había aprendido a adorar a ese monumental y
maravilloso espécimen humano. Había encontrado un alma de niño en el cuerpo de
un hombre imponente. Amaba su simpleza y su locura; la esperanza ciega de hacer
del mundo un lugar mejor. Además, el brujo disfrutaba siempre siendo el objeto
de envidia de todo su círculo de amigos gay. Así como de sus amigas femeninas,
que no eran pocas.
Todo marchaba bien hasta que un
día Asmodeo anunció que vendría por su paga. Para comenzar se apareció ante
Camilo en pesadillas aterradoras y agitadas. El muchacho sabía que le debía a
él toda esa felicidad. Había pedido un crédito al Infierno y este como, toda
buena entidad financiera, había regresado para cobrar el capital, los intereses
y si era posible hacer efectiva la hipoteca.
Las semanas de malas ensoñaciones
continuaron y poco a poco Camilo se empezó a secar, a volverse más flaco, más
pálido. Si es que eso era posible. Ya no comía, dormía escasamente y se había
hecho adicto a la cafeína para no tener que enfrentar al insistente demonio en
sueños. El hombre vivía con constantes temores, que se somatizaban en
espantosas gastritis, en espasmos frecuentes y en sudores nocturnos. Por su
parte, su gigante no sabía qué hacer, no encontraba cómo ayudar y eso lo
destrozaba por dentro.
Una noche, en la que el cansancio
venció al miedo, Camilo se quedó dormido. En el sueño, Asmodeo le dijo
claramente que vendría por él o por su amado. Le advirtió que se llevaría a uno
de los dos consigo, al infierno, la noche
de la Asunción de la Virgen; fecha para la que faltaba poco más de una semana.
El brujo se despertó sudando y gritando en medio de la noche. Nicolás se
despertó, abrazó tiernamente a su peque y con miles de besos regados por todo
el rostro tranquilizó a aquel menudo hombrecito que era el sol de su vida.
Fue esa noche que Camilo se
decidió por hacer algo, sabía que debía ser un acto tan temerario como haber
invocado al demonio para atrapar a su actual marido, pero no sabía qué hacer.
Al día siguiente se contactó con la tía Zoila una mujer anciana, oriunda del llano
colombiano, que era tía de su madre. La tía Zoila era la única familia que le
quedaba y también su única esperanza. La consabida señora había sido una de las
brujas más temidas de esa planicie perpetua; eso hasta hacía unos dos años cuando
se había convertido en una de las más fieles seguidoras del afamado Padre
Chucho. Devoción que coronó cuando se trasladó a Bogotá.
Una llamada telefónica y ya sabía
dónde encontraría a la tía abuela. Precisamente estaría colaborando con las
señoras de la parroquia del mediático sacerdote para la organización de un
evento que protagonizaría el mítico cura; al que solo le faltaban los
movimientos de cadera para ser el verdadero Elvis Presley colombiano. A primera
hora, y faltando a su trabajo aduciendo un aterrador dolor de garganta, Camilo
llegó donde se encontraba la anciana. Cuando la vio tan cambiada y camandulera creyó
imposible que aquel dechado de virtudes cristianas hubiese sido antaño una de
las más temibles brujas del país. Casi sin esperanza la saludó efusivamente –
sinceramente le gustaba ver entera a la vieja – y le comentó su caso; esperando
que le recomendara una misa bailable ofrecida por el comentado padre.
No obstante, cuando la señora
escuchó a su sobrino le brillaron los ojos. “El que es no deja de ser” reza un
dicho popular. La anciana lo tomó por el brazo y se lo llevó a dar un paseo,
para evitar los oídos imprudentes de aquellas mujeres sin otro oficio que servir al cura. Sus
contertulias, que eran muchas. Una vez estuvieron lejos de peligro la vieja le
dijo que lo que tenía que hacer era atrapar al demonio. Así como sonaba. La
única manera de escapar de ese desdichado destino, que se cernía sobre él y
Nicolás, era capturar nada más y nada menos que a Asmodeo. Esa sería una
empresa difícil, titánica, demencial; pero era la única salida. Debía hacerse,
porque el espíritu inmundo era implacable a la hora de cobrar sus deudas.
La santa señora le indicó cada
uno de los pasos para proceder con la hazaña. Se excusó de ayudarlo personalmente
porque ya era una “nueva creatura” y a su edad estaba cansada de tratar con demonios
por ser ellos miserables y mentirosos. El joven, feliz por ver una luz de
optimismo, se despidió con un abrazo de la tía, sin saber que la estaba viendo
por última vez. Unas semanas después la señora estiró la pata. Le dio un paro
cardiaco fulminante; que la dejó tiesa como las gallinas que utilizaba en sus
ritos de magia negra desde muy joven.
Camilo preparó todo para la
decisiva noche. Pensó que era necesario que Nicolás estuviese en casa cuando él
se enfrentara al demonio, no fuera que se decidiera a ir por él mientras estaba
fuera y Camilo no pudiese atraparlo. Pero para que no interfiriera en el ritual
y sobre todo para que no se enterara que su amado peque era en realidad un
brujo aficionado, que lo había atrapado con encantos mágicos, optó por sedarlo.
Así con la cena le puso unas gotitas de Clonazepam que lo dejaron en un sueño
profundo en menos de media hora.
