Las mejores épocas de nuestras vidas son aquellas en las que acopiamos el suficiente valor como para rebautizar nuestra maldad como lo mejor que hay en nosotros"

Friedrich Nietzsche

miércoles, 20 de mayo de 2015

Cuento: El Día de la Ira

La faja le estaba matando. La presión que hacía sobre la herida en su vientre era apabullante, paralizadora, asfixiante. Un escalofrío recorría su espalda y humedecía su rostro. Él con el mayor disimulo posible se pasó un lienzo desechable por la cara para eliminar las gotitas de sudor que podrían delatarlo. Guardó el pañuelo en el bolsillo de su camisa de manga corta y cuadros azules. Con la mayor suavidad posible, con el fin de no producirse dolor y no molestar a los pasajeros que tenía a cada lado, movió su tronco en el asiento intentando buscar la mejor posición alcanzable. Se daba cuenta que cumplir su misión no era tan sencillo como había pensado en un principio; “el trabajo de Alá trae sacrificios” se repetía mentalmente.

Miró el reloj en su muñeca. Faltaban 38 minutos para el momento indicado. El hombre decidió concentrarse en sus recuerdos. Le hacían falta. Ahmed había nacido el 26 de julio de 1984, en la ciudad de Bagdad, en una familia más o menos acomodada de la capital.  Aunque no tenían nexos con el Partido Baaz, sus padres veían con buenos ojos el gobierno de Saddam Hussein; ese hombre había traído prosperidad y dignidad al pueblo iraquí y representaba los intereses de la minoría suní a la que se adscribían ellos.

Para el año 1991, con la invasión del ejército americano, su padre había tomado la decisión de alistarse voluntario para hacer parte de la fuerza de resistencia. Su país y su pueblo estaban por encima de su existencia. Además, debía proteger la vida y la honra de su familia. Pero esa ilusión del héroe árabe duró poco. El ejército de invasión, bajo el pretexto de liberar al pueblo iraquí, había tomado en poco tiempo la nación y su padre no era más que una cifra más en el conteo de las bajas de la tropa local.

Los meses que siguieron fueron un infierno, su madre lloraba día y noche por la muerte de su esposo. Mientras extremaba las precauciones para proteger a sus dos hijos, incluso a la hora de acudir a la escuela. Un profundo odio y una amargura punzante se habían apoderado de su carácter, ya no era la misma mujer. Algo se había roto en su interior. Ahmed tuvo que soportar el peso de pertenecer a una familia deshecha, de una madre tan cambiada y de la muerte de quién hasta entonces había sido el máximo referente de su vida.

Contra todos los pronósticos, el gobierno de Saddam no había sido derrocado finalmente. Pero en su lugar dejaron a una marioneta resentida y cruel, pero sumisa. Las instituciones del país habían sido debilitadas hasta la extenuación y un espantoso embargo se cernió sobre el pueblo. Había llegado la edad de la escasez, de la miseria, de la humillación, del dolor, de la amargura.

Un atardecer cualquiera, la madre de Ahmed concretó en su voluntad algo sobre lo que venía rumeando día y noche. Tenía que sacar a sus hijos de su propia tierra, desarraigarlos para que no padecieran el dolor de las sanciones, la fragmentación de una sociedad dividida y sobretodo la vergüenza de la derrota. Su difunto esposo era hijo de padre español y lo más importante; sus hijos tenían pasaporte de esa nacionalidad. Una hermana de Tarik, su marido, vivía en la lejana España y se había ofrecido a criar a los niños lejos de las vicisitudes de la destrucción irracional. Fue así que Ahmed y su hermana dejaron su ciudad, su país, su pueblo y a su madre en una calurosa tarde de agosto. Lo que más le dolió a aquel chico fue que jamás volvería a ver a aquella mujer desgarrada que le había dado la vida. Ella murió de un cáncer estomacal fulminante, que se la llevó en pocas semanas, tal vez a causa de todos los padecimientos que había tenido que soportar en el último año.
Ahmed tuvo que hacer de tripas corazón y seguir adelante. Le hacía falta su madre, su padre, sus amigos, las calles de su barrio, su lengua, echaba de menos todo. Para él, España siempre fue una tierra extranjera, aunque sabía que sangre ibérica corría por sus venas. Había algo que nunca le cerraba, que no le convencía. El chico creció anhelando, en silencio, volver a su país. Trabajar por él, sentir ese aire seco en sus pulmones de nuevo; realmente amaba esa tierra fértil en medio del más desolador desierto.

