La faja le estaba
matando. La presión que hacía sobre la herida en su vientre era apabullante,
paralizadora, asfixiante. Un escalofrío recorría su espalda y humedecía su
rostro. Él con el mayor disimulo posible se pasó un lienzo desechable por la
cara para eliminar las gotitas de sudor que podrían delatarlo. Guardó el
pañuelo en el bolsillo de su camisa de manga corta y cuadros azules. Con la
mayor suavidad posible, con el fin de no producirse dolor y no molestar a los
pasajeros que tenía a cada lado, movió su tronco en el asiento intentando
buscar la mejor posición alcanzable. Se daba cuenta que cumplir su misión no
era tan sencillo como había pensado en un principio; “el trabajo de Alá trae
sacrificios” se repetía mentalmente.
Miró el reloj
en su muñeca. Faltaban 38 minutos para el momento indicado. El hombre decidió
concentrarse en sus recuerdos. Le hacían falta. Ahmed había nacido el 26 de
julio de 1984, en la ciudad de Bagdad, en una familia más o menos acomodada de
la capital. Aunque no tenían nexos con
el Partido Baaz, sus padres veían con buenos ojos el gobierno de Saddam Hussein;
ese hombre había traído prosperidad y dignidad al pueblo iraquí y representaba
los intereses de la minoría suní a la que se adscribían ellos.
Para el año
1991, con la invasión del ejército americano, su padre había tomado la decisión
de alistarse voluntario para hacer parte de la fuerza de resistencia. Su país y
su pueblo estaban por encima de su existencia. Además, debía proteger la vida y
la honra de su familia. Pero esa ilusión del héroe árabe duró poco. El ejército
de invasión, bajo el pretexto de liberar al pueblo iraquí, había tomado en poco
tiempo la nación y su padre no era más que una cifra más en el conteo de las
bajas de la tropa local.
Los meses que
siguieron fueron un infierno, su madre lloraba día y noche por la muerte de su
esposo. Mientras extremaba las precauciones para proteger a sus dos hijos,
incluso a la hora de acudir a la escuela. Un profundo odio y una amargura
punzante se habían apoderado de su carácter, ya no era la misma mujer. Algo se
había roto en su interior. Ahmed tuvo que soportar el peso de pertenecer a una
familia deshecha, de una madre tan cambiada y de la muerte de quién hasta
entonces había sido el máximo referente de su vida.
Contra todos
los pronósticos, el gobierno de Saddam no había sido derrocado finalmente. Pero
en su lugar dejaron a una marioneta resentida y cruel, pero sumisa. Las
instituciones del país habían sido debilitadas hasta la extenuación y un
espantoso embargo se cernió sobre el pueblo. Había llegado la edad de la
escasez, de la miseria, de la humillación, del dolor, de la amargura.
Un atardecer
cualquiera, la madre de Ahmed concretó en su voluntad algo sobre lo que venía
rumeando día y noche. Tenía que sacar a sus hijos de su propia tierra,
desarraigarlos para que no padecieran el dolor de las sanciones, la fragmentación
de una sociedad dividida y sobretodo la vergüenza de la derrota. Su difunto
esposo era hijo de padre español y lo más importante; sus hijos tenían
pasaporte de esa nacionalidad. Una hermana de Tarik, su marido, vivía en la
lejana España y se había ofrecido a criar a los niños lejos de las vicisitudes
de la destrucción irracional. Fue así que Ahmed y su hermana dejaron su ciudad,
su país, su pueblo y a su madre en una calurosa tarde de agosto. Lo que más le
dolió a aquel chico fue que jamás volvería a ver a aquella mujer desgarrada que
le había dado la vida. Ella murió de un cáncer estomacal fulminante, que se la
llevó en pocas semanas, tal vez a causa de todos los padecimientos que había
tenido que soportar en el último año.
Ahmed tuvo que
hacer de tripas corazón y seguir adelante. Le hacía falta su madre, su padre,
sus amigos, las calles de su barrio, su lengua, echaba de menos todo. Para él,
España siempre fue una tierra extranjera, aunque sabía que sangre ibérica
corría por sus venas. Había algo que nunca le cerraba, que no le convencía. El
chico creció anhelando, en silencio, volver a su país. Trabajar por él, sentir
ese aire seco en sus pulmones de nuevo; realmente amaba esa tierra fértil en
medio del más desolador desierto.
