El siguiente es un artículo de opinión de
un colaborador del blog sobre el tema en cuestión. Aunque puede ser un poco
largo y tal vez algo denso al comienzo vale la pena darle una ojeada.
Cuál es el sentido de la vida? Una
pregunta interesante y por cierto imposible de contestar plenamente por un
simple ser humano. Debo advertir que las siguientes líneas son sólo un abordaje
superficial a la respuesta.
Pero para comenzar cualquier aproximación
en torno a ésta se deben responder otras dos dudas previamente; una de ellas de
carácter personal, la otra de carácter metafísico. Es necesario advertir que
para poder seguir adelante las respuestas a dichas preguntas deben terminar
convirtiéndose en supuestos. Adicionalmente, es menester adoptar un tercer
paradigma general. Para comenzar así la exploración sobre la base de tres
afirmaciones principales.
Sin dar más rodeos, aquí vienen las dos
preguntas. La primera se enmarca en la esfera personal, viniendo como sigue: me
interesa saber cuál es el sentido de la vida?. Hay múltiples respuestas ante
esta interrogante, sin embargo para poder hacer una verdadera aproximación a la
cuestión inicial se debe responder afirmativamente a esta inquietud. De lo
contrario, realizaremos un vano intento dialéctico que terminará en desinterés
y en la minimización de la pregunta central. Debemos estar listos a salirnos
del marco de pensamiento habitual para poder ver otras opciones o dimensiones
de abordaje del problema. Para lo cual sin duda, se requiere el compromiso con
querer entender este sentido por parte de quién pregunta; porque hacerlo
implica un esfuerzo real de parte de dicho individuo.
En segundo lugar, la otra pregunta deviene
de un ámbito más metafísico si se quiere, ésta es: existe un sentido para la
vida? Para continuar la respuesta debe ser afirmativa. Es curioso ver que
dicho resultado puede ser considerado como un acto de fe, y que al mismo
tiempo, y después de un análisis personal puede ser respondida
negativamente. Es decir, para poder iniciar el trabajo debemos partir de
la creencia de que si existe dicho sentido. Pero después de masticar el asunto
la conclusión puede llevarnos a inferir que dicho sentido no existe. Eso
lo juzga en última instancia cada valiente interlocutor; consigo mismo, con
la verdad.
No debemos olvidar señalar el tercer
principio que no se desprende de una interrogante sino de una afirmación muy
personal: el sentido de la vida, esta verdad, depende de quién la mire. Mi
sentido de la vida, no es el mismo que la de mi vecino, mi hermano o de un
ciudadano que vive del otro lado del mundo. O en otros términos, el sentido de
la vida de un niño no es el mismo que el de un anciano o la razón vital de un
gerente de multinacional no es el mismo al de una aborigen sumergida en alguna
selva ignota del planeta.
En este orden de ideas, una verdad
universal es que la visión de la verdad depende de la luz con la que se la
mire; y esa luz la da “el que la mira”. En este caso, alejado de querer
mostrar una verdad general o superior que esté por encima de todos los
individuos. Señalo que la verdad la hacemos los mismos individuos.
Sólo a modo de aclaración defino que no
busco dar una visión general y última de la respuesta a la duda central. Pero
que si uso algunos conceptos generales que se pueden abordar también desde la
perspectiva de la física moderna y la física cuántica cómo el concepto acción-
reacción, de la mutabilidad o el principio del observador. Adicionalmente el
lector se dará cuenta que equiparo en el discurso la felicidad con el sentido vital;
porque sin duda creo que son una única cosa. Con la anterior afirmación estoy
respondiendo la pregunta inicial en apariencia. Pero no es tan sencillo.
Retomando el hilo principal, cada quién
debe buscar su propia razón vital. A modo de opinión señalo que hay que tener
cuidado de quienes nos quieren salvar con sus ideas; porque no son más que eso:
ideas. No son verdades. Es por esto, que de ahora en adelante hablaré
exclusivamente del sentido de mi vida y no del sentido que puede adquirir la
experiencia vital para nadie más.
Resumiendo, para acércame a la pregunta:
cuál es el sentido de la vida? debo sustentarme en los siguientes supuestos:
* Estoy
interesado en entender el sentido de la vida.
* Hay un sentido para mi vida.
* Mi sentido de la vida es mío,
individual. Cada quién debe buscar el suyo.
