Las mejores épocas de nuestras vidas son aquellas en las que acopiamos el suficiente valor como para rebautizar nuestra maldad como lo mejor que hay en nosotros"

Friedrich Nietzsche

sábado, 26 de julio de 2014

Directo hacia el Abismo!

Por alguna razón descabellada, que se escapa de mis manos y de mi consciencia racional, tengo dentro el bicho del deseo de lo absurdo. El meollo del asunto es que quiero algo que había pensado nunca volvería a desear. Había planeado una vida sin su presencia y sin tapujo alguno lo había erradico de mis sueños y de la arquitectura de mi vida. Pero ahora reaparece como una sombra, como el monstruo seductor que ha permanecido oculto por años en el baúl de las causas perdidas.


Es una abominación para mis propósitos más sublimes, y aun así conmovido hasta los huevos busco irremediablemente su calor. Ansío el deleite dulce y empalagoso de sus juegos inútiles y repetitivos. Quiero para mí las alas de su resplandor y la satisfacción etérea e idiota que me da su cálida sonrisa.

Me arriesgo como un auténtico insensato, ofreciendo mi carne trémula al capricho de sus desvaríos, de sus designios, de sus deseos. Actúo como alguien que movido por el más depravado de los hechizos de la más pura magia negra busca el objeto de su irreflexiva obsesión, aun a costa de su propia vida. Retomo maquinaciones inservibles de la inocencia idealista y las pongo en secreto como estandartes de la ruta a la perdición y al placer sin límites.

En resumen, me dirijo directamente hacia el abismo. Vendado por un sinnúmero de sensaciones y sentimientos disparatados, ridículos, brillantes y encantadores que me complican la vida. Que le quitan el sentido pragmático, para sumergirla en el mar del surrealismo más delicioso que ningún ser humano puede soportar sin perder definitivamente y sin titubeos la cordura.


La Voz de los Invisibles: Najwa

Ella estaba intentando recordar su vida. Le resultaba difícil en esos momentos. Los primeros recuerdos que tenía venían de una tarde luminosa, en la que su madre trenzaba su liso cabello castaño. Esa vez estaban en la habitación de aquella mujer dulce y de ojos tristes, aquella recamara era solo de su madre desde hacía un par de años; cuando su padre había sido asesinado defendiendo el honor, la nación, la familia y la fe.
Najwa no lo recordaba. Lo único que ese entonces sabía de él era que se había convertido en mártir, que era un hombre que se había sido justificado en la Guerra Santa y que en consecuencia estaba en el Paraíso. Retratos suyos diseminados por toda la casa recordaban su presencia. Eso y la periódica visita de miembros de Hamas a la casa. Eran más que nada revisiones cíclicas de las condiciones y necesidades de viuda y los huérfanos. Estos últimos eran tres niños y una niña que Tamer su hermano de armas y de religión había dejado atrás antes de morir por Allá.
Paulatinamente Najwa había ido entendiendo el ámbito en el que vivía. Pasó rápidamente de la esfera de los juegos infantiles en la calle o en la playa, las muñecas de trapo y las barbies calvas de imitación al mundo de la militancia armada. Aunque nunca recibió adoctrinamiento militar, si pasó a engrosar las filas de las manifestaciones de Hamas exigiendo la salida del invasor, la restauración de la tierra, la lucha por la dignidad, por la fe y por supuesto para recordar a los muertos.

Es que en Gaza no había mucho más que hacer. Con el cerco israelí por el oriente y el norte, la indiferencia egipcia en el sur y las restricciones sionistas en el mar estaban totalmente sitiados. Todo un pueblo cautivo en el mayor campo de concentración de la historia. Qué triste ironía del destino; aquellos que en el pasado habían sido expoliados, secuestrados, asesinados. Aquellos a los que se les había arrebatado todo, hasta la dignidad, ahora eran los carceleros y verdugos de casi dos millones de palestinos.

Najwa aprendió a satanizar al invasor; al grueso y avaro cerdo judío, al captor de todo un pueblo. Pero lo que más resentía en silencio era la indiferencia de todo y de todos, hasta de sus hermanos musulmanes de más allá de las fronteras. Sólo tenían a Allá y a ellos mismos. A Hamas como el brazo de Allá en la tierra, el único capaza de hacerle frente al monstruo sionista y al Gran Satán del otro lado del mundo. Esa era la visión de la vida de Najwa.

No obstante, era una niña dulce y vivaz, excelente en el colegio y muy inteligente. Amaba a los suyos y a la vida. Cada vez que podía había algo bueno por alguien y era una pequeña entusiasta de los animales; amaba con todo su corazón la creación de Allá. Incluso a veces sentía que amaba a su enemigo. Al otro lado del muro y de las alambradas sabía que era vivía gente como ella, como su familia, como sus amigos. Gente que amaba, que sentía dolor, que tenía esperanzas, que volaba en las alas de los sueños. De hecho, la gente de Gaza era gente común, tan fuerte y tan vulnerable como cualquiera; con sangre roja y caliente en las venas.
Esa mañana Fadr, su hermano mayo, había regresado a casa pálido y lívido como un fantasma. A los 16 años había decidido asumir las armas y desde hacía unos meses engrosaba las filas de Hamas. No le importó la testarudez de los dirigentes de la organización o saber que sería carne de cañón para los fines no tan claros de estos últimos. 

