Las mejores épocas de nuestras vidas son aquellas en las que acopiamos el suficiente valor como para rebautizar nuestra maldad como lo mejor que hay en nosotros"

Friedrich Nietzsche

martes, 18 de febrero de 2014

COLABORACIÓN ESPECIAL: Cuál es el Sentido de la Vida?

El siguiente es un artículo de opinión de un colaborador del blog sobre el tema en cuestión. Aunque puede ser un poco largo y tal vez algo denso al comienzo vale la pena darle una ojeada.

Cuál es el sentido de la vida? Una pregunta interesante y por cierto imposible de contestar plenamente por un simple ser humano. Debo advertir que las siguientes líneas son sólo un abordaje superficial a la respuesta.

Pero para comenzar cualquier aproximación en torno a ésta se deben responder otras dos dudas previamente; una de ellas de carácter personal, la otra de carácter metafísico. Es necesario advertir que para poder seguir adelante las respuestas a dichas preguntas deben terminar convirtiéndose en supuestos. Adicionalmente, es menester adoptar un tercer paradigma general. Para comenzar así la exploración sobre la base de tres afirmaciones principales.

Sin dar más rodeos, aquí vienen las dos preguntas. La primera se enmarca en la esfera personal, viniendo como sigue: me interesa saber cuál es el sentido de la vida?. Hay múltiples respuestas ante esta interrogante, sin embargo para poder hacer una verdadera aproximación a la cuestión inicial se debe responder afirmativamente a esta inquietud. De lo contrario, realizaremos un vano intento dialéctico que terminará en desinterés y en la minimización de la pregunta central. Debemos estar listos a salirnos del marco de pensamiento habitual para poder ver otras opciones o dimensiones de abordaje del problema. Para lo cual sin duda, se requiere el compromiso con querer entender este sentido por parte de quién pregunta; porque hacerlo implica un esfuerzo real de parte de dicho individuo.

En segundo lugar, la otra pregunta deviene de un ámbito más metafísico si se quiere, ésta es: existe un sentido para la vida?  Para continuar la respuesta debe ser afirmativa. Es curioso ver que dicho resultado puede ser considerado como un acto de fe, y que al mismo tiempo, y después de un análisis personal puede ser respondida negativamente.  Es decir, para poder iniciar el trabajo debemos partir de la creencia de que si existe dicho sentido. Pero después de masticar el asunto  la conclusión puede llevarnos a inferir que dicho sentido no existe. Eso lo juzga en última instancia  cada valiente interlocutor; consigo mismo, con la verdad.

No debemos olvidar señalar el tercer principio que no se desprende de una interrogante sino de una afirmación muy personal: el sentido de la vida, esta verdad, depende de quién la mire. Mi sentido de la vida, no es el mismo que la de mi vecino, mi hermano o de un ciudadano que vive del otro lado del mundo. O en otros términos, el sentido de la vida de un niño no es el mismo que el de un anciano o la razón vital de un gerente de multinacional no es el mismo al de una aborigen sumergida en alguna selva ignota del planeta.

En este orden de ideas, una verdad universal es que la visión de la verdad depende de la luz con la que se la mire; y esa luz la da “el que la mira”.  En este caso, alejado de querer mostrar una verdad general o superior que esté por encima de todos los individuos. Señalo que la verdad la hacemos los mismos individuos.

Sólo a modo de aclaración defino que no busco dar una visión general y última de la respuesta a la duda central. Pero que si uso algunos conceptos generales que se pueden abordar también desde la perspectiva de la física moderna y la física cuántica cómo el concepto acción- reacción, de la mutabilidad o el principio del observador. Adicionalmente el lector se dará cuenta que equiparo en el discurso la felicidad con el sentido vital; porque sin duda creo que son una única cosa. Con la anterior afirmación estoy respondiendo la pregunta inicial en apariencia. Pero no es tan sencillo.

Retomando el hilo principal, cada quién debe buscar su propia razón vital. A modo de opinión señalo que hay que tener cuidado de quienes nos quieren salvar con sus ideas; porque no son más que eso: ideas. No son verdades. Es por esto, que de ahora en adelante hablaré exclusivamente del sentido de mi vida y no del sentido que puede adquirir la experiencia vital para nadie más.

Resumiendo, para acércame a la pregunta: cuál es el sentido de la vida? debo sustentarme en los siguientes supuestos:

*   Estoy interesado en entender el sentido de la vida.
* Hay un sentido para mi vida.
* Mi sentido de la vida es mío, individual. Cada quién debe buscar el suyo.

