Las mejores épocas de nuestras vidas son aquellas en las que acopiamos el suficiente valor como para rebautizar nuestra maldad como lo mejor que hay en nosotros"

Friedrich Nietzsche

jueves, 21 de mayo de 2015

Cuento: Una Sombra en la Oscuridad

Un portazo en la segunda planta. Anselmo pensó que había entrado alguien a la edificación. Dónde estaba Calvache? Deslizó sus dedos rápidamente al cinto y liberó el intercomunicador, se lo acercó a la boca y la llamó por radio. Ella, que estaba haciendo una ronda fuera de la construcción, le respondió enseguida; no había escuchado nada anormal. Al minuto, Martha Calvache, había llegado a la posición de Rodríguez en el cuarto de control. Tenía el pelo largo y castaño; recogido en una perfecta cebolla. Se hallaba enfundada en una chaqueta de dotación que le quedaba grande, porque era para hombre.

Calvache le preguntó a Rodríguez por el motivo de su llamado. Un portazo, había sido un portazo muy sonoro en la segunda planta. El hombre le dijo a su compañera que esperara allí; él iría a ver qué había pasado. Estarían en contacto por el radio comunicador. Anselmo, el nombre pila del aquel vigilante, tomó en sus manos el bastón policial con el que estaba armado, agarró una linterna y subió las escaleras hacía el segundo piso.

Una vez allí revisó todas las puertas. No lograba identificar de dónde provenía el golpe que había  escuchado. Subió a la tercera planta y nada. No vio a nadie, no vio nada fuera de lugar. Cuál habría podido ser el motivo de ese estruendo? Lo había escuchado realmente? Caminó despacio por el pasillo, con la linterna apagada; la luz de la luna llena impregnaba el corredor iluminándolo todo con su luz fría y sobrenatural. Él ya se disponía a bajar al cuarto de control cuando escuchó un susurro. Un sonido tenue, bajo, como si no quisiese ser escuchado. Anselmo afinó el oído y oyó su nombre. Una mujer lo llamaba con voz disonante y entrecortada; como si le hiciera falta el aire. Era una voz temblorosa, suplicante, expuesta.

Cada uno de los vellos del cuerpo de Rodríguez se pusieron de punta. El hombre había quedado petrificado. Vulnerable a la oscuridad, al vacío, a la inescrutable llamada del más allá. Era claro, alguien lo llamaba a intervalos regulares y ahogados. Un ruego en medio de la noche. Anselmo reaccionó. Miró para atrás rápidamente, prendió su linterna y no vio nada. Aquella llamada de auxilio había cesado. El vigilante no entendía. Pero no era hora de entender; un afán incontrolable le obligó a huir. Algo malo estaba sucediendo y él debía alejarse de aquello cuanto antes.

Al darse la vuelta para bajar por el pasillo, percibió cierto cambio en los patrones de la luz de la luna al inicio del corredor que se conectaba con las escaleras. Alumbró esa zona con la luz de su lámpara halógena y nada; no se hacía más claro el acceso a las escaleras. De repente percibió algo que antes no había logrado entender. Junto al acceso había alguien. Una sombra negra. Una bruma oscura con forma humana se hallaba detenida en el sitio exacto en que comenzaba del pasillo, como mirándolo.
Anselmo gritó. Exigió saber quién andaba ahí. Cómo había entrado y por qué estaba allí. Pero la sombra no se movía, solo esperaba. Al principio Rodríguez pensó que se trataba de alguien que había irrumpido en el edificio. Creía que esa forma en las tinieblas, era alguien que por un efecto de luz se veía de esa manera. Pero pronto se dio cuenta que no era una persona. Era simplemente algo etéreo, sin masa. No tenía rostro, no tocaba el piso con los pies.

De súbito sonó el radio intercomunicador. Calvache quería saber que le había pasado a su compañero. Por qué había gritado. Rodríguez no pudo hacer nada, no se daba siquiera cuenta que el aparato en su cinto estaba a punto de reventar de tanto sonar. Sólo podía enfocarse en esa sombra que le parecía la propia muerte. Sin previo aviso, ese ser tenebroso se abalanzó sobre él; Anselmo sólo logró taparse la cara. Esperaba caer fulminado. Ser poseído por aquel extraño ser. Pero no pasó nada. El hombre abrió los ojos incrédulo. El pasillo de nuevo tenía la iluminación apropiada para esa posición de la luna llena. Sin mirar atrás, Anselmo salió despedido hacía la planta baja. Corría por las escaleras sin pensar en nada más que en el miedo. Milagrosamente no se echó a rodar por esas largas y oscuras escalinatas.

