María acababa de dar a luz a su primer hijo. Se hallaba
extenuada y sudorosa. Afortunadamente el trabajo de parto había sido
relativamente corto y como tal el alumbramiento no duro más de cinco minutos;
gracias a sus anchas caderas. Ella cobijaba al pequeño en su regazo, feliz pero
angustiada a la vez. ¿Qué habría podido suceder? No lo entendía, pero algo
tenía claro: defender su inocencia no sería nada fácil. Tal vez su marido tenía
algún pariente de color en su ascendencia y no lo sabía. ¿Qué sabía ella? Sólo
veía como Mario caminaba de un lado para otro de la habitación, como si en el
cuarto 412 de la Clínica Mediláser, de Neiva, hubiese un león atrapado.
Él estaba como loco; perdido.
Caminaba de un lugar a otro porque no sabía qué decirle a su familia, a sus
amigos. No podía entender cómo María podía haberlo traicionado de aquella
manera. Veía su nombre puesto en ridículo, sería la burla de todos y la
vergüenza de sus padres. Todo por culpa de María. ¿Cómo había podido ser tan
estúpido? ¿Cómo había podido creer que María no se volvería a ver con ese
hombre? ¿Cómo había confiado tanto en su esposa? ¿Cómo le había pasado eso a él,
que había vivido todo en esta vida y que conocía los entresijos del corazón
humano? ¿Cómo había podido ser tan ingenuo?
Un toque en la puerta de la
habitación llamó la atención de los dos. Ambos tenían un torbellino de
diferentes emociones por dentro y esperaban cualquier cosa de las primeras
visitas. En esta ocasión era Elizabeth Dussán, la única amiga de María en
aquella ciudad pequeña, provinciana e infernalmente caliente.
-Hola!- saludó Elizabeth con una sonrisa
amplia que hacía de sus ojos dos rayitas en su cara de mejillas abundantes y
tersa piel blanca. Mario la miró con ira, con ganas de ahorcarla. Seguro ella
estaba al tanto de los amoríos de su mujer con ese advenedizo vendedor
cachivaches. Elizabeth desconcertada, se movió rápidamente hacía su amiga y le
preguntó que pasaba. María no pudo aguantar más el llanto que tenía pasmado
ante la reacción del marido y empezó a sollozar bajito y susurró – Mario, cree que lo engañé Eli!- La madre
primeriza se mordió los labios para no alongar un lamento que podría despertar
la furia de su esposo. Elizabeth confundida abrió los ojos y le dijo también muy
bajito – No entiendo Mari, ¿qué pasa?- titubeó un poco - ¿Qué le pasa a Mario?
María le repitió que su marido
creía que lo había engañado y luego le mostró al pequeño neonato que dormía
plácido en un rinconcito entre el cuerpo de la madre y la cama de la clínica.
El niño era negro. Ese era el problema que encontraba tan inaceptable Mario.
Elizabeth puso los ojos como platos y balbuceó –¿Te volviste a ver a Dubán?-
María no pudo ocultar su consternación, si no le creía Elizabeth ¿Quién lo haría?
– No, te lo juro que no. Yo jamás le he sido infiel a Mario, nunca!.
Créeme
Eli, te lo suplico- Elizabeth encontró verdad en los ojos de su amiga, se
conocían desde que tenían seis años y sabía perfectamente cuándo le estaba
diciendo una mentira – Te creo, linda no te preocupes. ¿Qué vas a hacer con
Mario?; perdóname pero obviamente él puede pensar que no es suyo. – Lo se Eli,
pero no sé cómo explicar esto- replicó la mujer.
El celular de Mario sonó; eran
sus padres que ya se hallaban en la planta baja del edificio y querían ser
llevados a ver a su nieto, guiados por su hijo. Él salió del cuarto sin mirar a
las mujeres y dio un portazo. – Eli, no me dejes sola; eres lo único que tengo-
las dos mujeres se tomaron de la mano entrelazando los dedos. Se miraron
fugazmente y simultáneamente bajaron la vista hacia el bebé que dormía
tranquilamente. Por unos instantes se olvidaron de todo y sólo se dieron a la
contemplación de aquel milagro.
Pasaron varios minutos. La puerta
se abrió con fuerza. Entró Mario indignado, con la espalda recta y esa
expresión tan suya de que había algo debajo de su nariz que olía a excrementos.
El pelo negro y ondulado le caía sobre la cara, eso no le importaba. Él, con
todo lo alto que era, más que nunca parecía un tributo a la antigua dignidad desgastada,
por el paso del tiempo, sobre una de las familias más prestantes de la región.
Que antaño gobernaban el departamento del Huila, y que ahora sólo se limitaban a
ser ricos.