Ahora bien, para iniciar resalto que en mí concepto el sentido de la vida está ligado profundamente con el concepto de transcendencia. La transcendencia no entendida como algo abstracto, exclusivamente metafísico y etéreo. De hecho, la transcendencia es todo lo contrario: es la necesidad real que siente todo ser vivo de vencer a la muerte, a la propia aniquilación. La muestra más clara de esto es la necesidad que tiene todo ser viviente de reproducirse.

Para todos es bien conocido que todos los seres, siguiendo obviamente sus propios ciclos vitales, hacen lo que sea necesario para transmitir sus genes a la próxima generación. Es así como las grandes migraciones con fines  reproductivos, las hermosas flores o las esporas, la lucha a muerte entre machos, la escogencia por parte  de las hembras de los ejemplares masculinos más aptos, los largos periodos de gestación o la gran cantidad de crías son en efecto algunas de las adaptaciones que un sin número de especies ha adoptado para vencer a la muerte: para asegurarse que una parte de sí mismo va a seguir viviendo aún después de la desintegración de su cuerpo físico.

Por tanto, la búsqueda de la transcendencia, que obviamente también está presente en el ser humano, no tiene tanto de espiritual y tiene más de animal de lo que solemos pensar.  De hecho, es por la necesidad de reproducirnos y asegurar nuestros genes que somos capaces de hacer lo que sea por nuestros hijos. Un buen número de nosotros trabajamos por ellos incansablemente, negándonos incluso a nosotros mismos, con la esperanza de darle las mejores oportunidades de prosperar y sobrevivir.

Por supuesto, esta no es la única forma de trascender que ha hallado el ser humano. Una de las cosas que nos diferencia de los animales es que somos también seres simbólicos. Por tanto, encontramos maneras simbólicas de trascender. Muchos de nosotros queremos dejar impronta; una huella indeleble en la historia, la literatura, el arte, la música, la filantropía, el trabajo o más comúnmente en la vida familiar. Nadie quiere ser mal recordado a la hora de partir. En efecto, todos queremos que nuestros descendientes nos recuerden y que sea favorablemente; no queremos desaparecer sin más en el constante soplido de los vientos del tiempo.

Además de estos ámbitos simbólicos, hay otro en el que no me extenderé aquí, aunque si más adelante. Se trata de la religión. Lo que ésta nos permite, entre otras muchas cosas, es darnos a nosotros mismos una duración incorpórea después de la muerte. De hecho, todas las religiones que conozco tienen el componente de darle sentido a la vida por medio de la muerte- lo que es lo mismo que darle sentido a la muerte misma -, a través del  concepto de “la otra vida”. Este concepto se ha mezclado con valoraciones morales subjetivas para dar una noción de recompensa o causalidad; haciendo así de vital importancia la adherencia a las normas de comportamiento “deseables” para la consecución de una mejor “vida futura”.

En síntesis,  la religión, las buenas acciones, los “legados para la humanidad” desde un punto de vista simbólico son algunas de las maneras que encontramos para trascender. Pero también hay otras formas, que lejos de considerar malas, entiendo cómo más rudimentarias  y vacías en las que el ser humano de hoy logra encontrar un sentido de trascendencia. Me refiero entre otras a la acumulación de riquezas o bienes materiales.

Sin duda en Occidente, noción de la que soy heredero culturalmente, aún en la actualidad bebemos de las aguas del materialismo dialectico y el positivismo filosófico que definieron lo que comúnmente se conoce como “Modernidad”. La radicalización de dicho materialismo tuvo múltiples y variadas consecuencias: por ejemplo permitió el avance de la ciencia y la tecnología de manera vertiginosa, y mejoró la calidad de vida material de los seres humanos en cuanto a indicadores desnudos se refiere. Pero también fue el caldo de cultivo para que en el Siglo XX se perpetuaran las peores atrocidades contra la Humanidad y contribuyó a la “materialización” y la “objetivación”  de los todos los fenómenos humanos.

Es por esto, que llegamos a pensar que todo lo que no se puede medir en un laboratorio no existe. Relegando a la oscuridad un sinfín de realidades humanas y no humanas que simplemente no comprendemos. Dándosele el estatus de “verdad única” a todo lo tangible, medible y definible. Concepto que mezclado con la natural avaricia humana maximiza las dimensiones de los logros y las posesiones materiales.