Una punzada de
dolor le recorrió como un rayo entre el ombligo y el cuello. No le habían dado
demasiados analgésicos para que estuviera completamente alerta a la hora de abordar
y en el vuelo mismo; no debía llamar la atención de ninguna forma. Tenía que parecer
un tipo normal, tomando un vuelo de placer a Berlín. Lo que no había calculado
era que debido a la terrible coacción de la faja un dolor punzante lo visitaría
constantemente. Gracias a Alá había podido pasar sin problema los controles en
el aeropuerto de Barajas.
Para olvidar
el dolor, Ahmed decidió sumergirse de nuevo en sus recuerdos. Tan pronto como
acabó la escuela secundaria regresó a Irak. Había obtenido una subvención completa
para adelantar sus estudios superiores en la Universidad de Bagdad; dónde
estudiaría ingeniería mecánica. Recordaba su regreso al país, aquel día lloró
tan pronto como puso sus pies en tierra. Sentir de nuevo ese calor tan especial
en la piel, ver ese cielo azul como el infinito, percibir las calles
melancólicas le devolvieron cierta alegría que le había sido arrebatada por el
desarraigo y la injusticia de una guerra inmoral. Agradeció a Dios con todo su
corazón, aunque en ese entonces no estaba muy cerca de las cosas del
Misericordioso. Había iniciado sus estudios con entusiasmo, estaba muy feliz. Vivía
con la sensación de haber regresado al paraíso perdido.
Pero su dicha
no duró mucho. Después de haber comenzado su segundo año en la universidad, el
país se estremeció de nuevo al ver la sombra de la destrucción y de la muerte.
Del saqueo y el cataclismo sobre todo lo que se había reconstruido. El gobierno
de los Estados Unidos, en cabeza de su presidente George W. Bush, había
amenazado con invadir de nuevo su país. Esta vez con la excusa de que el
gobierno tenía armas de destrucción masiva.
Era ridículo!
Era absurdo! ¿Cómo era eso posible? ¿Es que no se daban cuenta que un gobierno
tan deprimido como el iraquí no podría, aunque quisiera, desarrollar algo
semejante? ¿Acaso los yanquis en la invasión de un década atrás no habían
destruido las armas que había o no se habían llevado todo el armamento no convencional
del ejército? ¿Cómo podía la superpotencia atacar un país que hasta ahora se
estaba empezando a recuperar de las tragedias de la guerra y del
estrangulamiento del embargo?
En el fondo,
Ahmed, creía que el resto del mundo no estaba tan loco como el gobierno yanqui
y no iba a permitir tal exabrupto. Él había vivido en un país occidental y allí
había aprendido a confiar un poco más en las instituciones de control. Era seguro que los otros países no iban a
permitir tal injusticia. Occidente frenaría a los locos que gobernaban la Casa
Blanca. Pero no podía estar más equivocado. Estados Unidos estableció una
coalición contra lo que llamaba cínicamente el Eje del Mal y atacó a la endeble
nación. Ahmed se alistó como su padre y se dispuso a defender a su país del
invasor extranjero.
El antiguo
miliciano recordó que esa fue una guerra mediática. Multitudes de medios cubrieron
la “noticia”. Pero no se trataba más que de un teatro montado por el gobierno
estadounidense para mostrarle a la opinión pública lo que ellos querían
mostrar. La verdad fue mucho más cruda de lo que se transmitió en las pantallas
de TV de todo el mundo. El futuro mártir no quiso recordar todo lo que vio. No
podía demostrar desesperación, odio, tristeza, locura. No podía hacer nada que
lo hiciera llamativo para nadie.
En ese
entonces, Ahmed primero se enroló en el ejército iraquí. Pero cuando este fue
desmantelado por el ejército americano y por esos sembradores de muerte a los
que llamaban “contratistas”, se unió a las milicias de resistencias. No
obstante, más temprano que tarde fue capturado y fue enviado a la cárcel de Abu
Ghraib. La sede del Averno en la tierra. Allí fue torturado, humillado, vejado,
destruido moralmente, vapuleado, pisoteado. Los meses que transcurrió en aquel
encierro fueron los peores de su vida. No tenía palabras para describir lo que
pasó, lo que hicieron con él, como no era más que un juguete para sus
carceleros. El sujeto de un juego cruel e inhumano que no tiene nada que ver con
lo animal, sino que nace del lado demoníaco que cada hombre tiene adentro.