En la escalera que conectaba la primera y segunda planta se tropezó con Calvache. La mujer lo vio pálido, absorto en un miedo que refulgía en sus ojos. Rígido, tensionado y aparentemente ciego porque casi se la lleva por delante. Ella lo tomó del brazo izquierdo y lo llamó con un grito seco y contundente. El hombre volvió en sí. Temblaba, se sacudía sin control. Parecía como si hubiese visto al mismo diablo.

Calvache lo llevó al cuarto de control. Lo sentó en una silla y le sirvió algo de agua. Después de unos instantes el hombre se calmó un poco. Le relató inmediatamente todo lo que había experimentado en los pisos superiores del edificio. Ella lo escuchó con paciencia, como siempre. A ella también le había pasado algo raro. Cuándo el salió le apagaron el radio. Ella había puesto su emisora favorita, Tropicana, unas horas antes. Y de repente, algo le apagó el radio. Lo revisó bien. No había sido ella y lo único que se había apagado era el condenado aparato. Pero prefirió no decirle nada a Rodríguez, estaba muy choqueado con lo que había visto.

Mientras Rodríguez se hundía en un mutismo profundo. Ella revisó la hora. Eran las 3:11 a.m. Lo anotó en la minuta; la bitácora de trabajo. Escribió los hechos de una manera un poco distinta. Simplemente puso en el papel que Rodríguez había subido a la segunda planta por un ruido extraño y que después de una revisión completa, no había encontrado nada. Explicó todo como sonidos propios edificio. No obstante, cerró con llave la puerta del cuarto de control. Finalmente era el único habitado en todo el edificio; la construcción estaba completamente vacía. Se trataba de una antigua planta de producción en medio de la antigua zona industrial. Había sido abandonada porque la Alcaldía de Bogotá había obligado a todas las industrias en el interior del casco urbano a salir a las afueras. Ellos sólo cuidaban un edificio vacío; básicamente para que no fuera tomado por indigentes antes de que fuera demolido para construir en esos terrenos, que antes fueron fábricas, enormes parques públicos y modernas instalaciones de la burocracia local.

Pasaron los días y no hubo más sobresaltos. Ni Calvache ni Rodríguez dijeron algo de lo sucedido a alguien de la empresa de vigilancia, a sus amigos o a sus familiares. Tampoco volvieron a comentar nada entre ellos. Simplemente hicieron como si nada hubiese pasado. Todo siguió tranquilo hasta un día, pocas semanas después.

Ambos estaban en el cuarto de mando. La radio, que era su compañía y pretexto para no dormir toda la noche, estaba sintonizada en Tropicana la emisora predilecta de Calvache. Martha dormía protegida por su enorme chaqueta y con la cabeza forrada en una bufanda y un gorro de lana. Rodríguez, que estaba despierto, intentaba llenar el crucigrama del periódico del día anterior. Eran las 3:05 a.m.

El hombre dio un brinco en su silla. Había escuchado, por encima de la música que sonaba en el radio, un grito. Era un grito de mujer. Un lamento desgarrador, punzante, desesperado. Rodríguez volvió para mirar Calvache; la mujer dormía con la cabeza descolgada del lado izquierdo y si no fuera por la bufanda con la boca bien abierta. Anselmo la despertó de un toque en el hombre. La mujer balbuceó algo con relación a su sueño y abrió los ojos sobresaltada. Él le preguntó si había escuchado algo; ella negó con la cabeza, sorprendida. Rodríguez la puso al tanto y decidieron salir juntos.

Al llegar a la segunda planta, cada uno con su bastón de vigilancia y una linterna en mano, decidieron separarse para cubrir el perímetro más rápidamente y sorprender a quién hubiese entrado. Eso sí, comunicarían cualquier novedad por el radio comunicador.

Anselmo subió cauteloso al tercer piso. La linterna por delante, abriendo brecha en medio de las carnes de la oscuridad. Caminó por el pasillo y revisó metódicamente cada puerta; no había nada irregular, pero había una puerta entreabierta. Era la última del corredor, la del lado izquierdo. Rodríguez movió la puerta lentamente, esperando que cualquier cosa le saltara encima. Pero nada. Todo en calma, todo en silencio. El hombre entró sin apenas mover la puerta, que volvió a quedar entrecerrada.

