Ella. Se hallaba en aquel lugar por la
melancolía que se respiraba. Las luces tenues, la música nostálgica y la
multitud de almas perdidas y solitarias que resonaban con su interior. Además,
estaba allí porque se sentía cansada. Su trabajo era demasiado absorbente, en
exceso demandante y algunas veces francamente difícil; doloroso. Muchas veces
le pesaba lo que hacía; cuando todavía no era el tiempo. Por esta razón, quería
tomarse un par de tragos, relajarse y olvidar un poco la rigidez que su
profesión le exigía. En ese momento sonaba un bolero que le encantaba; “El día
que me quieras” de Carlos Gardel. Un estupendo músico, recordó, curiosamente lo
había conocido algún día a bordo de un avión.
Él. Era una de esas almas perdidas. Pocos
meses atrás había muerto la amante esposa que le había entregado su vida, la
mujer que fue todo para él. Quería beber e intentar olvidar, aunque sabía que
tenía la batalla perdida; no tenía otra opción que sufrir su ausencia. “El día
que me quieras”, con esa canción había logrado enamorar a Aurora casi cuarenta
años atrás. Esa canción le traía tantos recuerdos! El dolor asfixiaba su pecho
y hacia pesados sus párpados; quería cerrarlos, dormir y no volver a despertar.
A ella ese hombre mayor, de cabello
cano, barriga episcopal e irremediablemente muerto de amor le llamó la
atención. Sus ojos punzantes estudiaron cada gesto, cada grito inaudible, cada
lágrima de ternura. Ella lo supo todo; tenía esa particular capacidad que casi
nadie tiene. Era un hombre que estaba muriendo, desvaneciéndose lentamente bajo
el implacable peso de una pena de amor. De la ausencia. Era un hombre que no
tenía nada que perder, al que no le importaba nada y eso la cautivó. Había algo
en él que le atraía poderosamente, su instinto de cazadora se activó. Debía
acercarse a él.
La música cambió en aquel lugar, La
Esquina del Tango se llamaba, una vieja casa quinta convertida en un punto de
encuentro para la nostalgia, para la tristeza y la pasión. La casona se hallaba
en medio del barrio Chapinero, uno de los más antiguos de Bogotá. “Yo no sé qué
me han hecho tus ojos”, un tango maravilloso de Francisco Canaro, perfiló las
primeras notas en el aire de aquel recinto ambientado con el humo de multitud
de cigarrillos, voces roncas y quedas, y rostros largos que se habían quedado
anclados en otro tiempo.
Ella no pudo contenerse. Se tomó un trago
de golpe y se dirigió hacia aquel hombre con la determinación que la
caracterizaba. Al estar frente a él le pidió que bailaran, lo hizo con voz
tímida y rogando no recibir un rechazo.
Él no quería nada. No le interesaba
alternar con nadie, sólo quería hundirse en su dolor. Menos le interesaba
bailar un tango, porque el tango había sido una pasión compartida con su difunta
esposa. Sin embargo, al ver a aquella mujer de rostro radiante, piel canela,
ojos almendrados de color aceituna, cuerpo angelical, largo y aromático pelo
negro y sonrisa luminosa no se pudo resistir. Pero no porque fuera mucho más
joven que él o porque fuera indiscutiblemente bella. Sino por el embrujo de sus
ojos, la sinuosidad de sus movimientos, la atracción ciega del Vacío. Se tomó
un trago, se puso en pie y salieron a la pista.
Ambos estaban embelesados. Él no podía
quitar sus ojos de los ojos de ella, estaba hipnotizado. Sintió que la amaba,
que la deseaba con locura, que en ella encontraría lo que tanto anhelaba. Él
quería sumergirse en sus ojos, fundirse en su ser. Estar cobijado bajo sus
alas.
Ella se sentía un poco confusa, llevaba
mucho tiempo sin sentir algo parecido. Mujeres y hombres le habían despertado
cierta atracción; en esas ocasiones ella los seguía, los contemplaba en
silencio en medio de sus tareas cotidianas, les daba un dulce beso mientras
dormían, se presentaba ante ellos como una paloma, un susurro en el viento o
como un niño jugando en la calle. Pero como eso nada! No sabía desde hace
cuánto tiempo no había sentido algo así.
Entre tanto, los dos cuerpos, muy
cerquita el uno del otro, se movían al unísono. Dos seres que se fundían en un
abrazo cósmico. Por pura Ley de la Atracción los labios pronto se juntaron en
un beso de pasión, de locura, añoranza, de necesidad ciega y febril. Mientras
tanto el tango se deslizaba oscilando por ese mágico lugar:
“Yo
no sé qué me han hecho tus ojos y al mirarme me matan de amor,
Yo
no sé qué me han hecho tus labios, que al besar mis labios se olvida el dolor…”
Esos labios carnosos, frescos y rojos.
El olor a rosas de su pelo. La sensación de esa piel suave y perfecta. La
vibración de un corazón insondable. Él lo percibió todo y ese conjunto, esa
mujer le hizo olvidar la pena inmensa que embargaba cada resquicio de su alma.
Se sintió feliz de nuevo y quiso entregarse en cuerpo y alma a Ella; a la Santa
que con un beso le había ofrecido la pasión de un amor tempestuoso, radical y
profano. Todo lo que no había vivido con Aurora, todo lo que ahora sentía por
Ella.
Ella, un poco prevenida. Un poco
sorprendida. Quiso romper el abrazo. Pero no lo consiguió, cada partícula de su
ser se fusionaba, vibraba, se deshacía para volver a construirse con algo de la
esencia de aquel hombre. Era sólo un hombre, eso era cierto, pero ella había
caído perdidamente enamorada. Las malas pasadas del amor, en ocasiones juegan
incluso con la Muerte. Se burlan de ella y hacen presa de su carne trémula.
Fue entonces que Ella lo miró
directamente a los ojos. Ya no se trataban de una mirada tímida de color oliva,
era unos profundos ojos negros como el Abismo mismo. Un mándala de ascuas incandescentes
se posó sobre su coronilla, una sonrisa amplia y sincera enmarcada en unos
labios jugosos y negros le permitieron, a él, ver su verdadera naturaleza.
Él la apretó contra su pecho, mientras
discurrían las últimas notas de ese tango serpenteante. Le susurró al oído que
quería estar con Ella, que no lo dejará. Y si, el amor lo puede todo, incluso
doblegar a la Muerte. Ella aceptó con una sonrisa de adolescente enamorada. Sus
ojos no podían ocultar lo que sentía por él. Amor a primera vista dirían
algunos!
Cuando se acabó la canción. Él volvió a
su mesa, se tomó un trago y se quedó mirando al infinito; esperando que Ella
viniese por él. Permaneció inmóvil, detenido en el tiempo. Nadie se dio cuenta
de nada. Nadie percibió como él se alejaba de aquel lugar tomado de Su mano, abandonando
aquel cuerpo para siempre. Se quedó con Ella, un Amor Eterno. La perpetúa y
final dueña de su corazón.
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