Después de
algunos meses de padecimientos fue trasladado a una prisión regular en el norte
del país. Aquel reclusorio no se comparaba con Abu Ghraib. Ese nombre maldito,
en el que conoció el límite de la resistencia humana. Su propio umbral antes de
quebrarse ante lo peor de la vida. En aquella cárcel se acercó al Islam. Antes
de eso no había sido demasiado creyente, tal vez por la prematura muerte de sus
padres y por la brutal destrucción de su mundo a tan temprana edad. Sin embargo, aproximarse al Islam en medio de
aquella nueva desgracia le restituía la dignidad pisoteada, le hacía lícito
conciliar en las noches el sueño, le daba sentido a una vida fracturada una y
otra vez, le permitía ver la luz del sol cada mañana con unos ojos diferentes a
los de una víctima indefensa y abatida.
Después de
seis años de encierro el nuevo gobierno iraquí le otorgó el indulto. Cuando
salió encontró un país diferente. Ya no estaba Saddam, el partido Baaz ya no
contralaba la nación. Los kurdos del norte ahora controlaban un territorio
autónomo de facto. Todo ya se estaba reconstruyendo por segunda vez. Era como
si el pueblo de Irak, en medio de sus vicisitudes, hubiese decido hacer borrón
y cuenta nueva. Justo eso fue lo que quiso hacer Ahmed. Consiguió un trabajo
mal remunerado en un taller de mecánica y allí intentó rehacer su vida. Ya no
tenía familia. Los pocos familiares que nunca habían salido del país fueron
abatidos en la invasión del 2003 y su hermana y su tía le habían comunicado en
una carta que ya no lo consideraban como su familiar; porque según ellas se
había convertido en un terrorista peligroso en contra de la civilización y la
cordura. Así transcurrieron las semanas y los meses, pero el dolor y la
desolación no abandonaban sus cómodos lugares en lo más profundo de Ahmed. Sólo
el Islam acompañaba sus noches de soledad y melancolía.
Todo cambió
una mañana cuando recibió una llamada de un hombre que había conocido en la
cárcel. Este lo invitaba a tomar un té y quería hablarle para proponerle un
negocio. Cuando se vieron, ese hombre aguerrido y callado le confesó que desde
que había salido de la cárcel venían siguiéndolo. Que sabían cada uno de sus
movimientos, tenían interceptadas sus comunicaciones y que estaban interesados
en él. Que era un buen musulmán y que debía continuar lo que había emprendió:
la Guerra Santa. Ahmed, repentinamente, se sintió perturbado y vulnerable.
Preguntó por la identidad de “nosotros”. Miró a los ojos a su interlocutor y le
cuestionó si lo estaba amenazando. El hombre con una tranquilidad estudiada le
dijo que sólo eran amigos, que nadie le iba a hacer daño, que nada más querían
contar con él para defender a su pueblo, su tierra y su fe. Lo tranquilizó y le
dijo que confiara en ellos. Ahmed entre intrigado y asustado, entre cauteloso y
movido repentinamente por un afán de venganza, aceptó.
Esa misma
noche canceló lo adeudado en la habitación en la que vivía, escribió una nota
de renuncia a su trabajo, tomó sus exiguas pertenencias y se montó en una
camioneta de la Organización. Le taparon la cabeza con una bolsa de tela negra
y lo recostaron en la parte de atrás del vehículo. Ahmed tenía miedo, pero a la
vez la adrenalina lo desbordaba, sentía que por fin tendría una posibilidad de
devolver un golpe a quién tanto daño le había hecho. Sólo después de algunas
horas llegaron a su destino. Aquel era un campamente camuflado en las montañas
del norte del país. Allí le quitaron la venda y lo recibieron con una
fraternidad que hacía mucho tiempo no sentía. Le comentaron que iniciaría un
proceso de entrenamiento en diferentes áreas para hacer de él un guerrero
santo. Él aceptó todo lo que le dijeron sin chistar. Algo dentro de sí, que no
podría identificar, lo empujaba a unirse a esa causa a cualquier costo.