Una punzada de dolor le recorrió como un rayo entre el ombligo y el cuello. No le habían dado demasiados analgésicos para que estuviera completamente alerta a la hora de abordar y en el vuelo mismo; no debía llamar la atención de ninguna forma. Tenía que parecer un tipo normal, tomando un vuelo de placer a Berlín. Lo que no había calculado era que debido a la terrible coacción de la faja un dolor punzante lo visitaría constantemente. Gracias a Alá había podido pasar sin problema los controles en el aeropuerto de Barajas.

Para olvidar el dolor, Ahmed decidió sumergirse de nuevo en sus recuerdos. Tan pronto como acabó la escuela secundaria regresó a Irak. Había obtenido una subvención completa para adelantar sus estudios superiores en la Universidad de Bagdad; dónde estudiaría ingeniería mecánica. Recordaba su regreso al país, aquel día lloró tan pronto como puso sus pies en tierra. Sentir de nuevo ese calor tan especial en la piel, ver ese cielo azul como el infinito, percibir las calles melancólicas le devolvieron cierta alegría que le había sido arrebatada por el desarraigo y la injusticia de una guerra inmoral. Agradeció a Dios con todo su corazón, aunque en ese entonces no estaba muy cerca de las cosas del Misericordioso. Había iniciado sus estudios con entusiasmo, estaba muy feliz. Vivía con la sensación de haber regresado al paraíso perdido.

Pero su dicha no duró mucho. Después de haber comenzado su segundo año en la universidad, el país se estremeció de nuevo al ver la sombra de la destrucción y de la muerte. Del saqueo y el cataclismo sobre todo lo que se había reconstruido. El gobierno de los Estados Unidos, en cabeza de su presidente George W. Bush, había amenazado con invadir de nuevo su país. Esta vez con la excusa de que el gobierno tenía armas de destrucción masiva.

Era ridículo! Era absurdo! ¿Cómo era eso posible? ¿Es que no se daban cuenta que un gobierno tan deprimido como el iraquí no podría, aunque quisiera, desarrollar algo semejante? ¿Acaso los yanquis en la invasión de un década atrás no habían destruido las armas que había o no se habían llevado todo el armamento no convencional del ejército? ¿Cómo podía la superpotencia atacar un país que hasta ahora se estaba empezando a recuperar de las tragedias de la guerra y del estrangulamiento del embargo?

En el fondo, Ahmed, creía que el resto del mundo no estaba tan loco como el gobierno yanqui y no iba a permitir tal exabrupto. Él había vivido en un país occidental y allí había aprendido a confiar un poco más en las instituciones de control.  Era seguro que los otros países no iban a permitir tal injusticia. Occidente frenaría a los locos que gobernaban la Casa Blanca. Pero no podía estar más equivocado. Estados Unidos estableció una coalición contra lo que llamaba cínicamente el Eje del Mal y atacó a la endeble nación. Ahmed se alistó como su padre y se dispuso a defender a su país del invasor extranjero.

El antiguo miliciano recordó que esa fue una guerra mediática. Multitudes de medios cubrieron la “noticia”. Pero no se trataba más que de un teatro montado por el gobierno estadounidense para mostrarle a la opinión pública lo que ellos querían mostrar. La verdad fue mucho más cruda de lo que se transmitió en las pantallas de TV de todo el mundo. El futuro mártir no quiso recordar todo lo que vio. No podía demostrar desesperación, odio, tristeza, locura. No podía hacer nada que lo hiciera llamativo para nadie.