Al principio un entusiasmo de tintes heroicos inundó la casa, aunque la madre renuente no quería que ninguno de sus hijos siguiera el camino de su esposo. Sin embargo, esas vacilaciones se las reservaba para su ámbito privado y tal vez sólo Najwa sabía que existían. Ese sinsabor se agudizó cuando las actividades y la actitud de su hijo se hicieron cada vez más misteriosas e impenetrables. De todos modos, las barreras que su hijo había elevado caducaron para ella cuando, tan sólo una semana antes de aquel día, había encontrado los planos de fabricación de cohetes caseros para cruzar los muros que no podía traspasar la gente y hostigaran a la malvada bestia sionista.

Ese día la mirada perdida de su hijo, los labios fruncidos y los puños cerrados alarmaron a la madre. Ruqaya, ese era su nombre, interrogó sin resultados al muchacho. Najwa se acercó asustada, mientras la madre abrazaba a Fadr. El objetivo fue alcanzado. Uno de los militantes que había lanzado los tres cohetes de esa mañana había sido neutralizado.


Najwa agonizaba en el suelo de lo que quedaba del modesto apartamento donde vivía con su familia. El rostro inerte de su madre y una extendida hacía ella era todo lo se veía entre los escombros. La niña extendió su mano para tocar la de Ruqaya en un último intento para estar con ella. Aunque tenía 13 años y una enorme herida en el costado, Najwa no sintió dolor ni odio.

Sólo sentía frío y un poco de alegría porque ella también iría al Paraíso y se reuniría con su Creador. Najwa murió en un suspiro, mirando el cielo gris manchado de polvo de la explosión y las llamas de un fuego colateral. Ella para el mundo no se convirtió en otra cosa que una cifra; una víctima inocente más entre los cientos de palestinos muertos que durante semanas hombres rudos y estratégicos ordenaron aniquilar en sus cómodos escritorios del otro lado de la frontera.




La Voz de los Invisibles: Aiortes

Era un amanecer frío en las tierras labradas del norte de la Galia. Aiortes miraba el sol saliendo más allá de las colinas; una luz pálida y metálica se difuminaba velozmente en esa época del año, mientras el viento  helado de la mañana lo congelaba y mientras hacía visible el calor de su aliento. Una mañana  como esa le traía siempre una punzada en el pecho. Muchos años atrás en los bosques de más allá del río Danu su nombre no  había sido Aiortes. Es más, en aquel entonces no había sido un esclavo. Su nombre había sido Hert y era un germano libre. Un amanecer como aquel le llenaba los pulmones con un aire denso, gelatinoso y no le dejaba respirar normalmente en un controlado ataque de pánico. El recuerdo de una mañana parecida le constreñía el corazón. Cuando era un hombre libre en los bosques espesos de la región vecina a la provincia romana de Panonia, al otro lado del gran río.

En aquel tiempo tan lejano hacía parte de la una tribu  germana itinerante, arrastrada por las luchas constantes en los límites del Imperio Romano. El recuerdo de un muchacho que tenía derecho a un clan, al honor y a la gloria ganado en el combate, a la libertad de despertar para sí mismo cada mañana, a llevar su propio nombre; el que sus padres le habían obsequiado.Los dioses aquel día habían permitido  que su tribu fuera masacrada y que los sobrevivientes fueran capturados y vendidos  por los ricos comerciantes de esclavos del otro lado del río, matanza ejecutada por mercenarios germanos.

Pero ahora nada quedaba de aquel  joven. Aiortes era  un hombre recio, de espalda ancha y hombros fuertes gracias a su trabajo en el campo. Sus rodillas se habían doblado y sus costumbres de bárbaro libre, que tanto habían odiado los capataces, habían desaparecido. Su orgullo había sido quebrado y sólo en sus ojos azules se veía todavía por momentos la fiereza de una raza milenaria y guerrera.

En aquel lejano despertar  le habían quitado todo y a cambio le habían dejado un vacío, lo habían sumergido en un limbo donde no tenía, ni era nada. No era más que un par de manos para cultivar coles u otros productos de estación en una parcela a la que estaba atado de por vida por el peso de la esclavitud.  No era más que una espalda fuerte para cargar los fardos, lacerar la tierra con una asada o empujar los molinos cuando las mulas no estaban en condición de hacerlo. Era como un fantasma, un espíritu de la naturaleza que hacía fértil la tierra de los gordos hacendados. Explotando su riqueza pero sin existencia propia. La sombra olvidada, pero necesaria que hacía propicias las cosechas. La verdad, parecía que sólo existía para los capataces cuando querían algo de él. El amo para él era un demonio avaro y flácido, que por fortuna no se dejaba ver sino en contadas ocasiones.  Por otro lado, en los otros esclavos encontraba aliados y enemigos; todos bajo la condena de aquella no-existencia que parecía eterna. Allí se forjaban relaciones tan efímeras como las que puede haber entre las sombras.

Aiortes caminaba lentamente hacía la tierra de labranza. El latifundio era grande y a veces la marcha se hacía prolongada. Andaba con su partida de trabajo; la mayoría hombres duros que hacían una labor de bueyes. Horadando con sus  manos la caprichosa tierra negra que centurias atrás pertenecía a los libres, recios e indomables galos. Aquel  hombre  ya había hecho las paces con su destino; había sido amaestrado con violencia para que dejara de ser Hert el germano y se convirtiera en Aiortes el esclavo. Aunque eso no significaba que le hubiesen alienado los recuerdo, por lo menos eso le quedaba; el derecho a la memoria.

Pero a veces dudaba de si aquel muchacho en el laberinto de sus sueños alguna vez hubiese existido. Aunque ya no le pesaba ni siquiera eso. Bueno, a excepción  de mañanas como esa donde el olor de la hierba, los destellos del sol naciente y el frío del amanecer otoñal lo transportaban irremediablemente a ese tiempo y a ese lugar  donde no era una sombra, donde existía y amaba como cualquier ser humano.