Ahmed no tuvo
que hacer muchos esfuerzos para convencerse de lo estaba emprendiendo. Al
siguiente día de su llegada comenzó una terapia de lavado de cerebro que
buscaba hacer de él una máquina perfecta de matar; al mismo tiempo plenamente
obediente e identificada con los lineamientos de la Organización. El muchacho
se entregó en cuerpo y alma en el trabajo
por los objetivos de la Hermandad. Agradecido porque le habían devuelto un
sentido a su vida. Un norte que había sido destruido y robado por el Gran
Satán; por Estados Unidos y sus lacayos. Por Occidente.
Pasó el tiempo,
y ya Ahmed había sido fuertemente entrenado para el combate cuerpo a cuerpo,
era hábil en la manipulación de explosivos, tenía una especial aptitud para el
uso de armas de fuego de largo y corto alcance, había recibido un sólido
adoctrinamiento religioso e ideológico y había sido adiestrado para la
resistencia ante torturas e interrogatorios extensos. Después de algunos años ya
era más que un discípulo y le encargaban pequeñas misiones especializadas; como
asesinatos selectivos e instalaciones de
bombas; para ser activadas a larga distancia. Pero sobretodo le encargaban
tareas de reclutamiento en todo el Medio Oriente. La Organización elegía
cuidadosamente a los posibles reclutas, gente con suficientes razones para
hacer cualquier cosa, que no tenían nada que perder. Los seguía durante meses,
los estudiaban, los descartaba si no eran aptos y en el momento preciso se
acercaba sólo a aquellos que consideraba que tenían verdadero potencial. Ahmed había
aprendido, gracias a la experiencia, que si se negaban o se mostraban demasiado
indecisos ante la propuesta de pertenecer a la Hermandad eran eliminados ni
bien salir del punto de encuentro. Una pequeña limpieza necesaria para asegurar
el éxito de la Yihad. La Organización se caracterizaba por ser prolija e imperceptible,
y para lograr esto no era posible dejar
cabos sueltos.
Para ese punto
de su vida Ahmed sentía que ya estaba preparado para abordar algo grande, tal
vez una misión que tuviese un impacto poderoso sobre sus enemigos. Por fortuna
para él esa anhelada tarea no se dio a esperar por mucho tiempo. Desde arriba
le llegó una orden para trasladarse a un cruce de caminos cerca de la ciudad jordana
de Zarqa. Ahmed estuvo allí el día
correcto y a la hora indicada. Fue recogido por una camioneta negra blindada. Subió
a ella y fue enfundado en la tradicional bolsa de tela negra. Pasaron más de
diez horas hasta que hubo llegado a una edificación abandonada en medio del
desierto. Allí fue recibido como siempre, con amabilidad y una cortesía fina; inmediatamente
se sintió como en casa.
Pronto se
reunió con otros mártires que habían llegado antes que él. Ahmed se enteró de
inmediato que su gran día había llegado y que más pronto que tarde estaría en
el Paraíso que Alá había reservado para los valientes que morían por Él. En ese
instante, en un momento de descuido ideológico, recordó una idea absurda que
había leído en una página web unos años atrás. Un “investigador” alemán que
había escrito un libro en contra del Corán bajo el seudónimo de Christoph
Luxenberg. En dicho manifiesto blasfemo decía sin ningún pudor que el Corán
había sido malinterpretado y traducido mal por siglos. Decía aquel infiel que
en el pasaje del Sagrado Libro donde se hace referencia a las vírgenes que
serán entregadas a los mártires en el Paraíso, se debía cambiar la palabra
“vírgenes” por “racimo de uvas” basado en la que para él era la traducción
correcta del término. Por supuesto, esa era una idea herética y mentirosa. Ahmed
rápidamente apartó ese concepto estúpido e irracional de su mente y se enfocó en el
servicio que debía prestar a la causa de Alá.
Tan pronto
como estuvieron reunidos todos los escogidos, les fue revelado el plan de
acción. Transportarían en su interior, con la ayuda de una pequeña intervención
quirúrgica, una bomba de relojería hecha exclusivamente con derivados plásticos
y fibra de vidrio. El explosivo que se usaría era indetectable para los
sabuesos de los aeropuertos. Además, se
trataba de una precisa máquina que no tendría ningún elemento metálico que
pudiese ser descubierto en los detectores de las terminales aéreas.