El estruendo casi metálico del comunicador lo sobresaltó. Era Calvache. No había encontrado nada raro en el segundo piso. El hombre le dijo que terminaría de revisar esa estancia y bajaría. La comunicación concluyó, con que se verían cuanto antes en el cuarto de mando. Rodríguez revisó el fondo de la habitación con la linterna. Estaba totalmente vacía. Pero había algo que se reflejaba con la luz de los focos del exterior. Había algo perceptible en la ventana. Era el contorno de una mano marcada con sangre sobre el cristal. La sangre de Anselmo se heló.

Temblando tomó el intercomunicador y le pidió a Calvache que subiera, que tenía que mostrarle algo. La puerta del espacio donde estaba rechinó suavemente. El hombre se dio vuelta para ver hacia el portal de aquellas cuatro paredes y vio una sombra. Era la forma de un hombre, más bajo que el que había visto semanas antes, como encorvado. Era claro que con una mano se agarraba al dintel de la puerta, mientras la se perdía en el tronco de lo que fuera aquella cosa.

Petrificado, Anselmo vio como salía aquella sombra de la estancia. Quedó bloqueado, inmóvil, inútil. Después de algunos segundos oyó pisadas. Alguien se aproximaba con paso firme. La puerta se abrió con contundencia y aquel hombre horrorizado salto en su lugar. Era Calvache, que encontraba a su compañero pálido y con cara de loco al fondo de la habitación.  Lo primero que le preguntó él, fue si había visto a alguien en el pasillo. Ella contestó negativamente. Anselmo se dio la vuelta e iluminó la ventana para mostrarle la marca de una mano ensangrentada. Pero no había nada! Él la había visto, estaba seguro!

Martha Calvache al ver a su colega en un estado total de estupor. Se acercó a él y firmemente lo tomó de los hombros; lo miró a los ojos. Le pidió que se calmara y que bajaran al cuarto de mando. Una vez allí Anselmo lo soltó todo. Estaba realmente asustado. No quería seguir trabajando en ese lugar. En silencio su compañera estaba empezando a dudar de la salud mental de Anselmo Rodríguez.

Al llegar esa mañana a casa, Anselmo se encontró con su hija. Era una chica inteligente que hacía una carrera como veterinaria en la Universidad Nacional. El hombre estaba tan perturbado que tenía que contar todo lo sucedido a alguien y esa persona fue su hija. Pero al contrario de lo que Rodríguez asumía, Ester, no lo tachó de loco o asumió que se tratara sólo de las ideaciones de una mente fatigada. Ella le creyó. Y se propuso saber que había pasado en aquel lugar para que su padre tuviera esas visiones.

Entre tanto Anselmo, solicitó a la compañía de vigilancia el cambio de sitio de labores. Sus peticiones fueron escuchadas y en menos de una semana se halló custodiando la portería de un edificio de apartamentos en el barrio La Castellana. Rodríguez se sintió aliviado por el cambio, aunque le pesó un poco separarse de su compañera; de dejarla sola ante eventos inexplicables.

Pasadas un par de semanas, Ester le comentó a su padre que a pesar de sus esfuerzos investigativos, en la hemeroteca de la universidad y en la propia Biblioteca Luis Ángel Arango, no había encontrado más que una nota corta en un periódico local en el que se anunciaba que esa planta sufrió un incendio parcial el 2 de mayo de 1973. Causando un total de 7 heridos y un fallecimiento. Parecía que la conflagración se había desencadena por un corto circuito en una máquina; aunque los dueños de la empresa señalaban que hubiera podido ser un atentado efectuado por los trabajadores un día después del Día del Trabajo. Pero las pesquisas oficiales habían determinado que se había tratado de un accidente. Con pesar Ester entregó esa información a su padre; quién la aceptó de buena gana. Quería dejar cerrado el asunto.

Pero antes llamó por teléfono a Calvache, para contarle lo que había encontrado su hija y para preguntarle cómo estaba y si había pasado algo más en su ausencia. La mujer le respondió negativamente y sin hacer más comentarios le dio las gracias por la información. Para ella no tenía la menor importancia.

Cinco días después el dueño de la compañía llamó a Rodríguez al celular. Le pidió un favor; que se doblara esa noche y acompañara a su antigua compañera, Martha Calvache, en la custodia de la fábrica abandonada. A Anselmo no le hizo mucha gracia, pero aceptó sin dudar. No podía negarse a esa petición.

Esa noche fue una noche como cualquiera; callada, fría, de luz difusa. Pero de pronto, a las 2:57 a.m. se escuchó un portazo en el segundo piso. Anselmo y Martha que estaban conversando sobre cualquier cosa se quedaron en silencio, mirándose, incrédulos. Debían ir a ver y después de unos instantes de indecisión salieron juntos del cuarto de control. Pero no antes que Calvache apagara la radio, para que no fueran a confundir la música con cualquier otra cosa.