De este modo, desde pequeños somos orientados hacia el objetivo material. Asumiendo cómo fundamento de la existencia la obtención de todo aquello que es tangible. Así, en mi caso, se me enseñó que debía estudiar para ser “alguien en la vida”, entendiéndose cómo una persona que tuviese su propia familia, su casa, su automóvil, su finca de recreo, etc. Ofreciendo siempre una independencia y una estabilidad económica al núcleo familiar que “debía” formar. Nunca se me enseñó que debía buscar valores espirituales por encima de una identidad religiosa o que debía pensar mi vida por mí mismo por ejemplo.

Se me dijo que la felicidad estaba en esa imagen: la casa, el carro, los hijos, la esposa y hasta el perro. Obviamente en medio de una sociedad que no enseña a pensar y decidir, sino a repetir patrones asumí esos valores cómo míos. Pero, es ese el sentido de la vida?. La respuesta vino con el tiempo; mostrándome que en mi caso allí no está la felicidad y que por tanto este no es el sentido de mi existencia.

Llama la atención que más bien temprano en mi vida me di cuenta que no era eso lo que quería para mí. Que reproducir el modelo, por cierto irreal e inocentemente hipócrita, del padre y esposo de ensueño no iba con mi naturaleza. Pero eso no me impidió intentar más tarde alcanzar algo parecido – movido por necesidades psicológicas primarias basadas en mis carencias afectivas infantiles -, obviamente sin los resultados esperados y con consecuentes daños colaterales para varios actores de aquella tragicomedia; para mí mismo, la fémina en cuestión y la hija que tenemos juntos.

Al mismo tiempo, y moviéndome a otras experiencias de mi vida puedo decir que en la sociedad occidental actual vencer a la muerte – lo que es lo mismo que la trascendencia – se puede leer como igual a hallar la “eterna juventud” y  mantener la “eterna belleza”. Durante algún momento de vida asumí que para ser feliz tenía que sentirme bien conmigo mismo y para hacerlo tenía que seguir el patrón de belleza instaurado en la sociedad en la que vivo. Por tanto, me inscribí en un gimnasio y comencé una rutina fuerte de entrenamiento; después de algunos años, de esfuerzo y algo de ayuda extra logré el cuerpo que quería. Buscaba lograr un efecto psicológico a través de un cambio físico y sinceramente no lo conseguí; porque cuando llegué a mi meta quise más.

Pretendí hallar la perfección estética, alimentar mi ego a través de las miradas furtivas de los demás y de los elogios constantes. Pero allí no encontré la felicidad; sólo una profunda insatisfacción por no ser “más perfecto”.

Hace unas semanas, leí algo así como que la búsqueda de la perfección física es un intento de vencer a la enfermedad y la muerte, a través de la sensación de juventud y de salud. Sinceramente pienso que es así.  De nuevo busqué  vencer a la muerte simbólicamente; viéndome fuerte, sano y atractivo así en mi interior no me sintiera así. Lo que evidentemente demuestra que para mí ver las cosas de ese modo no es más que una ilusión, un autoengaño. Me di cuenta que era todavía más ilusorio al percibir que mis aspectos físicos cambiaron con rapidez una vez dejé de entrenar. Obviamente porque el cuerpo es un elemento extremadamente cambiante.

Paralelamente, sí se aborda la pregunta desde otro ángulo es evidente que esta edad de la competencia despiadada y el mercado global ejerce sobre nuestro ser una poderosa influencia, especialmente si estamos involucrados directamente en el mundo inmisericorde del capitalismo rampante y la supervivencia del más fuerte. Uno de los productos de esta realidad es que el concepto del éxito - entendiéndose cómo la rápida consecución de los objetivos dentro de un contexto empresarial, objetivos que inexorablemente deben estar alineados con los objetivos de la organización –  se ha convertido en la religión de las últimas décadas. El que sigue esta nueva tendencia “religiosa” no busca beneficios espirituales, se acerca a ella con el fin adquirir influencia, dinero y poder.

Aquel que se considera exitoso no es aquel que hace bien su trabajo o que ama lo que hace; es el que logra subir más alto en medio de una carrera feroz donde aplastar al “oponente” es la norma. Asimismo, se convirtió en regla general  vender los propios valores, criterios y opiniones en favor de ayudar a los que están más arriba en la jerarquía a alcanzar el  éxito propio – sumado a otros “valores” como la adulación, el servilismo, el “clasismo empresarial”, etc. Todo este juego se traduce en última instancia en ganancias cada vez más grandes para los inversionistas, obviamente  a cualquier costo. Es una cultura de siempre querer más, de no saciarse con nada, de ‘’quererse comer el mundo”.