Por otro lado,
según la estrategia expuesta, para evitar un posible paso por el escáner
abdominal y eliminar sospechas se había escogido solamente mártires que
tuviesen nacionalidad de algún país de Occidente. Fue allí que Ahmed se dio
cuenta que en el grupo había siete hermanos americanos, tres italianos, cuatro
británicos, ocho franceses, dos canadienses, tres alemanes, un sueco, un húngaro
y él; un español. Se esperaba hacer la cirugía, con la consecuente instalación
del dispositivo explosivo, sólo unas horas antes del abordaje a un aeroplano con
destino a diferentes ciudades de Norteamérica y Europa. Desde múltiples lugares
del mundo, con el fin mostrarle a Occidente que estaban en todas partes; que no
había seguridad en ningún lugar del planeta. Para que el plan funcionara como estaba
previsto el mecanismo de cada bomba sería programado para que estallara en el
aire, todas al mismo tiempo, derribando el avión en el que se transportaba al
mártir.
La instalación
de los dispositivos en los huéspedes se haría en la ciudad de salida de cada
vuelo, a través de equipos que ya estaban preparados en cada una de esas zonas.
Para Ahmed fue curioso saber que dentro de los mártires había siete mujeres que
serían cargadas con una mayor cantidad de explosivos; ya que tendrían más
espacio una vez les hubiesen sido extraídos el útero y los ovarios. No había
mucho más que decir, sólo que se utilizaría una bomba extremadamente potente
para que con una pequeña cantidad de la misma, se produjese una explosión capaz
de romper el fuselaje del avión.
El ataque se
había programado para exactamente siete días después de esta reunión y en el
siguiente día se hizo una evaluación de cada uno de los futuros mártires para
determinar si podrían cumplir a cabalidad con la misión. Todos pasaron las
pruebas a excepción de dos personas; un hermano americano nacido en Wisconsin y
un cairota con pasaporte italiano. El día indicado, en pequeños grupos, fueron
enviados a las diferentes ciudades del mundo; donde serían recibidos por
discretos contingentes de efectivos de la Organización que los llevarían al
lugar preparación. Fue así que desde Amman salieron diferentes vuelos con
hatajos hombres y mujeres con destino a Tokio, Sao Paulo, Bogotá, Nueva York,
San Francisco, Milán, París, Londres y Madrid. Esta última ciudad era el
destino de Ahmed.
De vuelta en
el presente, Ahmed intentaba acomodarse como podía en la silla de clase
económica. Al lado de la ventana dormía a un español bajito, enjuto; que
roncaba como si de una animal grande se tratase. Del lado del pasillo se
hallaba una adolescente japonesa que se entretenía con la pequeña pantalla que
estaba en frente de su asiento. Una azafata, una madura mujer española de pelo
rubio y ojos azules como el cielo sin nubes, se dirigió al mártir. Le preguntó
si deseaba algo y él intentando mostrar la mayor naturalidad posible pidió un
vaso con agua. La mujer con una sonrisa amplia se lo ofreció y se ocupó de la
chica asiática que ordenó una botella de Coca Cola. Cuando la mujer se movió a
las sillas del frente, Ahmed tragó con dificultad solo un poco de agua mientras
miraba de reojo a la chica a su mano derecha. Kai, como la llamaban sus padres
que estaban justo detrás de ellos, no paraba de pensar y repensar un Sudoku
incluido en los elementos de entretención de la aerolínea.
Ahmed miró
hacia adelante, intentando no pensar y no respirar demasiado profundo. El
vientre le dolía cada vez más y la cabeza le empezaba a dar vueltas. Sentía una
presión inesperada sobre la zona de la espalda donde se encuentran los riñones.
Miró su reloj de mano. Faltaban solamente 12 minutos para que el dispositivo se
activara y él estuviera en el Paraíso de Alá.
Sin darse
cuenta de que lo admitía, admitió que lo que lo ponía mal no era el peso de la
bomba sobre sus entrañas o el miedo a ser descubierto y no poder cumplir su
misión. Lo que lo turbaba al punto de no poder respirar normalmente era pensar
en la gente que tenía al lado. Había niños a bordo, familias enteras que
buscaban unas vacaciones en la capital de Alemania. A su lado estaba Kai que
jugaba inocentemente sin saber que pronto volaría en pedazos. Estaba el español
de la ventana que había dejado caer sin querer de su billetera, antes de despegar,
la foto de un bebé tan enjuto y seco como él; seguramente se trataba de su
hijo. Pensó en cada uno de los 164 pasajeros que dormían, leían, comían o
miraban una película; sin saber que morirían en algunos minutos. La guerra era
contra ellos; el objetivo de la guerra era el Gran Satán. Del que ellos eran
lacayos y abnegados sirvientes. Eran infieles, personas cuya vida era menos que
la de los santos. Ellos eran los ojos y las manos del mal. De la malignidad que
había destruido su familia, que había pisoteado a su pueblo, que le había
arrebatado la dignidad.