En ese entonces, Ahmed primero se enroló en el ejército iraquí. Pero cuando este fue desmantelado por el ejército americano y por esos sembradores de muerte a los que llamaban “contratistas”, se unió a las milicias de resistencias. No obstante, más temprano que tarde fue capturado y fue enviado a la cárcel de Abu Ghraib. La sede del Averno en la tierra. Allí fue torturado, humillado, vejado, destruido moralmente, vapuleado, pisoteado. Los meses que transcurrió en aquel encierro fueron los peores de su vida. No tenía palabras para describir lo que pasó, lo que hicieron con él, como no era más que un juguete para sus carceleros. El sujeto de un juego cruel e inhumano que no tiene nada que ver con lo animal, sino que nace del lado demoníaco que cada hombre tiene adentro.

Después de algunos meses de padecimientos fue trasladado a una prisión regular en el norte del país. Aquel reclusorio no se comparaba con Abu Ghraib. Ese nombre maldito, en el que conoció el límite de la resistencia humana. Su propio umbral antes de quebrarse ante lo peor de la vida. En aquella cárcel se acercó al Islam. Antes de eso no había sido demasiado creyente, tal vez por la prematura muerte de sus padres y por la brutal destrucción de su mundo a tan temprana edad.  Sin embargo, aproximarse al Islam en medio de aquella nueva desgracia le restituía la dignidad pisoteada, le hacía lícito conciliar en las noches el sueño, le daba sentido a una vida fracturada una y otra vez, le permitía ver la luz del sol cada mañana con unos ojos diferentes a los de una víctima indefensa y abatida.

Después de seis años de encierro el nuevo gobierno iraquí le otorgó el indulto. Cuando salió encontró un país diferente. Ya no estaba Saddam, el partido Baaz ya no contralaba la nación. Los kurdos del norte ahora controlaban un territorio autónomo de facto. Todo ya se estaba reconstruyendo por segunda vez. Era como si el pueblo de Irak, en medio de sus vicisitudes, hubiese decido hacer borrón y cuenta nueva. Justo eso fue lo que quiso hacer Ahmed. Consiguió un trabajo mal remunerado en un taller de mecánica y allí intentó rehacer su vida. Ya no tenía familia. Los pocos familiares que nunca habían salido del país fueron abatidos en la invasión del 2003 y su hermana y su tía le habían comunicado en una carta que ya no lo consideraban como su familiar; porque según ellas se había convertido en un terrorista peligroso en contra de la civilización y la cordura. Así transcurrieron las semanas y los meses, pero el dolor y la desolación no abandonaban sus cómodos lugares en lo más profundo de Ahmed. Sólo el Islam acompañaba sus noches de soledad y melancolía.

Todo cambió una mañana cuando recibió una llamada de un hombre que había conocido en la cárcel. Este lo invitaba a tomar un té y quería hablarle para proponerle un negocio. Cuando se vieron, ese hombre aguerrido y callado le confesó que desde que había salido de la cárcel venían siguiéndolo. Que sabían cada uno de sus movimientos, tenían interceptadas sus comunicaciones y que estaban interesados en él. Que era un buen musulmán y que debía continuar lo que había emprendió: la Guerra Santa. Ahmed, repentinamente, se sintió perturbado y vulnerable. Preguntó por la identidad de “nosotros”. Miró a los ojos a su interlocutor y le cuestionó si lo estaba amenazando. El hombre con una tranquilidad estudiada le dijo que sólo eran amigos, que nadie le iba a hacer daño, que nada más querían contar con él para defender a su pueblo, su tierra y su fe. Lo tranquilizó y le dijo que confiara en ellos. Ahmed entre intrigado y asustado, entre cauteloso y movido repentinamente por un afán de venganza, aceptó.