Ahora bien, para iniciar resalto que en mí
concepto el sentido de la vida está ligado profundamente con el concepto de
transcendencia. La transcendencia no entendida como algo abstracto, exclusivamente
metafísico y etéreo. De hecho, la transcendencia es todo lo contrario: es la
necesidad real que siente todo ser vivo de vencer a la muerte, a la propia
aniquilación. La muestra más clara de esto es la necesidad que tiene todo ser
viviente de reproducirse.
Para todos es bien conocido que todos los
seres, siguiendo obviamente sus propios ciclos vitales, hacen lo que sea
necesario para transmitir sus genes a la próxima generación. Es así como las
grandes migraciones con fines reproductivos, las hermosas flores o las
esporas, la lucha a muerte entre machos, la escogencia por parte de las
hembras de los ejemplares masculinos más aptos, los largos periodos de
gestación o la gran cantidad de crías son en efecto algunas de las adaptaciones
que un sin número de especies ha adoptado para vencer a la muerte: para
asegurarse que una parte de sí mismo va a seguir viviendo aún después de la
desintegración de su cuerpo físico.
Por tanto, la búsqueda de la
transcendencia, que obviamente también está presente en el ser humano, no tiene
tanto de espiritual y tiene más de animal de lo que solemos pensar. De
hecho, es por la necesidad de reproducirnos y asegurar nuestros genes que somos
capaces de hacer lo que sea por nuestros hijos. Un buen número de nosotros
trabajamos por ellos incansablemente, negándonos incluso a nosotros mismos, con
la esperanza de darle las mejores oportunidades de prosperar y sobrevivir.
Por supuesto, esta no es la única forma de
trascender que ha hallado el ser humano. Una de las cosas que nos diferencia de
los animales es que somos también seres simbólicos. Por tanto, encontramos
maneras simbólicas de trascender. Muchos de nosotros queremos dejar impronta;
una huella indeleble en la historia, la literatura, el arte, la música, la
filantropía, el trabajo o más comúnmente en la vida familiar. Nadie quiere ser
mal recordado a la hora de partir. En efecto, todos queremos que nuestros
descendientes nos recuerden y que sea favorablemente; no queremos desaparecer
sin más en el constante soplido de los vientos del tiempo.
Además de estos ámbitos simbólicos, hay
otro en el que no me extenderé aquí, aunque si más adelante. Se trata de la
religión. Lo que ésta nos permite, entre otras muchas cosas, es darnos a
nosotros mismos una duración incorpórea después de la muerte. De hecho, todas
las religiones que conozco tienen el componente de darle sentido a la vida por
medio de la muerte- lo que es lo mismo que darle sentido a la muerte misma -, a
través del concepto de “la otra vida”. Este concepto se ha mezclado con
valoraciones morales subjetivas para dar una noción de recompensa o causalidad;
haciendo así de vital importancia la adherencia a las normas de comportamiento
“deseables” para la consecución de una mejor “vida futura”.
En síntesis, la religión, las buenas
acciones, los “legados para la humanidad” desde un punto de vista simbólico son
algunas de las maneras que encontramos para trascender. Pero también hay otras
formas, que lejos de considerar malas, entiendo cómo más rudimentarias y
vacías en las que el ser humano de hoy logra encontrar un sentido de
trascendencia. Me refiero entre otras a la acumulación de riquezas o bienes
materiales.
Sin duda en Occidente, noción de la que
soy heredero culturalmente, aún en la actualidad bebemos de las aguas del
materialismo dialectico y el positivismo filosófico que definieron lo que
comúnmente se conoce como “Modernidad”. La radicalización de dicho materialismo
tuvo múltiples y variadas consecuencias: por ejemplo permitió el avance de la
ciencia y la tecnología de manera vertiginosa, y mejoró la calidad de vida
material de los seres humanos en cuanto a indicadores desnudos se refiere. Pero
también fue el caldo de cultivo para que en el Siglo XX se perpetuaran las
peores atrocidades contra la Humanidad y contribuyó a la “materialización” y la
“objetivación” de los todos los fenómenos humanos.
Es por esto, que llegamos a pensar que
todo lo que no se puede medir en un laboratorio no existe. Relegando a la
oscuridad un sinfín de realidades humanas y no humanas que simplemente no
comprendemos. Dándosele el estatus de “verdad única” a todo lo tangible,
medible y definible. Concepto que mezclado con la natural avaricia humana
maximiza las dimensiones de los logros y las posesiones materiales.
De este modo, desde pequeños somos
orientados hacia el objetivo material. Asumiendo cómo fundamento de la
existencia la obtención de todo aquello que es tangible. Así, en mi caso, se me
enseñó que debía estudiar para ser “alguien en la vida”, entendiéndose cómo una
persona que tuviese su propia familia, su casa, su automóvil, su finca de
recreo, etc. Ofreciendo siempre una independencia y una estabilidad económica
al núcleo familiar que “debía” formar. Nunca se me enseñó que debía buscar
valores espirituales por encima de una identidad religiosa o que debía pensar
mi vida por mí mismo por ejemplo.