Los dos subieron las escaleras lentamente, alumbrando el camino con las linternas. Decidieron, como la última vez, que ella revisaría la segunda planta y él la tercera. Treinta segundos después de haberse dividido los pisos, Calvache entró a una estancia con la puerta medio abierta. Al cruzar el umbral, alguien la tomó con fuerza y le puso una mano en la boca. Ella no pudo hacer nada, la habían tomado por sorpresa. A la orden del hombre que la tenía en su poder, deslizó el bolillo y la linterna al suelo; haciendo el menor ruido posible. El olor de la piel, la firmeza de la mano, la voz que susurraba en su oído; todo era conocido. Era Javier, su exmarido.

Martha Calvache se había separado de su pareja, de más seis años de relación. Lo había hecho motivada en su seguridad. Javier era un tipo violento y celoso. Además, solía perderse en borracheras que siempre terminaban mal. Ella lo amaba, pero había tenido suficiente. Frente a este inesperado rechazo él había jurado vengarse por haberlo dejado solo; a él que tanto la amaba.

Pues allí estaba de nuevo en sus brazos, pero esta vez de un modo muy diferente. Martha sabía que Javier era capaz de cualquier cosa. El hombre le susurró al oído que la mataría, pero que antes se encargaría del sapo con el que trabajaba. En un instante le llenó los oídos de palabras horribles y humillantes; y ella en un arrebato de dignidad le mordió la mano con una furia asesina. Javier, un tipo que cuando estaba en papel de victimario era muy controlado no gritó. Él no apartó bruscamente la mano. Con fuerza le dio la vuelta a Martha y le puso un puño salvaje en medio de la cara, rompiéndole la nariz y dejándola inconsciente. Agarró el cuerpo de la mujer en el aire y lo depositó en el suelo suavemente para no hacer ruido. Ahora iría por Rodríguez que estaba el piso de arriba.

Anselmo entró a la última habitación del pasillo a la izquierda, aquella estancia donde había visto una mano ensangrentada en el cristal semanas atrás. Chequeó con cuidado el recinto, no vio nada fuera de lo normal. Decidió llamar por radio a Calvache, decirle que ya había terminado. Sin embargo, no hubo respuesta. Rodríguez pensó que estaba descompuesto y mientras intentaba mirar qué andaba mal con el aparato bajó la guardia. Ni siquiera se dio cuenta cuando Javier entró sigiloso a aquel lugar.

Se dio la vuelta y vio un bulto enorme, luego recibió una puñalada en el estómago. Después otra y otra. No sabía que pasaba, ni siquiera le dolía. Sólo no entendía. De repente, las fuerzas lo abandonaron. Se desvaneció como el humo en el viento. Su cuerpo se escurrió sobre la humanidad de Javier y cayó al piso. El agresor había alcanzado su cometido. Dejó aquel lugar y fue por su verdadera presa; por Martha. El teléfono fijo, el que estaba en la sala de control, sonó de improviso y eso llamó la atención de Javier. Que descendió a la primera planta para desconectar el aparato.

Entre tanto, Martha abrió los ojos lentamente, le dolía a muerte la cabeza y le costaba respirar con la nariz fracturada e hinchada. Se levantó como pudo y salió al pasillo. Bajó el primer escalón que la llevaría al primer piso, pero oyó alguien en la sala de mandos. Sin duda era Javier. No podía bajar! En ese caso iría a buscar a Anselmo. Medio mareada, pero sigilosa subió las escalas. Caminó en el pasillo llamando con susurros a Anselmo, no quería ser descubierta. Lo llamó una y otra vez con una voz ronca y desesperada. Febril y temblorosa.

Sus oídos se afinaron; alguien subía las escaleras. Se apresuró a esconderse en la estancia del final del pasillo, del lado derecho. Se ocultó justo detrás del dintel de la puerta, esperando no ser descubierta por su atacante. Por su parte, Javier se detuvo en el inicio del pasillo, con todo y lo enorme que era. Se quedó allí, inmóvil, con el cuchillo en una mano y el bastón de Calvache en la otra. Quería cazar a su presa, la quería detectar con sus oídos.

Martha miró hacia la otra habitación. En el fondo de la estancia y con la luz de los focos exteriores, que establecían un confuso juego de luz y de sombra, vio el cuerpo inerte de Anselmo. Lo había matado! La mujer empezó a temblar incontroladamente y se puso las manos en la boca para no gritar. Un sollozo incontestable se apoderó de su cuerpo. Estaba frita! Pasaron varios instantes y Javier escuchó un lloro suave y temeroso; la había encontrado!