Esa misma noche canceló lo adeudado en la habitación en la que vivía, escribió una nota de renuncia a su trabajo, tomó sus exiguas pertenencias y se montó en una camioneta de la Organización. Le taparon la cabeza con una bolsa de tela negra y lo recostaron en la parte de atrás del vehículo. Ahmed tenía miedo, pero a la vez la adrenalina lo desbordaba, sentía que por fin tendría una posibilidad de devolver un golpe a quién tanto daño le había hecho. Sólo después de algunas horas llegaron a su destino. Aquel era un campamente camuflado en las montañas del norte del país. Allí le quitaron la venda y lo recibieron con una fraternidad que hacía mucho tiempo no sentía. Le comentaron que iniciaría un proceso de entrenamiento en diferentes áreas para hacer de él un guerrero santo. Él aceptó todo lo que le dijeron sin chistar. Algo dentro de sí, que no podría identificar, lo empujaba a unirse a esa causa a cualquier costo.

Ahmed no tuvo que hacer muchos esfuerzos para convencerse de lo estaba emprendiendo. Al siguiente día de su llegada comenzó una terapia de lavado de cerebro que buscaba hacer de él una máquina perfecta de matar; al mismo tiempo plenamente obediente e identificada con los lineamientos de la Organización. El muchacho se entregó en cuerpo y alma en el  trabajo por los objetivos de la Hermandad. Agradecido porque le habían devuelto un sentido a su vida. Un norte que había sido destruido y robado por el Gran Satán; por Estados Unidos y sus lacayos. Por Occidente.

Pasó el tiempo, y ya Ahmed había sido fuertemente entrenado para el combate cuerpo a cuerpo, era hábil en la manipulación de explosivos, tenía una especial aptitud para el uso de armas de fuego de largo y corto alcance, había recibido un sólido adoctrinamiento religioso e ideológico y había sido adiestrado para la resistencia ante torturas e interrogatorios extensos. Después de algunos años ya era más que un discípulo y le encargaban pequeñas misiones especializadas; como asesinatos selectivos e  instalaciones de bombas; para ser activadas a larga distancia. Pero sobretodo le encargaban tareas de reclutamiento en todo el Medio Oriente. La Organización elegía cuidadosamente a los posibles reclutas, gente con suficientes razones para hacer cualquier cosa, que no tenían nada que perder. Los seguía durante meses, los estudiaban, los descartaba si no eran aptos y en el momento preciso se acercaba sólo a aquellos que consideraba que tenían verdadero potencial. Ahmed había aprendido, gracias a la experiencia, que si se negaban o se mostraban demasiado indecisos ante la propuesta de pertenecer a la Hermandad eran eliminados ni bien salir del punto de encuentro. Una pequeña limpieza necesaria para asegurar el éxito de la Yihad. La Organización se caracterizaba por ser prolija e imperceptible, y  para lograr esto no era posible dejar cabos sueltos.

Para ese punto de su vida Ahmed sentía que ya estaba preparado para abordar algo grande, tal vez una misión que tuviese un impacto poderoso sobre sus enemigos. Por fortuna para él esa anhelada tarea no se dio a esperar por mucho tiempo. Desde arriba le llegó una orden para trasladarse a un cruce de caminos cerca de la ciudad jordana de Zarqa. Ahmed estuvo allí  el día correcto y a la hora indicada. Fue recogido por una camioneta negra blindada. Subió a ella y fue enfundado en la tradicional bolsa de tela negra. Pasaron más de diez horas hasta que hubo llegado a una edificación abandonada en medio del desierto. Allí fue recibido como siempre, con amabilidad y una cortesía fina; inmediatamente se sintió como en casa.

Pronto se reunió con otros mártires que habían llegado antes que él. Ahmed se enteró de inmediato que su gran día había llegado y que más pronto que tarde estaría en el Paraíso que Alá había reservado para los valientes que morían por Él. En ese instante, en un momento de descuido ideológico, recordó una idea absurda que había leído en una página web unos años atrás. Un “investigador” alemán que había escrito un libro en contra del Corán bajo el seudónimo de Christoph Luxenberg. En dicho manifiesto blasfemo decía sin ningún pudor que el Corán había sido malinterpretado y traducido mal por siglos. Decía aquel infiel que en el pasaje del Sagrado Libro donde se hace referencia a las vírgenes que serán entregadas a los mártires en el Paraíso, se debía cambiar la palabra “vírgenes” por “racimo de uvas” basado en la que para él era la traducción correcta del término. Por supuesto, esa era una idea herética y mentirosa. Ahmed rápidamente apartó ese concepto estúpido  e irracional de su mente y se enfocó en el servicio que debía prestar a la causa de Alá.

