Las mejores épocas de nuestras vidas son aquellas en las que acopiamos el suficiente valor como para rebautizar nuestra maldad como lo mejor que hay en nosotros"

Friedrich Nietzsche

sábado, 26 de julio de 2014

La Voz de los Invisibles: Najwa

Ella estaba intentando recordar su vida. Le resultaba difícil en esos momentos. Los primeros recuerdos que tenía venían de una tarde luminosa, en la que su madre trenzaba su liso cabello castaño. Esa vez estaban en la habitación de aquella mujer dulce y de ojos tristes, aquella recamara era solo de su madre desde hacía un par de años; cuando su padre había sido asesinado defendiendo el honor, la nación, la familia y la fe.
Najwa no lo recordaba. Lo único que ese entonces sabía de él era que se había convertido en mártir, que era un hombre que se había sido justificado en la Guerra Santa y que en consecuencia estaba en el Paraíso. Retratos suyos diseminados por toda la casa recordaban su presencia. Eso y la periódica visita de miembros de Hamas a la casa. Eran más que nada revisiones cíclicas de las condiciones y necesidades de viuda y los huérfanos. Estos últimos eran tres niños y una niña que Tamer su hermano de armas y de religión había dejado atrás antes de morir por Allá.
Paulatinamente Najwa había ido entendiendo el ámbito en el que vivía. Pasó rápidamente de la esfera de los juegos infantiles en la calle o en la playa, las muñecas de trapo y las barbies calvas de imitación al mundo de la militancia armada. Aunque nunca recibió adoctrinamiento militar, si pasó a engrosar las filas de las manifestaciones de Hamas exigiendo la salida del invasor, la restauración de la tierra, la lucha por la dignidad, por la fe y por supuesto para recordar a los muertos.

Es que en Gaza no había mucho más que hacer. Con el cerco israelí por el oriente y el norte, la indiferencia egipcia en el sur y las restricciones sionistas en el mar estaban totalmente sitiados. Todo un pueblo cautivo en el mayor campo de concentración de la historia. Qué triste ironía del destino; aquellos que en el pasado habían sido expoliados, secuestrados, asesinados. Aquellos a los que se les había arrebatado todo, hasta la dignidad, ahora eran los carceleros y verdugos de casi dos millones de palestinos.

Najwa aprendió a satanizar al invasor; al grueso y avaro cerdo judío, al captor de todo un pueblo. Pero lo que más resentía en silencio era la indiferencia de todo y de todos, hasta de sus hermanos musulmanes de más allá de las fronteras. Sólo tenían a Allá y a ellos mismos. A Hamas como el brazo de Allá en la tierra, el único capaza de hacerle frente al monstruo sionista y al Gran Satán del otro lado del mundo. Esa era la visión de la vida de Najwa.

No obstante, era una niña dulce y vivaz, excelente en el colegio y muy inteligente. Amaba a los suyos y a la vida. Cada vez que podía había algo bueno por alguien y era una pequeña entusiasta de los animales; amaba con todo su corazón la creación de Allá. Incluso a veces sentía que amaba a su enemigo. Al otro lado del muro y de las alambradas sabía que era vivía gente como ella, como su familia, como sus amigos. Gente que amaba, que sentía dolor, que tenía esperanzas, que volaba en las alas de los sueños. De hecho, la gente de Gaza era gente común, tan fuerte y tan vulnerable como cualquiera; con sangre roja y caliente en las venas.
Esa mañana Fadr, su hermano mayo, había regresado a casa pálido y lívido como un fantasma. A los 16 años había decidido asumir las armas y desde hacía unos meses engrosaba las filas de Hamas. No le importó la testarudez de los dirigentes de la organización o saber que sería carne de cañón para los fines no tan claros de estos últimos. 

Al principio un entusiasmo de tintes heroicos inundó la casa, aunque la madre renuente no quería que ninguno de sus hijos siguiera el camino de su esposo. Sin embargo, esas vacilaciones se las reservaba para su ámbito privado y tal vez sólo Najwa sabía que existían. Ese sinsabor se agudizó cuando las actividades y la actitud de su hijo se hicieron cada vez más misteriosas e impenetrables. De todos modos, las barreras que su hijo había elevado caducaron para ella cuando, tan sólo una semana antes de aquel día, había encontrado los planos de fabricación de cohetes caseros para cruzar los muros que no podía traspasar la gente y hostigaran a la malvada bestia sionista.

Ese día la mirada perdida de su hijo, los labios fruncidos y los puños cerrados alarmaron a la madre. Ruqaya, ese era su nombre, interrogó sin resultados al muchacho. Najwa se acercó asustada, mientras la madre abrazaba a Fadr. El objetivo fue alcanzado. Uno de los militantes que había lanzado los tres cohetes de esa mañana había sido neutralizado.


Najwa agonizaba en el suelo de lo que quedaba del modesto apartamento donde vivía con su familia. El rostro inerte de su madre y una extendida hacía ella era todo lo se veía entre los escombros. La niña extendió su mano para tocar la de Ruqaya en un último intento para estar con ella. Aunque tenía 13 años y una enorme herida en el costado, Najwa no sintió dolor ni odio.

Sólo sentía frío y un poco de alegría porque ella también iría al Paraíso y se reuniría con su Creador. Najwa murió en un suspiro, mirando el cielo gris manchado de polvo de la explosión y las llamas de un fuego colateral. Ella para el mundo no se convirtió en otra cosa que una cifra; una víctima inocente más entre los cientos de palestinos muertos que durante semanas hombres rudos y estratégicos ordenaron aniquilar en sus cómodos escritorios del otro lado de la frontera.




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