La verdad es que tanto Mario como
María descendían de una larga genealogía de la más alta alcurnia nacional.
Entre sus antepasados se contaban alcaldes, gobernadores, presidentes,
próceres, prohombres igual de renombrados pero de variopinta calaña. La mayoría
había sido una seguidilla de verdaderos explotadores, fieles a su tradición y
solemnidad como descendientes directos de los primeros encomenderos. Mientras
otros, los menos, habían logrado grandes avances para el país, como José
Hilario López que en el año 1851 abolió la esclavitud en Colombia. Cosa muy mal
vista por sus parientes; no sólo contemporáneos sino durante las generaciones
de las generaciones.
El mantenimiento de la sangre
“real”, María era descendiente de la familia Borbón gobernante de la Casa Real
española desde 1700, no sólo se basaba en las posiciones de poder o en el
sostenimiento de una engrasada maquinaria con diversos resultados a la hora de
producir dinero y perpetuar el patrimonio familiar. Para tales efectos no se
valían los enlaces con personas que no tuvieran los mismos abolengos. Por
tanto, entre la élite regional había una tradición bien especial; se efectuaban
matrimonios entre ellos mismos para dar continuidad a la sangre, el honor y el
patrimonio. Esto implicaba que eran frecuentes uniones entre parientes lejanos,
primos segundos, primos hermanos y en el pasado tíos y sobrinas.
Esa regla se había aplicado a
María y Mario en cierta medida. Ambos provenían de familias “bien” del Tolima
Grande, y el padre de ella y la madre de él eran primos hermanos. Sus padres se
conocían muy bien; ambos fueron criados en la misma casa, bajo la misma
disciplina y con el mismo desdén por todos los que no fueran como ellos.
Obviamente los jóvenes nuevos
padres eran colombianos “de azúcar”, de esos que se precian de ser
descendientes de españoles. Sangre criolla pero europea a la vez. Eso sí, sangre
sin diluir con las razas inferiores, que coincidencialmente habían sido las
víctimas de la destrucción, la barbarie y la esclavitud perpetuadas por sus ilustres
antepasados siglos atrás. Por esa certeza de que en sus genes, ni en los de su
esposa, había nada de negro Mario asumía el engaño de su joven y prometedora
mujer.
Detrás del indignado hombre
entraron sus padres. Primero la señora; toda una víbora pensó Elizabeth
mientras la vio entrar. Una mujer de ojos azules, nariz respingada y
gestualidad acartonada. Con una boca pequeña que sólo usaba para dar órdenes,
decir algún chisme de alta sociedad o desaprobar al marido. En efecto, ella era
la que llevaba la casa, las fincas, las inversiones, la unidad familiar y al
esposo que parecía tener un collar de perro siempre atado a la muñeca de su
esposa.
Ésta mujer madura, pero no por
eso menos atractiva, entró haciendo una mueca de desprecio y frotándose la
punta de los dedos. Era obvio que Mario le había contado todo lo referente a la
“diferencia” del bebé. La mujer llevaba puesto un vestido impoluto color beige
y unos zapatos de tacón que le hacían ver más esbeltas las bellas y tersas
piernas. El marido, siempre sumiso, ingresó detrás de ella con carita de “yo no
fui”. María se sintió totalmente indefensa ante aquella mujer que parecía
controlar el universo entero a un comando de su voz. En un instante se halló
desvalida, desprestigiada, desnuda ante aquella mujer para la que su supuesta
culpabilidad era tan patente como el sol de cada mañana.
María Antonia, como se llamaba la
suegra, al ver al niño levantó ligeramente el labio superior en un claro gesto de
asco. Era un niño negro, eso era todo. Solo eso le bastaba para no bajar a
María del epíteto de vagabunda descarriada. Mario no quitaba la vista de su
madre, ¿Qué diría ella? Le dolía en lo más profundo de la hombría haber sido
engañado por su esposa. El padre del niño sería un antiguo novio con el que incluso
llegó a vivir. Era un negro de Barranquilla; un simple comerciante de baratijas
que montó una prospera tienda en el centro de la ciudad.
La matrona volvió a ver a su hijo
con una mirada muy específica. Él la entendió al instante. Le pidió a Elizabeth
lo más calmado posible que les diera un rato a solas. La mujer no quiso dejar a
su mejor amiga y a su hijo con aquella gran anaconda que seguro los
estrangularía y los tragaría enteros. Pero María con un gesto le pidió que lo
hiciera. Elizabeth un poco confundida, y de repente con un terrible sentimiento
de estar fuera de lugar, se retiró silenciosamente de la habitación.