De repente, una
mujer alta, de piel blanca y de pelo rojizo, maquillada con colores fuertes y gruesos labios rojos pasó junto a Kai. La
chica ni siquiera la percibió, pero Ahmed la vio directamente a la cara. La
mujer estaba acicalada de negro, con un vestido ceñido a un cuerpo delgado y
largo. Portaba un sombrero negro de ala ancha, coronado con plumas exóticas del
mismo color. Sus manos largas y delgadas se enfundaban en sendos guantes de
seda. Su mirada, de un verde turquesa, se encontró directamente con la suya.
Era una mirada profunda, arcana, insondable. Una mirada sin prisa, pero sin
pausa. Tranquila y abrumadora. Era la mirada de la Muerte que se había detenido
en los ojos oscuros de Ahmed unos minutos antes de que alcanzara el Paraíso.
De inmediato Ahmed
se quedó paralizado, absorto, inmóvil. Petrificado, pero no de terror. Petrificado
de impotencia. No había nada que pudiese hacer, nada! Se sintió como antes de entrar
en la Organización; vulnerable, estático, sin esperanza. ¿Qué le pasaba? ¿Aquello
era real? ¿O sólo era una jugada de su mente? Cerró y abrió los ojos, pero la
mujer estaba ahí mirándolo directo a la cara. Una figura sin sombra, porque
ella era la Sombra misma. La mujer le ofreció una pequeña sonrisa, luego siguió
su camino hacia la parte trasera del avión.
Ahmed no salía
de su asombro, de su estupor, del mutismo de saberse al borde de la muerte y de
no saber si su defunción valdría la pena. Sin saber si su sacrificio tenía un
sentido, una razón más allá de la venganza, del profundo abismo de muchos
dolores mal curados. Los años de adoctrinamiento ideológico se fueron al
traste. Las horas de ser machacado una y otra vez, recordando todo lo que el
enemigo le había hecho a él, a su familia, a su pueblo se resquebrajaron en un
segundo. Se hallaba como una “tabula rasa”: en blanco, sin ideas, sin grandes
causas por las cuales luchar; se había quedado sin nada.
Cerró fuertemente
los ojos, no quería volverlos a abrir nunca más. No quería hacerse responsable
de lo que estaba pasando, de lo que sucedería. No había sido él, había sido el
Gran Satán que lo había obligado; que lo había dejado sin opciones. Que le
había llenado las manos con nada más que venganza y odio. ¿Todavía podría hacer
algo? ¿Podría evitar la catástrofe? Un sudor frío empezó a brotar sin control
por los poros de su frente y de sus manos de puños cerrados. Ahmed empezó a
temblar ligeramente. Kai no se dio cuenta de nada, porque estaba demasiado
absorta en ver una película de temporada en la pequeña pantalla en frente de su
silla.
Por su parte,
el Don español abrió los ojos. Vio a ese hombre joven y delgado temblando, con
los labios apretados, los ojos cerrados como huyendo de una cruel visión y
apretando los puños tanto que corría el riesgo de enterrarse las uñas en la
palma de las manos. Sin embargo, ese no era su problema. Él estaba cansado y, desde
que no se metiera con él, le tenía sin cuidado lo que hiciera o pasara con
aquel hombre.
Ahmed tensionó
todo su cuerpo. Quería dejar de existir antes de morir. No quería tener en sus
manos la sangre de tantas personas. De familias como la que tuvo una vez. No
podía, simplemente no podía!. De repente, sintió que alguien lo miraba. Pensó
que era aquella mujer de negro y no pudo resistirse a abrir los ojos. Por el
contrario a lo que pensaba se trataba de una mujer con hiyab –el velo islámico-.
Le fue evidente que por su manera de vestir era musulmana. No era ni joven ni
vieja. Tenía una cara límpida, sin maquillaje y de una piel suave y lozana.