Camilo, una vez todo el
apartamento estuvo tranquilo y el esposo dormido, preparó todo para el ritual
como le había indicado la tía abuela – que en paz descanse-. Cerró todas las
puertas de las habitaciones y puso en el fondo del pasillo, sobre un pentagrama
al revés, un frasco grande de cristal con agua hasta la mitad, en medio del
líquido dejó flotando un pequeño espejo con el reflejo hacia la boca del
recipiente. Además, hizo un círculo de protección alrededor de la cama donde
dormía plácidamente su amado. Para después hacer uno sobre el suelo para él,
justo al final del pasillo, detrás del frasco con agua y el espejo. No olvidó
tener descubierta la cabeza para no ser engañado por demonio. También, encendió
velas que iluminaran todo el pasillo para poder ver a Asmodeo mientras se
aproximase sigilosamente; queriendo atraparlo por la espalda. Eso no lo
permitiría, iba a verlo desde el momento en el que se hiciera presente.
Camilo esperó y esperó, en
silencio. Concentrado en el cometido de salvar a su amor y a él mismo de la
implacable justicia del Averno. Cuando las velas estaban a la mitad, y las
nalgas del brujo literalmente le ardían como si estuviese sentado sobre ascuas
al rojo vivo, una sombra se materializó al inicio del pasillo; cerca a la
puerta del hogar. Era Asmodeo. Lejos de parecer un ser aterrador se presentó
como un hombre de negocios. Estaba vestido de pies a cabeza con las mejores
marcas parisinas, una impoluta corbata Versace y unos lustrados zapatos con un poco de tacón
para parecer más alto. Ahí estaba el Gran Asmodeo, una antigua autoridad de las
huestes celestiales. Era un tipo muy guapo y de gestos refinados, aunque
intentaba disimular un pestilente olor a azufre con toneladas de un conocido
perfume de Paco Rabanne.
El demonio saludó teatralmente,
con estudiados gestos como un maestro de ceremonias, y agradeció por el
caluroso recibimiento a la luz de las velas; cosa que le pareció encantadora y
muy adecuada para la ocasión. Le ofreció un ramo de rosas rojas al muchacho, a
modo de condolencias por la muerte de Nicolás a quién se iba a llevar esa misma
noche. Camilo esperó con paciencia al momento preciso, sin inmutarse ante las
provocaciones y chanzas de elegante factura sobre la vida y la muerte
proferidas por ese principal del Inframundo. Éste caminó por el pasillo
lentamente, con una renguera casi imperceptible. Le prometió a su antiguo
asociado que sería rápido y piadoso con Nicolás; ni siquiera se daría. Todo
esto hacía mientras se aproximaba cada vez más a la trampa, sin imaginar que
iba a ser cazado por su presa.
Cuando tuvo al demonio a punto de
tiro, Camilo le hizo una pregunta. ¿Acaso tú, Oh Gran Asmodeo, eres el señor de
la belleza? Vanidoso el espíritu inmundo dio una respuesta afirmativa con el
mayor desparpajo y dramatismo, acompañado por una tonadilla dulzona. Asmodeo
había mordido el anzuelo. En seguida, el hombre enjuto y bajito le pidió al tan
Excelso Ser que comprobara su aseveración mirándose en un espejo mágico que
tenía en una vasija de cristal enfrente de sí. Le mintió al maligno diciendo que ese artefacto
le había sido dado por Hazazel, con quién había hecho otro pacto, y que sólo
reflejaba la verdadera naturaleza de quién se mirara en él.
El demonio desconfió, sabía que
este hombre probablemente ejecutaría alguna treta para perjudicarlo. No
obstante, no pudo escapar del poderoso influjo de las palabras lisonjeras de
Camilo. Lo llamó “el Igual a Lucifer”, “el más Bello entre los Dioses”, “la Estrella
más Brillante”, “el Deseo y la Premura”, “el Amante Excelso”. Embriagado por
todos esos apelativos Asmodeo decidió concederle esa pequeña gracia a aquel
hombrecito. Era evidente que había visto toda la belleza y magnificencia que
contenía Su propio Ser. Había entendido lo maravilloso que era Él.
Asmodeo, embelesado en su propia
majestuosidad, miró el espejo sin percatarse que estaba en medio del agua. Quedó
obnubilado con su propio reflejo y permaneció ahí inmóvil, extasiado,
observándose. Mientras Camilo susurró, muy bajito, el conjuro preciso. Era la frase
mágica que sólo las brujas más curtidas conocen y, que le había sido legado por
su tía abuela. El espejo suavemente atrajo al demonio quién se convirtió en un
humillo blanco y delgado que se coló en el cristal. Quedando atrapado en él.
El espíritu infernal no soportaba
el agua porque le recordaba a Dios. Por eso no le era posible salir de la
superficie reflectora. Rápidamente Camilo empujó el espejo en el líquido – para que se
fuera al fondo del recipiente- y cerró la tapa del frasco; guardándolo celosamente
en un armario bajo llave hasta el día siguiente. Como sabía que era
extremadamente peligroso que alguien abriese el frasco y dejara escapar a Asmodeo;
decidió recolectar sus ahorros de años y destinar el dinero en establecer una
fiducia para mantener una bóveda de seguridad en un prestigioso banco local. Esto
lo hizo porque sabía que allí el frasco estaría seguro. Dado que ni siquiera el
mismísimo Satanás se atrevería a fastidiar a las entidades financieras -para Él
unos verdaderos extorsionistas-, ya que las consideraba organizaciones
manejadas maquiavélicamente por un puñado de indeseables que incluso para Sus propios
estándares eran de la peor ralea.
Así fue que, nuestro en
apariencia frágil, Camilo logró salirse con la suya una vez más. No sólo logró
salvar el propio pellejo y el de su amado grandulón, sino que puso en jaque a
toda la jerarquía infernal que no entendía cómo uno de sus lugartenientes más
poderosos había desaparecido tan misteriosamente. Un asunto de faldas, concluyó
la mayoría, había acabado con Asmodeo. Ya no sería más el amo de la magia negra
en cuanto a temas de amor y pasión se tratase.
Cuento escrito por David Turriago