Una vez hubo salido, María
Antonia decretó – Ese hijo no es de Mario – lo hizo mientras le daba una mirada
a María que de haber podido la hubiera reducido a polvo. Luego miró a su marido
–De tal palo, tal astilla; Mario es tan ridículamente ingenuo y poco hombre
como tú Ricardo- el anciano recibió aquella bofetada con resignación. Pero para
Mario fue como si le hubiesen abierto el estómago y le extrajesen las entrañas.
Lo sufrió en lo más profundo de su ser. – Debes divorciarte de ella – dijo con
total sequedad la mujer. Mario intentó balbucear algo pero no le salió nada,
ante aquel poder no había escapatoria. María contempló la escena atónita,
sentía que estaba en un mal sueño. No se la creía. Mientras tanto el hermoso
bebé, era bastante encantador, movía dormido las pequeñas manos.
De repente todo se quedó estático,
como detenido. La mandona rompió el hechizo de un segundo fuera del tiempo -Me voy para no hacer algo de lo que me pueda
arrepentir-, miró con los ojos encendidos en fuego a María –No puedo creer que
tú me hayas hecho esto a mí – torrentes de veneno salieron despedidos por los
aires en esa simple frase. La mujer salió rauda. El esposo miró a su hijo con
verdadero pesar y se despidió con una sonrisa leve de María, para salir
velozmente para no perder a su mujer.
Desde los pies, algo subió a la
cabeza de Mario. Ira, dolor, desconcierto, dignidad destrozada, vergüenza se
apoderaron de él – ¿Por qué me hiciste esto?, yo te amo! – gritó el hombre
mientras se jalaba el pelo desordenado sobre la cara. María no pudo contener el
lamento. Afortunadamente, por alguna razón, el bebé siguió durmiendo. Con voz trémula, dolida, cansada la mujer le
replicó – Yo sé que es imposible de creer, pero yo jamás te he sido infiel-
hizo una pausa para tragar saliva y apagar un sollozo –Te lo juro Mario, este
hijo es tuyo. No ha habido otro hombre en mi vida. No veo a Dubán desde hace
más de dos años. Por favor créeme- esto último lo dijo con voz ahogada y de
manera casi inaudible. Se mordió los labios y mirando fijamente al marido
lloró, lloró y lloró. Sus ojos decían la verdad. Ella decía verdad y Mario lo
vio en sus ellos.
Confundido el hombre salió de la
habitación, tropezando con Elizabeth que entraba en ese justo momento. -¿Qué
pasó mona?- le preguntó adivinando el desastre – Mario no me cree y su madre
quiere se divorcie de mi- dijo la nueva madre con voz todavía más ahogada en un
lamento. Apretó ligeramente al niño en sus brazos y lo besó. Eso fue lo único
que atinó a hacer.
Lo que nadie sabía en ese momento
era que el bebé era fruto de un extraño suceso genético llamado telegonía. Que en
pocas palabras se trata de la “impregnación” de una mujer por un hombre al que
anteriormente ha amado profundamente y su posterior influencia en la
descendencia de ésta, aunque él no la haya engendrado. Por esta razón el niño
era negro. En el pasado María había amado tanto a Dubán que su futuro hijo, por
alguna razón incomprensible, se parecería a él aunque no fuera el padre. Pero
lo realmente sorprendente de esta historia no fue la ocurrencia de este extraño
evento.
Pasados algunos minutos regresó
Mario más calmado y con olor a cigarrillo. Tenía que confirmarlo, lo había
visto en sus ojos! Se acercó ligero hacia su mujer y el niño. Elizabeth que
notó la energía conciliadora de él, se puso en pie y sin decir nada abandonó la
estancia. – María, ¿es cierto lo que dijiste?- titubeó un poco – ¿El niño es
mío? – lo hizo tocando suavemente y con cierto encanto paternal el gorrito azul
que cubría la cabeza del morochito en el regazo de su esposa. María lo miró a
los ojos y con lágrimas en los propios asintió. Eso fue suficiente. Mario lo
entendió y aceptó todo sin reservas, sin sombras de duda. Ese niño era su hijo.
No importó lo que pasó después.
Las habladurías, los cuernos de carnero que dibujaban los chismes en la cabeza
de aquel hombre, las amenazas de su madre, las bofetadas que recibió María en
la mirada de sus conocidos de sociedad. Nada. Esa tarde de calor magmático y
pegajoso, de melancólicas matronas humildes viendo desde sus casas el
atardecer; al margen del río la Ceiba, de cientos de motociclistas inundando
las calles revueltas a horas pico. En medio del aquel valle donde se halla la
canícula eterna de la ciudad de Neiva; un hombre creyó lo imposible. Esto
porque lo vio en los ojos, llenos de lágrimas, de la mujer que amaba.
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