Era un amanecer frío en las tierras labradas del norte de la
Galia. Aiortes miraba el sol saliendo más allá de las colinas; una luz pálida y
metálica se difuminaba velozmente en esa época del año, mientras el viento helado de la mañana lo congelaba y mientras
hacía visible el calor de su aliento. Una mañana como esa le traía siempre una punzada en el
pecho. Muchos años atrás en los bosques de más allá del río Danu su nombre no había sido Aiortes. Es más, en aquel entonces
no había sido un esclavo. Su nombre había sido Hert y era un germano libre. Un amanecer como aquel le llenaba los pulmones con un aire
denso, gelatinoso y no le dejaba respirar normalmente en un controlado ataque
de pánico. El recuerdo de una mañana parecida le constreñía el corazón. Cuando
era un hombre libre en los bosques espesos de la región vecina a la provincia
romana de Panonia, al otro lado del gran río.
En aquel tiempo tan lejano hacía parte de la una tribu germana itinerante, arrastrada por las luchas
constantes en los límites del Imperio Romano. El recuerdo de un muchacho que
tenía derecho a un clan, al honor y a la gloria ganado en el combate, a la
libertad de despertar para sí mismo cada mañana, a llevar su propio nombre; el
que sus padres le habían obsequiado.Los dioses aquel día habían permitido que su tribu fuera masacrada y que los
sobrevivientes fueran capturados y vendidos
por los ricos comerciantes de esclavos del otro lado del río, matanza
ejecutada por mercenarios germanos.
Pero ahora nada quedaba de aquel joven. Aiortes era un hombre recio, de espalda ancha y hombros
fuertes gracias a su trabajo en el campo. Sus rodillas se habían doblado y sus
costumbres de bárbaro libre, que tanto habían odiado los capataces, habían
desaparecido. Su orgullo había sido quebrado y sólo en sus ojos azules se veía
todavía por momentos la fiereza de una raza milenaria y guerrera.
En aquel lejano despertar
le habían quitado todo y a cambio le habían dejado un vacío, lo habían
sumergido en un limbo donde no tenía, ni era nada. No era más que un par de
manos para cultivar coles u otros productos de estación en una parcela a la que
estaba atado de por vida por el peso de la esclavitud. No era más que una espalda fuerte para cargar
los fardos, lacerar la tierra con una asada o empujar los molinos cuando las
mulas no estaban en condición de hacerlo. Era como un fantasma, un espíritu de
la naturaleza que hacía fértil la tierra de los gordos hacendados. Explotando
su riqueza pero sin existencia propia. La sombra olvidada, pero necesaria que
hacía propicias las cosechas. La verdad, parecía
que sólo existía para los capataces cuando querían algo de él. El amo para él
era un demonio avaro y flácido, que por fortuna no se dejaba ver sino en
contadas ocasiones. Por otro lado, en
los otros esclavos encontraba aliados y enemigos; todos bajo la condena de
aquella no-existencia que parecía eterna. Allí se forjaban relaciones tan efímeras
como las que puede haber entre las sombras.
Aiortes caminaba lentamente hacía la tierra de labranza. El
latifundio era grande y a veces la marcha se hacía prolongada. Andaba con su
partida de trabajo; la mayoría hombres duros que hacían una labor de bueyes. Horadando
con sus manos la caprichosa tierra negra
que centurias atrás pertenecía a los libres, recios e indomables galos. Aquel hombre ya había hecho las paces con su destino; había
sido amaestrado con violencia para que dejara de ser Hert el germano y se
convirtiera en Aiortes el esclavo. Aunque eso no significaba que le hubiesen
alienado los recuerdo, por lo menos eso le quedaba; el derecho a la memoria.
Pero a veces dudaba de si aquel muchacho en el laberinto de
sus sueños alguna vez hubiese existido. Aunque ya no le pesaba ni siquiera eso.
Bueno, a excepción de mañanas como esa
donde el olor de la hierba, los destellos del sol naciente y el frío del
amanecer otoñal lo transportaban irremediablemente a ese tiempo y a ese
lugar donde no era una sombra, donde
existía y amaba como cualquier ser humano.
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