El éxito profesional en estas circunstancias para mí no es el motivo de la existencia por varias razones. Primero, porque así nunca me “saciaría”. Nunca llegaría a la meta, porque bajo este esquema de pensamiento cuando se llega siempre se quiere una “tajada” más grande y no se disfruta el logro alcanzado; produciendo así una sensación constante de frustración mezclada con avaricia. Una especie de vacío que en lo personal no es satisfactorio y puede llegar a ser perturbador. De esta manera, cuando menos uno se da cuenta le ha dado al contexto empresarial lo mejor de sí mismo; sacrificando en el altar de la inmolación corporativa los valores, las posturas, el tiempo, la familia, los propios gustos e incluso la personalidad. Intercambiando así, literalmente vida por cosas materiales y efímero poder.

En segundo lugar, me parece personalmente triste y deprimente que el sentido de mi vida sea dar mi sangre para satisfacer la ambición y la voracidad de otros. Que tenga que dejar de ser quién soy, que tenga que ofrecer el tiempo con aquellos a quienes amo, que tenga que lavarme el cerebro y “automotivarme” para alcanzar el éxito profesional. Para mí eso no tiene otro nombre que esclavitud voluntaria.

Recapitulando, en la sociedad de hoy los valores sociales, morales y me atrevería decir espirituales más importantes son el éxito profesional, la abundancia económica y la belleza física. Lo que no vemos tan claramente es que estos valores realmente son una trampa, porque a través de la adhesión a ellos nos convertimos en una “máquina”  de consumo. De hecho, considero que la educación desde la más temprana edad en Occidente está orientada a convertirnos en trabajadores/ consumidores ideales.

Desde infantes nos enseñan a seguir patrones, a masacrar nuestra individualidad y nuestras propias ideas en función de absorber contenidos que nos permitan ser buenos trabajadores en el futuro. Para así tener una posición lo más aventajada posible para consumir y acumular efectos materiales en la edad adulta. Casi nada y casi nadie nos enseña a tomar las propias decisiones, a determinar  y pensar la vida según nuestro propio corazón, a ser responsables de nosotros mismos  desde la perspectiva de la conciencia; no desde la perspectiva del castigo. 

En este marco conceptual, el bienestar - una vez satisfechas las necesidades básicas- se basa en poder consumir algo que no necesitamos; con la mayor frecuencia posible. Obviamente para lo cual es indispensable el éxito para producir el dinero con el cual hacerlo; lo que nos lleva, en un sentido figurado, a intercambiar nuestra sangre y nuestra alma por baratijas y basura que no nos es necesaria y que finalmente está diseñada para durar lo menos posible; para que consumamos más de los mismo cuanto antes. Siguiendo esta línea de pensamiento, la felicidad y el bienestar no tiene nada que ver con la consciencia de sí mismo, los valores espirituales –me refiero a aquellos que no tienen que ver con el lavado de cerebro que nos proporcionan en la vida práctica la mayoría de las religiones actuales- o la determinación del propio destino orientado hacia valores personales.

Ahora me pregunto: en este escenario encuentro el sentido de la vida? La respuesta es no. Sin embargo, debo gritar a los cuatro vientos que romper el ciclo mencionado no es fácil!. Aprovecho para aclarar aquí que para romper estos patrones no es necesario esconderse en las montañas o meterse en un convento. Pienso que el ciclo se rompe desde dentro; con consciencia no con diatribas como este escrito o con dolorosa abstención. Para mí, nuestro modo de vida  es cómo una adicción a la que fuimos condicionados desde niños, por eso es tan difícil detenerla o incluso darnos cuenta de ella.

En este orden de ideas, para nosotros desde chicos la televisión, la tecnología, el entretenimiento, la moda, los requerimientos del trabajo y el estudio, los medios masivos comunicación, la propaganda y la constante paranoia que nos hace pensar que el mal está fuera de nuestro fuero interno no nos permiten ver más allá de una realidad condicionada; una pantalla de cine dónde vemos convenientemente un film en el  que somos las víctimas indefensas y en el que el mal se halla en todo lo que es diferente a nosotros. Así vivimos engañados. 

