Las mejores épocas de nuestras vidas son aquellas en las que acopiamos el suficiente valor como para rebautizar nuestra maldad como lo mejor que hay en nosotros"

Friedrich Nietzsche

sábado, 26 de julio de 2014

La Voz de los Invisibles: Aiortes

Era un amanecer frío en las tierras labradas del norte de la Galia. Aiortes miraba el sol saliendo más allá de las colinas; una luz pálida y metálica se difuminaba velozmente en esa época del año, mientras el viento  helado de la mañana lo congelaba y mientras hacía visible el calor de su aliento. Una mañana  como esa le traía siempre una punzada en el pecho. Muchos años atrás en los bosques de más allá del río Danu su nombre no  había sido Aiortes. Es más, en aquel entonces no había sido un esclavo. Su nombre había sido Hert y era un germano libre. Un amanecer como aquel le llenaba los pulmones con un aire denso, gelatinoso y no le dejaba respirar normalmente en un controlado ataque de pánico. El recuerdo de una mañana parecida le constreñía el corazón. Cuando era un hombre libre en los bosques espesos de la región vecina a la provincia romana de Panonia, al otro lado del gran río.

En aquel tiempo tan lejano hacía parte de la una tribu  germana itinerante, arrastrada por las luchas constantes en los límites del Imperio Romano. El recuerdo de un muchacho que tenía derecho a un clan, al honor y a la gloria ganado en el combate, a la libertad de despertar para sí mismo cada mañana, a llevar su propio nombre; el que sus padres le habían obsequiado.Los dioses aquel día habían permitido  que su tribu fuera masacrada y que los sobrevivientes fueran capturados y vendidos  por los ricos comerciantes de esclavos del otro lado del río, matanza ejecutada por mercenarios germanos.

Pero ahora nada quedaba de aquel  joven. Aiortes era  un hombre recio, de espalda ancha y hombros fuertes gracias a su trabajo en el campo. Sus rodillas se habían doblado y sus costumbres de bárbaro libre, que tanto habían odiado los capataces, habían desaparecido. Su orgullo había sido quebrado y sólo en sus ojos azules se veía todavía por momentos la fiereza de una raza milenaria y guerrera.

En aquel lejano despertar  le habían quitado todo y a cambio le habían dejado un vacío, lo habían sumergido en un limbo donde no tenía, ni era nada. No era más que un par de manos para cultivar coles u otros productos de estación en una parcela a la que estaba atado de por vida por el peso de la esclavitud.  No era más que una espalda fuerte para cargar los fardos, lacerar la tierra con una asada o empujar los molinos cuando las mulas no estaban en condición de hacerlo. Era como un fantasma, un espíritu de la naturaleza que hacía fértil la tierra de los gordos hacendados. Explotando su riqueza pero sin existencia propia. La sombra olvidada, pero necesaria que hacía propicias las cosechas. La verdad, parecía que sólo existía para los capataces cuando querían algo de él. El amo para él era un demonio avaro y flácido, que por fortuna no se dejaba ver sino en contadas ocasiones.  Por otro lado, en los otros esclavos encontraba aliados y enemigos; todos bajo la condena de aquella no-existencia que parecía eterna. Allí se forjaban relaciones tan efímeras como las que puede haber entre las sombras.

Aiortes caminaba lentamente hacía la tierra de labranza. El latifundio era grande y a veces la marcha se hacía prolongada. Andaba con su partida de trabajo; la mayoría hombres duros que hacían una labor de bueyes. Horadando con sus  manos la caprichosa tierra negra que centurias atrás pertenecía a los libres, recios e indomables galos. Aquel  hombre  ya había hecho las paces con su destino; había sido amaestrado con violencia para que dejara de ser Hert el germano y se convirtiera en Aiortes el esclavo. Aunque eso no significaba que le hubiesen alienado los recuerdo, por lo menos eso le quedaba; el derecho a la memoria.

Pero a veces dudaba de si aquel muchacho en el laberinto de sus sueños alguna vez hubiese existido. Aunque ya no le pesaba ni siquiera eso. Bueno, a excepción  de mañanas como esa donde el olor de la hierba, los destellos del sol naciente y el frío del amanecer otoñal lo transportaban irremediablemente a ese tiempo y a ese lugar  donde no era una sombra, donde existía y amaba como cualquier ser humano.

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