Ella estaba intentando recordar
su vida. Le resultaba difícil en esos momentos. Los primeros recuerdos que tenía
venían de una tarde luminosa, en la que su madre trenzaba su liso cabello
castaño. Esa vez estaban en la habitación de aquella mujer dulce y de ojos
tristes, aquella recamara era solo de su madre desde hacía un par de años;
cuando su padre había sido asesinado defendiendo el honor, la nación, la
familia y la fe.
Najwa no lo recordaba. Lo único
que ese entonces sabía de él era que se había convertido en mártir, que era un
hombre que se había sido justificado en la Guerra Santa y que en consecuencia
estaba en el Paraíso. Retratos suyos diseminados por toda la casa recordaban su
presencia. Eso y la periódica visita de miembros de Hamas a la casa. Eran más
que nada revisiones cíclicas de las condiciones y necesidades de viuda y los huérfanos.
Estos últimos eran tres niños y una niña que Tamer su hermano de armas y de
religión había dejado atrás antes de morir por Allá.
Paulatinamente Najwa había ido
entendiendo el ámbito en el que vivía. Pasó rápidamente de la esfera de los
juegos infantiles en la calle o en la playa, las muñecas de trapo y las barbies
calvas de imitación al mundo de la militancia armada. Aunque nunca recibió
adoctrinamiento militar, si pasó a engrosar las filas de las manifestaciones de
Hamas exigiendo la salida del invasor, la restauración de la tierra, la lucha
por la dignidad, por la fe y por supuesto para recordar a los muertos.
Es que en Gaza no había mucho más
que hacer. Con el cerco israelí por el oriente y el norte, la indiferencia
egipcia en el sur y las restricciones sionistas en el mar estaban totalmente
sitiados. Todo un pueblo cautivo en el mayor campo de concentración de la
historia. Qué triste ironía del destino; aquellos que en el pasado habían sido
expoliados, secuestrados, asesinados. Aquellos a los que se les había
arrebatado todo, hasta la dignidad, ahora eran los carceleros y verdugos de
casi dos millones de palestinos.
Najwa aprendió a satanizar al invasor;
al grueso y avaro cerdo judío, al captor de todo un pueblo. Pero lo que más
resentía en silencio era la indiferencia de todo y de todos, hasta de sus
hermanos musulmanes de más allá de las fronteras. Sólo tenían a Allá y a ellos
mismos. A Hamas como el brazo de Allá en la tierra, el único capaza de hacerle
frente al monstruo sionista y al Gran Satán del otro lado del mundo. Esa era la
visión de la vida de Najwa.
No obstante, era una niña dulce y
vivaz, excelente en el colegio y muy inteligente. Amaba a los suyos y a la
vida. Cada vez que podía había algo bueno por alguien y era una pequeña
entusiasta de los animales; amaba con todo su corazón la creación de Allá. Incluso
a veces sentía que amaba a su enemigo. Al otro lado del muro y de las
alambradas sabía que era vivía gente como ella, como su familia, como sus
amigos. Gente que amaba, que sentía dolor, que tenía esperanzas, que volaba en
las alas de los sueños. De hecho, la gente de Gaza era gente común, tan fuerte
y tan vulnerable como cualquiera; con sangre roja y caliente en las venas.
Esa mañana Fadr, su hermano mayo,
había regresado a casa pálido y lívido como un fantasma. A los 16 años había
decidido asumir las armas y desde hacía unos meses engrosaba las filas de
Hamas. No le importó la testarudez de los dirigentes de la organización o saber
que sería carne de cañón para los fines no tan claros de estos últimos.
Al principio un entusiasmo de
tintes heroicos inundó la casa, aunque la madre renuente no quería que ninguno
de sus hijos siguiera el camino de su esposo. Sin embargo, esas vacilaciones se
las reservaba para su ámbito privado y tal vez sólo Najwa sabía que existían.
Ese sinsabor se agudizó cuando las actividades y la actitud de su hijo se
hicieron cada vez más misteriosas e impenetrables. De todos modos, las barreras
que su hijo había elevado caducaron para ella cuando, tan sólo una semana antes
de aquel día, había encontrado los planos de fabricación de cohetes caseros
para cruzar los muros que no podía traspasar la gente y hostigaran a la malvada
bestia sionista.
Ese día la mirada perdida de su
hijo, los labios fruncidos y los puños cerrados alarmaron a la madre. Ruqaya,
ese era su nombre, interrogó sin resultados al muchacho. Najwa se acercó
asustada, mientras la madre abrazaba a Fadr. El objetivo fue alcanzado. Uno de
los militantes que había lanzado los tres cohetes de esa mañana había sido
neutralizado.
Najwa agonizaba en el suelo de lo
que quedaba del modesto apartamento donde vivía con su familia. El rostro
inerte de su madre y una extendida hacía ella era todo lo se veía entre los
escombros. La niña extendió su mano para tocar la de Ruqaya en un último
intento para estar con ella. Aunque tenía 13 años y una enorme herida en el
costado, Najwa no sintió dolor ni odio.
Sólo sentía frío y un poco de
alegría porque ella también iría al Paraíso y se reuniría con su Creador. Najwa
murió en un suspiro, mirando el cielo gris manchado de polvo de la explosión y
las llamas de un fuego colateral. Ella para el mundo no se convirtió en otra
cosa que una cifra; una víctima inocente más entre los cientos de palestinos muertos
que durante semanas hombres rudos y estratégicos ordenaron aniquilar en sus
cómodos escritorios del otro lado de la frontera.
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