Tan pronto como estuvieron reunidos todos los escogidos, les fue revelado el plan de acción. Transportarían en su interior, con la ayuda de una pequeña intervención quirúrgica, una bomba de relojería hecha exclusivamente con derivados plásticos y fibra de vidrio. El explosivo que se usaría era indetectable para los sabuesos de los aeropuertos.  Además, se trataba de una precisa máquina que no tendría ningún elemento metálico que pudiese ser descubierto en los detectores de las terminales aéreas.

Por otro lado, según la estrategia expuesta, para evitar un posible paso por el escáner abdominal y eliminar sospechas se había escogido solamente mártires que tuviesen nacionalidad de algún país de Occidente. Fue allí que Ahmed se dio cuenta que en el grupo había siete hermanos americanos, tres italianos, cuatro británicos, ocho franceses, dos canadienses, tres alemanes, un sueco, un húngaro y él; un español. Se esperaba hacer la cirugía, con la consecuente instalación del dispositivo explosivo, sólo unas horas antes del abordaje a un aeroplano con destino a diferentes ciudades de Norteamérica y Europa. Desde múltiples lugares del mundo, con el fin mostrarle a Occidente que estaban en todas partes; que no había seguridad en ningún lugar del planeta. Para que el plan funcionara como estaba previsto el mecanismo de cada bomba sería programado para que estallara en el aire, todas al mismo tiempo, derribando el avión en el que se transportaba al mártir.

La instalación de los dispositivos en los huéspedes se haría en la ciudad de salida de cada vuelo, a través de equipos que ya estaban preparados en cada una de esas zonas. Para Ahmed fue curioso saber que dentro de los mártires había siete mujeres que serían cargadas con una mayor cantidad de explosivos; ya que tendrían más espacio una vez les hubiesen sido extraídos el útero y los ovarios. No había mucho más que decir, sólo que se utilizaría una bomba extremadamente potente para que con una pequeña cantidad de la misma, se produjese una explosión capaz de romper el fuselaje del avión.

El ataque se había programado para exactamente siete días después de esta reunión y en el siguiente día se hizo una evaluación de cada uno de los futuros mártires para determinar si podrían cumplir a cabalidad con la misión. Todos pasaron las pruebas a excepción de dos personas; un hermano americano nacido en Wisconsin y un cairota con pasaporte italiano. El día indicado, en pequeños grupos, fueron enviados a las diferentes ciudades del mundo; donde serían recibidos por discretos contingentes de efectivos de la Organización que los llevarían al lugar preparación. Fue así que desde Amman salieron diferentes vuelos con hatajos hombres y mujeres con destino a Tokio, Sao Paulo, Bogotá, Nueva York, San Francisco, Milán, París, Londres y Madrid. Esta última ciudad era el destino de Ahmed.

De vuelta en el presente, Ahmed intentaba acomodarse como podía en la silla de clase económica. Al lado de la ventana dormía a un español bajito, enjuto; que roncaba como si de una animal grande se tratase. Del lado del pasillo se hallaba una adolescente japonesa que se entretenía con la pequeña pantalla que estaba en frente de su asiento. Una azafata, una madura mujer española de pelo rubio y ojos azules como el cielo sin nubes, se dirigió al mártir. Le preguntó si deseaba algo y él intentando mostrar la mayor naturalidad posible pidió un vaso con agua. La mujer con una sonrisa amplia se lo ofreció y se ocupó de la chica asiática que ordenó una botella de Coca Cola. Cuando la mujer se movió a las sillas del frente, Ahmed tragó con dificultad solo un poco de agua mientras miraba de reojo a la chica a su mano derecha. Kai, como la llamaban sus padres que estaban justo detrás de ellos, no paraba de pensar y repensar un Sudoku incluido en los elementos de entretención de la aerolínea.