Es aquí donde quiero detenerme sólo un poco. Sentimos que todo lo que es diferente a nosotros o a nuestra imagen idealizada - de nosotros mismos, la sociedad o el ser humano - es malo o potencialmente peligroso. Por eso solemos juzgar en todo momento a otros seres humanos que en apariencia son diferentes; incluso sin conocerlos. Vemos a los demás como mezquinos, egoístas, antipáticos, raros, malos, etc. Lo curioso es que en la mayoría de los casos ni siquiera sabemos el nombre del sujeto de nuestro juicio - mucho menos sabemos que sienten, que piensan o cuáles son sus problemas o motivaciones – y en medio de ese desconocimiento le damos toda clase de adjetivos.

Por simple lógica cuando hacemos esto no estamos realmente hablando de esas personas, porque no se puede hablar con certeza de lo que no se conoce, en cambio si lo hacemos de nosotros mismos. Volcamos y reflejamos todo lo que no nos gusta de nuestro interior o exterior, que por supuesto si conocemos, y lo hacemos ver como cualidades objetivas de un virtual desconocido. Por eso cada vez que juzgamos a los demás por su apariencia – entiéndase no sólo por su aspecto físico, sino también por lo que creemos que es – estamos ejecutando el juicio sobre nosotros mismos. Por eso creo que juzgar a los demás es una pésima manera de ser feliz, porque siempre nos vamos a hallar culpables inconscientemente de aquello que no queremos aceptar.

Finalmente al mirar el problema desde otra óptica, desde el punto de vista religioso, es evidente que hay mucho por decir. Sin embargo, hablaré sobre lo que se;  lo que he vivido. He buscado respuestas al sentido de la vida y a la vivencia de la felicidad a través de diferentes caminos: Catolicismo, Cristianismo Evangélico, Islam, Judaísmo, Budismo. He descubierto que todos estos caminos tienen fragmentos de esa verdad que he buscado, siendo algunos de estos senderos más claros para mí que otros,  cada uno tiene partes fraccionadas a las necesidades totales de mí ser.

Aquí debo ser claro en puntualizar que al preguntar: alguna religión me revela el sentido de la vida y me trae la felicidad? Debo responder nuevamente que no. Pero también debo decir que una perspectiva más panteísta de Dios y de la Realidad me reporta actualmente más réditos interiores que cualquier otra explicación del sentido de la vida desde un punto de vista religioso.

Es pues aquella explicación que dice que cada uno de nosotros somos Dios y que estamos aquí para reconocer todos los aspectos de la divinidad en los demás y en nosotros mismos a través de la experiencia vital. Algo así como si Dios quisiera conocerse a sí mismo,  reconociendo todas sus facetas luminosas y oscuras, y yo fuera al mismo tiempo ojo y reflejo de esa divinidad. En pocas palabras que el sentido de la vida es conocerse a sí mismo.

Adicionalmente, siento – subrayando la acción de sentir- que este razón vital tan mitológica y/o metafísica se complementa con algo más tangible: la acción de poder romper el ciclo de Maia o el ciclo de la Ilusión tomando este concepto prestado del Budismo. No me refiero sólo al ciclo de consumo desmedido, psicótico e insustancial de la sociedad posmoderna y capitalista en la que vivo; sino también al creer que la realidad está solamente en lo material y en asumir que esta sustancia material no cambia. Esto es sólo una ilusión porque creo que una de las verdades inmutables es que todo lo existente tiene que mutar.  

Tengo que anotar que conocerse a si mimo y romper el ciclo de la ilusión son dos decisiones que duelen, que trastornan, que enferman, que aterrorizan, que empequeñecen, que producen la “muerte” del  ser y por esto se hace tan difícil enfrentarse a eso. Esto sucede porque hace tambalear realmente todo lo que se asumió como verdad a lo largo de la vida, se trata de romper esquemas, patrones, cadenas a las que se está acostumbrado y sobre las que se descansa cómodamente.

Es negar y cambiar todo aquello para lo que he sido criado, preparado, instruido, adoctrinado. Por tanto no es una tarea placentera o segura. Pero si quiero ser libre siento que debo hacerlo, si quiero tomar la responsabilidad sobre mi vida debo deshacerme de las excusas y hacer de mi experiencia una creación sólo mía; para que al final de mis días sienta que mi tiempo en esta tierra valió la pena. Que no fue sólo nacer, ser esclavizado, reproducirme, ver televisión y morir.

Por último, debo reconocer que hacerme estas preguntas y  escribir estas líneas no sólo me sirve como un método para ordenar  ideas y sentimientos. También es un medio para sentir que venzo a la muerte a través de un texto que pueda hacer reflexionar a otras personas. Es que finalmente soy un ser humano y no escapo a la necesidad natural que tiene todo lo que vive de alcanzar la trascendencia.
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