Las mejores épocas de nuestras vidas son aquellas en las que acopiamos el suficiente valor como para rebautizar nuestra maldad como lo mejor que hay en nosotros"

Friedrich Nietzsche

lunes, 18 de enero de 2016

Cuento: Ella

Ella. Se hallaba en aquel lugar por la melancolía que se respiraba. Las luces tenues, la música nostálgica y la multitud de almas perdidas y solitarias que resonaban con su interior. Además, estaba allí porque se sentía cansada. Su trabajo era demasiado absorbente, en exceso demandante y algunas veces francamente difícil; doloroso. Muchas veces le pesaba lo que hacía; cuando todavía no era el tiempo. Por esta razón, quería tomarse un par de tragos, relajarse y olvidar un poco la rigidez que su profesión le exigía. En ese momento sonaba un bolero que le encantaba; “El día que me quieras” de Carlos Gardel. Un estupendo músico, recordó, curiosamente lo había conocido algún día a bordo de un avión.
Él. Era una de esas almas perdidas. Pocos meses atrás había muerto la amante esposa que le había entregado su vida, la mujer que fue todo para él. Quería beber e intentar olvidar, aunque sabía que tenía la batalla perdida; no tenía otra opción que sufrir su ausencia. “El día que me quieras”, con esa canción había logrado enamorar a Aurora casi cuarenta años atrás. Esa canción le traía tantos recuerdos! El dolor asfixiaba su pecho y hacia pesados sus párpados; quería cerrarlos, dormir y no volver a despertar.

A ella ese hombre mayor, de cabello cano, barriga episcopal e irremediablemente muerto de amor le llamó la atención. Sus ojos punzantes estudiaron cada gesto, cada grito inaudible, cada lágrima de ternura. Ella lo supo todo; tenía esa particular capacidad que casi nadie tiene. Era un hombre que estaba muriendo, desvaneciéndose lentamente bajo el implacable peso de una pena de amor. De la ausencia. Era un hombre que no tenía nada que perder, al que no le importaba nada y eso la cautivó. Había algo en él que le atraía poderosamente, su instinto de cazadora se activó. Debía acercarse a él.

La música cambió en aquel lugar, La Esquina del Tango se llamaba, una vieja casa quinta convertida en un punto de encuentro para la nostalgia, para la tristeza y la pasión. La casona se hallaba en medio del barrio Chapinero, uno de los más antiguos de Bogotá. “Yo no sé qué me han hecho tus ojos”, un tango maravilloso de Francisco Canaro, perfiló las primeras notas en el aire de aquel recinto ambientado con el humo de multitud de cigarrillos, voces roncas y quedas, y rostros largos que se habían quedado anclados en otro tiempo.

Ella no pudo contenerse. Se tomó un trago de golpe y se dirigió hacia aquel hombre con la determinación que la caracterizaba. Al estar frente a él le pidió que bailaran, lo hizo con voz tímida y rogando no recibir un rechazo.

Él no quería nada. No le interesaba alternar con nadie, sólo quería hundirse en su dolor. Menos le interesaba bailar un tango, porque el tango había sido una pasión compartida con su difunta esposa. Sin embargo, al ver a aquella mujer de rostro radiante, piel canela, ojos almendrados de color aceituna, cuerpo angelical, largo y aromático pelo negro y sonrisa luminosa no se pudo resistir. Pero no porque fuera mucho más joven que él o porque fuera indiscutiblemente bella. Sino por el embrujo de sus ojos, la sinuosidad de sus movimientos, la atracción ciega del Vacío. Se tomó un trago, se puso en pie y salieron a la pista.

Ambos estaban embelesados. Él no podía quitar sus ojos de los ojos de ella, estaba hipnotizado. Sintió que la amaba, que la deseaba con locura, que en ella encontraría lo que tanto anhelaba. Él quería sumergirse en sus ojos, fundirse en su ser. Estar cobijado bajo sus alas.

Ella se sentía un poco confusa, llevaba mucho tiempo sin sentir algo parecido. Mujeres y hombres le habían despertado cierta atracción; en esas ocasiones ella los seguía, los contemplaba en silencio en medio de sus tareas cotidianas, les daba un dulce beso mientras dormían, se presentaba ante ellos como una paloma, un susurro en el viento o como un niño jugando en la calle. Pero como eso nada! No sabía desde hace cuánto tiempo no había sentido algo así.

Entre tanto, los dos cuerpos, muy cerquita el uno del otro, se movían al unísono. Dos seres que se fundían en un abrazo cósmico. Por pura Ley de la Atracción los labios pronto se juntaron en un beso de pasión, de locura, añoranza, de necesidad ciega y febril. Mientras tanto el tango se deslizaba oscilando por ese mágico lugar:

“Yo no sé qué me han hecho tus ojos y al mirarme me matan de amor,
Yo no sé qué me han hecho tus labios, que al besar mis labios se olvida el dolor…”


Esos labios carnosos, frescos y rojos. El olor a rosas de su pelo. La sensación de esa piel suave y perfecta. La vibración de un corazón insondable. Él lo percibió todo y ese conjunto, esa mujer le hizo olvidar la pena inmensa que embargaba cada resquicio de su alma. Se sintió feliz de nuevo y quiso entregarse en cuerpo y alma a Ella; a la Santa que con un beso le había ofrecido la pasión de un amor tempestuoso, radical y profano. Todo lo que no había vivido con Aurora, todo lo que ahora sentía por Ella.

Ella, un poco prevenida. Un poco sorprendida. Quiso romper el abrazo. Pero no lo consiguió, cada partícula de su ser se fusionaba, vibraba, se deshacía para volver a construirse con algo de la esencia de aquel hombre. Era sólo un hombre, eso era cierto, pero ella había caído perdidamente enamorada. Las malas pasadas del amor, en ocasiones juegan incluso con la Muerte. Se burlan de ella y hacen presa de su carne trémula.

Fue entonces que Ella lo miró directamente a los ojos. Ya no se trataban de una mirada tímida de color oliva, era unos profundos ojos negros como el Abismo mismo. Un mándala de ascuas incandescentes se posó sobre su coronilla, una sonrisa amplia y sincera enmarcada en unos labios jugosos y negros le permitieron, a él, ver su verdadera naturaleza.

Él la apretó contra su pecho, mientras discurrían las últimas notas de ese tango serpenteante. Le susurró al oído que quería estar con Ella, que no lo dejará. Y si, el amor lo puede todo, incluso doblegar a la Muerte. Ella aceptó con una sonrisa de adolescente enamorada. Sus ojos no podían ocultar lo que sentía por él. Amor a primera vista dirían algunos!

Cuando se acabó la canción. Él volvió a su mesa, se tomó un trago y se quedó mirando al infinito; esperando que Ella viniese por él. Permaneció inmóvil, detenido en el tiempo. Nadie se dio cuenta de nada. Nadie percibió como él se alejaba de aquel lugar tomado de Su mano, abandonando aquel cuerpo para siempre. Se quedó con Ella, un Amor Eterno. La perpetúa y final dueña de su corazón.



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