Se me dijo que la felicidad estaba en esa
imagen: la casa, el carro, los hijos, la esposa y hasta el perro. Obviamente en
medio de una sociedad que no enseña a pensar y decidir, sino a repetir patrones
asumí esos valores cómo míos. Pero, es ese el sentido de la vida?. La respuesta
vino con el tiempo; mostrándome que en mi caso allí no está la felicidad y que
por tanto este no es el sentido de mi existencia.
Llama la atención que más bien temprano en
mi vida me di cuenta que no era eso lo que quería para mí. Que reproducir el
modelo, por cierto irreal e inocentemente hipócrita, del padre y esposo de
ensueño no iba con mi naturaleza. Pero eso no me impidió intentar más tarde
alcanzar algo parecido – movido por necesidades psicológicas primarias basadas
en mis carencias afectivas infantiles -, obviamente sin los resultados
esperados y con consecuentes daños colaterales para varios actores de aquella
tragicomedia; para mí mismo, la fémina en cuestión y la hija que tenemos juntos.
Al mismo tiempo, y moviéndome a otras
experiencias de mi vida puedo decir que en la sociedad occidental actual vencer
a la muerte – lo que es lo mismo que la trascendencia – se puede leer como
igual a hallar la “eterna juventud” y mantener la “eterna belleza”. Durante algún
momento de vida asumí que para ser feliz tenía que sentirme bien conmigo mismo
y para hacerlo tenía que seguir el patrón de belleza instaurado en la sociedad
en la que vivo. Por tanto, me inscribí en un gimnasio y comencé una rutina
fuerte de entrenamiento; después de algunos años, de esfuerzo y algo de ayuda
extra logré el cuerpo que quería. Buscaba lograr un efecto psicológico a través
de un cambio físico y sinceramente no lo conseguí; porque cuando llegué a mi
meta quise más.
Pretendí hallar la perfección estética,
alimentar mi ego a través de las miradas furtivas de los demás y de los elogios
constantes. Pero allí no encontré la felicidad; sólo una profunda
insatisfacción por no ser “más perfecto”.
Hace unas semanas, leí algo así como que
la búsqueda de la perfección física es un intento de vencer a la enfermedad y
la muerte, a través de la sensación de juventud y de salud. Sinceramente pienso
que es así. De nuevo busqué vencer a la muerte simbólicamente;
viéndome fuerte, sano y atractivo así en mi interior no me sintiera así. Lo que
evidentemente demuestra que para mí ver las cosas de ese modo no es más que una
ilusión, un autoengaño. Me di cuenta que era todavía más ilusorio al percibir
que mis aspectos físicos cambiaron con rapidez una vez dejé de entrenar.
Obviamente porque el cuerpo es un elemento extremadamente cambiante.
Paralelamente, sí se aborda la pregunta
desde otro ángulo es evidente que esta edad de la competencia despiadada y el
mercado global ejerce sobre nuestro ser una poderosa influencia, especialmente
si estamos involucrados directamente en el mundo inmisericorde del capitalismo
rampante y la supervivencia del más fuerte. Uno de los productos de esta
realidad es que el concepto del éxito - entendiéndose cómo la rápida
consecución de los objetivos dentro de un contexto empresarial, objetivos que
inexorablemente deben estar alineados con los objetivos de la organización –
se ha convertido en la religión de las últimas décadas. El que sigue esta
nueva tendencia “religiosa” no busca beneficios espirituales, se acerca a ella
con el fin adquirir influencia, dinero y poder.
Aquel que se considera exitoso no es aquel
que hace bien su trabajo o que ama lo que hace; es el que logra subir más alto
en medio de una carrera feroz donde aplastar al “oponente” es la norma.
Asimismo, se convirtió en regla general vender los propios valores,
criterios y opiniones en favor de ayudar a los que están más arriba en la
jerarquía a alcanzar el éxito propio – sumado a otros “valores” como la
adulación, el servilismo, el “clasismo empresarial”, etc. Todo este juego se
traduce en última instancia en ganancias cada vez más grandes para los
inversionistas, obviamente a cualquier costo. Es una cultura de siempre
querer más, de no saciarse con nada, de ‘’quererse comer el mundo”.
El éxito profesional en estas
circunstancias para mí no es el motivo de la existencia por varias razones.