Unos ojos almendrados y del color de la aceituna lo miraban, mientras se dibujaba
una sonrisa dulce en su rostro. Esa expresión le recordó a su madre antes de
que todo se fuera por la borda. Una impresión que le rompió el corazón. Estaba
claro que mataría inocentes, sería tan culpable y tan asesino como aquellos que
saquearon, asesinaron y destruyeron su amada tierra. Ya no podía hacer nada, no
había tiempo, no había marcha atrás, no había remedio.
Recordó aquel
asunto de la recompensa del puñado de
uvas en el Paraíso. Obviamente se trataba de una interpretación absurda del
Corán, por parte de un infiel. Pero, y si ¿era cierto? ¿Qué recibiría de parte
de Alá? ¿72 vírgenes? ¿Un racimo de
uvas? ¿El Infierno? ¿El desprecio eterno? ¿Cómo premiaría Alá aquellos que
hacían lo mismo que él, matar inocentes, pero del otro bando? ¿También los
llevaría al Paraíso por hacer lo que hacen en nombre de su fe, de la libertad y
la democracia?
Sin aviso su
mente le trajo todos los recuerdos de su estancia en España. Rememoró a tanta
gente que se había mostrado compasiva, amorosa, abierta con él; un pobre
huérfano extranjero en una tierra lejana. Como en la cinta de una película
resonaron sus años en aquel país; en Occidente. Vinieron a su mente todos los bastardos que le
recordaban al perpetrador yanqui, pero también los miles de personas buenas
cuya sonrisa no traía otra cosa más que luz. Justo como aquella correligionaria
que en ese momento se ponía de pie para ver que le pasaba a aquel hombre flaco,
ojeroso y seco como un arbusto en el desierto.
Ahmed
Valbuena, ese era el apellido de su abuelo -un converso español que llegó a
Irak en los años 50-, no podía contener la andanada de imágenes que inundaban
su cabeza. Fruncía los dientes unos contra otros casi hasta romperlos,
respiraba con dificultad y sentía pequeños espasmos que lo recorrían de arriba
abajo. Sudaba profusamente y apretaba tanto los apoya brazos de su silla que Kai
se dio cuenta que algo no andaba bien con el hombre a su lado. Ya no podía
escapar, no podía salvar a nadie, no podía dejar de matar, su destino estaba
sellado.
La mujer de
mirada compasiva y de voz dulce se acercó y tocó con cuidado el hombro de
Ahmed. Con una cálida sonrisa le preguntó, en un inglés fluido, si le pasaba
algo; si le podría ayudar. Kai vio aquella escena con asombro y con una
corazonada que algo andaba terriblemente mal.
Al sentir el
toque, la voz, el aroma suave a rosas que expedía aquella mujer Ahmed se
tensionó todavía más, pero sólo por un instante. No quería ver de nuevo esos
ojos luminosos que indefectiblemente dejaría sin vida, no quería hacerse
responsable. Se repetía una y otra vez que no podía. La mujer viendo la
reacción insistió, realmente preocupada
por aquel pasajero de avión. Tal vez estaba enfermo, tal vez le tenía pánico a
volar. Como un último acto de valentía, y haciendo acopio de toda la fuerza que
le quedaba, el hombre abrió lentamente los ojos. Eran unos ojos llenos de
dolor, de tristeza, de espanto, de muerte. Con voz tenue le pidió perdón a la
mujer por lo que iba a suceder. Ésta sin entender lo que pasaba, quiso insistir
en la pregunta de si se hallaba bien. Pero no pudo. En ese preciso instante
Ahmed y todos a su alrededor estallaron en mil pedazos. En el resto del avión
no hubo demasiado tiempo. Nadie alcanzó a despedirse, nadie pudo hacer nada.
Sencillamente el aeroplano estalló y se rompió en varios pedazos. Todo se precipitó
al vacío. No quedaba nada. Sólo metal retorcido, sillas gruesas hechas girones
y cuerpos inertes entre la frontera de Francia y Alemania.
En ese preciso
momento 27 aviones más estallaron en el aire en distintas partes del globo. Todo
había transcurrido de acuerdo al plan, todo había marchado con una precisión
milimétrica. Ese era el mensaje; la Hermandad era una red en extremo precisa,
despiadada y aterradoramente implacable.