Se dirigió con el cuchillo en alto y profiriendo mil improperios hacia la mujer que era el sol de su vida, su única razón para vivir. Martha no soportó más y empezó a gritar con todas sus fuerzas. No había escapatoria, ya todo estaba perdido. El hombre se abalanzó sobre ella, escondida en la penumbra, y le propinó decenas de cuchilladas en todo su cuerpo. Si no era para él, no sería para nadie.

Los gritos hicieron volver en sí a Anselmo. Tan revuelto como estaba, por instinto, se mandó la mano al vientre. Había sangre, pero no mucha. Un zumbido atrapaba sus oídos y se sentía un poco mareado. Se intentó poner en pie, pero la panza le dolía. Así que tuvo que apoyarse en la pared. Después, sin darse cuenta puso su mano ensangrentada sobre el cristal de la ventana. Pero sólo cuando retiró la mano, y gracias a las luces del exterior, vio la huella. De inmediato recordó lo que había visto unas semanas antes. Como en una película, a la velocidad del pensamiento, ató cabos. Todo lo que había visto no era algo del más allá. Parecía que de algún modo había percibido el futuro!

Como poseído por una fuerza ajena a sí, se dio la vuelta y caminó hasta la puerta de la estancia. Allí abrió un poco el portal. Una punzada le recorrió el vientre, se puso la mano sobre esa parte del cuerpo y con la otra mano se agarró del dintel. Debía salir de allí, debía salvar a Martha. Salió al pasillo y de la penumbra, de la tiniebla un endemoniado Javier se lanzó sobre él; tirándolo de nuevo al suelo. El agresor se puso sobre él y con el bolillo, que el amor de su vida había dejado en el piso de abajo, intentó asfixiar a aquel molesto testigo. Anselmo se supo dominado y a merced de aquel hombre, pero jugó una última carta.

Haciendo un esfuerzo para bloquear el dolor y la asfixia, empujó sus dedos gordos en los ojos de Javier. Con toda la fuerza de un hombre al borde de la muerte, espoleó esos globos oculares y lo hizo cada vez más fuerte. El asesino no soportó tan inesperado dolor y se lanzó a un lado de su víctima; en un intento de escapar de sus dedos. Anselmo inspiró groseramente todo el aire que pudo. Una vez liberado de aquel abrazo de muerte, y sin sentir dolor alguno, se sentó y buscó con temblorosas manos el garrote. Lo tomó firmemente, apoyándose en la escasa luz que entrada por las ventanas y en la ausencia absoluta de dolor. Giró sobre sí quedando muy cerca de Javier, que posaba sus pesadas manos sobre sus ojos. Con un golpe seco, certero y preciso Rodríguez aporreó la sien izquierda de su atacante, dejándolo fuera de combate.

Anselmo herido y sangrante,  porque el forcejeo había producido una hemorragia en las heridas, se movió hasta donde estaba Martha. Estaba muerta! Había llegado demasiado tarde!. Pero el hombre no perdió la calma y buscó el celular en la chaqueta empapada en su líquido vital. Hizo una llamada de emergencia y cuando hubo terminado se dejó llevar por la gravedad, desplomándose en el suelo. Allí lloró amargamente por la muerte de su colega y por lo vulnerable e impotente que se sentía.

Una hemorragia cerebral había dejado a Javier en un coma profundo. De todos modos, si se despertaba pasaría una larga temporada en la cárcel. Martha Lucía Calvache Zipacón fue agasajada en la muerte como una heroína, le dieron todos los honores. Anselmo permaneció tres semanas en la clínica, recuperándose de las  heridas y de la peritonitis que los cortes en los intestinos le habían provocado. Después de un par de meses de recuperación volvió a su trabajo; finalmente era lo único que sabía hacer. Pero en cada turno recordaba a aquella joven y buena mujer que no había podido salvar aquella noche.

Todo siguió de manera natural desde entonces. Hasta un día cualquiera, que llegó a casa en la noche, después de una jornada de 12 horas de trabajo. Pasó la noche en familia y se acostó a la hora habitua; pero no podía dormir. A eso de las 11:40 p.m. se puso en pie y fue a la cocina. Una vez allí, y mientras se servía un vaso con leche fría, escuchó sonidos extraños en el patio. Salió apurado y quedó de una sola pieza por lo que vio: dos sombras que saltaban la tapia desde la casa vecina. Aunque no se podían adivinar unos rostros, ambas se quedaban inmóviles frente a aquel hombre. Como evaluando a su presa...


Cuento escrito por David Turriago

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