Primero, porque así nunca me “saciaría”. Nunca llegaría a la meta, porque bajo
este esquema de pensamiento cuando se llega siempre se quiere una “tajada” más
grande y no se disfruta el logro alcanzado; produciendo así una sensación
constante de frustración mezclada con avaricia. Una especie de vacío que en lo
personal no es satisfactorio y puede llegar a ser perturbador. De esta manera,
cuando menos uno se da cuenta le ha dado al contexto empresarial lo mejor de sí
mismo; sacrificando en el altar de la inmolación corporativa los valores, las
posturas, el tiempo, la familia, los propios gustos e incluso la
personalidad. Intercambiando así, literalmente vida por cosas materiales y
efímero poder.
En segundo lugar, me parece personalmente
triste y deprimente que el sentido de mi vida sea dar mi sangre para satisfacer
la ambición y la voracidad de otros. Que tenga que dejar de ser quién soy, que
tenga que ofrecer el tiempo con aquellos a quienes amo, que tenga que lavarme
el cerebro y “automotivarme” para alcanzar el éxito profesional. Para mí eso no
tiene otro nombre que esclavitud voluntaria.
Recapitulando, en la sociedad de hoy los
valores sociales, morales y me atrevería decir espirituales más importantes son
el éxito profesional, la abundancia económica y la belleza física. Lo que no
vemos tan claramente es que estos valores realmente son una trampa, porque a
través de la adhesión a ellos nos convertimos en una “máquina” de
consumo. De hecho, considero que la educación desde la más temprana edad en
Occidente está orientada a convertirnos en trabajadores/ consumidores ideales.
Desde infantes nos enseñan a seguir
patrones, a masacrar nuestra individualidad y nuestras propias ideas en función
de absorber contenidos que nos permitan ser buenos trabajadores en el futuro.
Para así tener una posición lo más aventajada posible para consumir y acumular
efectos materiales en la edad adulta. Casi nada y casi nadie nos enseña a tomar
las propias decisiones, a determinar y pensar la vida según nuestro
propio corazón, a ser responsables de nosotros mismos desde la
perspectiva de la conciencia; no desde la perspectiva del castigo.
En este marco conceptual, el bienestar -
una vez satisfechas las necesidades básicas- se basa en poder consumir algo que
no necesitamos; con la mayor frecuencia posible. Obviamente para lo cual es
indispensable el éxito para producir el dinero con el cual hacerlo; lo que nos
lleva, en un sentido figurado, a intercambiar nuestra sangre y nuestra alma por
baratijas y basura que no nos es necesaria y que finalmente está diseñada para
durar lo menos posible; para que consumamos más de los mismo cuanto antes. Siguiendo
esta línea de pensamiento, la felicidad y el bienestar no tiene nada que ver
con la consciencia de sí mismo, los valores espirituales –me refiero a aquellos
que no tienen que ver con el lavado de cerebro que nos proporcionan en la vida
práctica la mayoría de las religiones actuales- o la determinación del propio
destino orientado hacia valores personales.
Ahora me pregunto: en este escenario
encuentro el sentido de la vida? La respuesta es no. Sin embargo, debo gritar a
los cuatro vientos que romper el ciclo mencionado no es fácil!. Aprovecho para
aclarar aquí que para romper estos patrones no es necesario esconderse en las
montañas o meterse en un convento. Pienso que el ciclo se rompe desde dentro;
con consciencia no con diatribas como este escrito o con dolorosa abstención.
Para mí, nuestro modo de vida es cómo una adicción a la que fuimos
condicionados desde niños, por eso es tan difícil detenerla o incluso darnos
cuenta de ella.
En este orden de ideas, para nosotros
desde chicos la televisión, la tecnología, el entretenimiento, la moda, los
requerimientos del trabajo y el estudio, los medios masivos comunicación, la
propaganda y la constante paranoia que nos hace pensar que el mal está fuera de
nuestro fuero interno no nos permiten ver más allá de una realidad
condicionada; una pantalla de cine dónde vemos convenientemente un film en
el que somos las víctimas indefensas y en el que el mal se halla en todo
lo que es diferente a nosotros. Así vivimos engañados.
Es aquí donde quiero detenerme sólo un
poco. Sentimos que todo lo que es diferente a nosotros o a nuestra imagen
idealizada - de nosotros mismos, la sociedad o el ser humano - es malo o
potencialmente peligroso. Por eso solemos juzgar en todo momento a otros seres
humanos que en apariencia son diferentes; incluso sin conocerlos. Vemos a los
demás como mezquinos, egoístas, antipáticos, raros, malos, etc. Lo curioso es
que en la mayoría de los casos ni siquiera sabemos el nombre del sujeto de
nuestro juicio - mucho menos sabemos que sienten, que piensan o cuáles son sus
problemas o motivaciones – y en medio de ese desconocimiento le damos toda
clase de adjetivos.
Por simple lógica cuando hacemos esto no
estamos realmente hablando de esas personas, porque no se puede hablar con
certeza de lo que no se conoce, en cambio si lo hacemos de nosotros mismos.
Volcamos y reflejamos todo lo que no nos gusta de nuestro interior o exterior,
que por supuesto si conocemos, y lo hacemos ver como cualidades objetivas de un
virtual desconocido. Por eso cada vez que juzgamos a los demás por su
apariencia – entiéndase no sólo por su aspecto físico, sino también por lo que
creemos que es – estamos ejecutando el juicio sobre nosotros mismos. Por eso
creo que juzgar a los demás es una pésima manera de ser feliz, porque siempre
nos vamos a hallar culpables inconscientemente de aquello que no queremos
aceptar.
Finalmente al mirar el problema desde otra
óptica, desde el punto de vista religioso, es evidente que hay mucho por decir.
Sin embargo, hablaré sobre lo que se; lo que he vivido. He buscado
respuestas al sentido de la vida y a la vivencia de la felicidad a través de
diferentes caminos: Catolicismo, Cristianismo Evangélico, Islam, Judaísmo,
Budismo. He descubierto que todos estos caminos tienen fragmentos de esa verdad
que he buscado, siendo algunos de estos senderos más claros para mí que otros,
cada uno tiene partes fraccionadas a las necesidades totales de mí ser.
Aquí debo ser claro en puntualizar que al
preguntar: alguna religión me revela el sentido de la vida y me trae la
felicidad? Debo responder nuevamente que no. Pero también debo decir que una
perspectiva más panteísta de Dios y de la Realidad me reporta actualmente más
réditos interiores que cualquier otra explicación del sentido de la vida desde
un punto de vista religioso.
Es pues aquella explicación que dice que
cada uno de nosotros somos Dios y que estamos aquí para reconocer todos los
aspectos de la divinidad en los demás y en nosotros mismos a través de la
experiencia vital. Algo así como si Dios quisiera conocerse a sí mismo,
reconociendo todas sus facetas luminosas y oscuras, y yo fuera al mismo tiempo
ojo y reflejo de esa divinidad. En pocas palabras que el sentido de la vida es
conocerse a sí mismo.
Adicionalmente, siento – subrayando la
acción de sentir- que este razón vital tan mitológica y/o metafísica se
complementa con algo más tangible: la acción de poder romper el ciclo de Maia o
el ciclo de la Ilusión tomando este concepto prestado del Budismo. No me
refiero sólo al ciclo de consumo desmedido, psicótico e insustancial de la
sociedad posmoderna y capitalista en la que vivo; sino también al creer que la
realidad está solamente en lo material y en asumir que esta sustancia material
no cambia. Esto es sólo una ilusión porque creo que una de las verdades
inmutables es que todo lo existente tiene que mutar.
Tengo que anotar que conocerse a si mimo y
romper el ciclo de la ilusión son dos decisiones que duelen, que trastornan,
que enferman, que aterrorizan, que empequeñecen, que producen la “muerte”
del ser y por esto se hace tan difícil enfrentarse a eso. Esto sucede
porque hace tambalear realmente todo lo que se asumió como verdad a lo largo de
la vida, se trata de romper esquemas, patrones, cadenas a las que se está
acostumbrado y sobre las que se descansa cómodamente.
Es negar y cambiar todo aquello para lo
que he sido criado, preparado, instruido, adoctrinado. Por tanto no es una
tarea placentera o segura. Pero si quiero ser libre siento que debo hacerlo, si
quiero tomar la responsabilidad sobre mi vida debo deshacerme de las excusas y
hacer de mi experiencia una creación sólo mía; para que al final de mis días
sienta que mi tiempo en esta tierra valió la pena. Que no fue sólo nacer, ser
esclavizado, reproducirme, ver televisión y morir.
Por último, debo reconocer que hacerme
estas preguntas y escribir estas líneas no sólo me sirve como un método
para ordenar ideas y sentimientos. También es un medio para sentir que
venzo a la muerte a través de un texto que pueda hacer reflexionar a otras personas.
Es que finalmente soy un ser humano y no escapo a la necesidad natural que
tiene todo lo que vive de alcanzar la trascendencia.
.