Ahmed miró hacia adelante, intentando no pensar y no respirar demasiado profundo. El vientre le dolía cada vez más y la cabeza le empezaba a dar vueltas. Sentía una presión inesperada sobre la zona de la espalda donde se encuentran los riñones. Miró su reloj de mano. Faltaban solamente 12 minutos para que el dispositivo se activara y él estuviera en el Paraíso de Alá.

Sin darse cuenta de que lo admitía, admitió que lo que lo ponía mal no era el peso de la bomba sobre sus entrañas o el miedo a ser descubierto y no poder cumplir su misión. Lo que lo turbaba al punto de no poder respirar normalmente era pensar en la gente que tenía al lado. Había niños a bordo, familias enteras que buscaban unas vacaciones en la capital de Alemania. A su lado estaba Kai que jugaba inocentemente sin saber que pronto volaría en pedazos. Estaba el español de la ventana que había dejado caer sin querer de su billetera, antes de despegar, la foto de un bebé tan enjuto y seco como él; seguramente se trataba de su hijo. Pensó en cada uno de los 164 pasajeros que dormían, leían, comían o miraban una película; sin saber que morirían en algunos minutos. La guerra era contra ellos; el objetivo de la guerra era el Gran Satán. Del que ellos eran lacayos y abnegados sirvientes. Eran infieles, personas cuya vida era menos que la de los santos. Ellos eran los ojos y las manos del mal. De la malignidad que había destruido su familia, que había pisoteado a su pueblo, que le había arrebatado la dignidad.

De repente, una mujer alta, de piel blanca y de pelo rojizo, maquillada con colores fuertes y  gruesos labios rojos pasó junto a Kai. La chica ni siquiera la percibió, pero Ahmed la vio directamente a la cara. La mujer estaba acicalada de negro, con un vestido ceñido a un cuerpo delgado y largo. Portaba un sombrero negro de ala ancha, coronado con plumas exóticas del mismo color. Sus manos largas y delgadas se enfundaban en sendos guantes de seda. Su mirada, de un verde turquesa, se encontró directamente con la suya. Era una mirada profunda, arcana, insondable. Una mirada sin prisa, pero sin pausa. Tranquila y abrumadora. Era la mirada de la Muerte que se había detenido en los ojos oscuros de Ahmed unos minutos antes de que alcanzara el Paraíso.

De inmediato Ahmed se quedó paralizado, absorto, inmóvil. Petrificado, pero no de terror. Petrificado de impotencia. No había nada que pudiese hacer, nada! Se sintió como antes de entrar en la Organización; vulnerable, estático, sin esperanza. ¿Qué le pasaba? ¿Aquello era real? ¿O sólo era una jugada de su mente? Cerró y abrió los ojos, pero la mujer estaba ahí mirándolo directo a la cara. Una figura sin sombra, porque ella era la Sombra misma. La mujer le ofreció una pequeña sonrisa, luego siguió su camino hacia la parte trasera del avión.

Ahmed no salía de su asombro, de su estupor, del mutismo de saberse al borde de la muerte y de no saber si su defunción valdría la pena. Sin saber si su sacrificio tenía un sentido, una razón más allá de la venganza, del profundo abismo de muchos dolores mal curados. Los años de adoctrinamiento ideológico se fueron al traste. Las horas de ser machacado una y otra vez, recordando todo lo que el enemigo le había hecho a él, a su familia, a su pueblo se resquebrajaron en un segundo. Se hallaba como una “tabula rasa”: en blanco, sin ideas, sin grandes causas por las cuales luchar; se había quedado sin nada.

Cerró fuertemente los ojos, no quería volverlos a abrir nunca más. No quería hacerse responsable de lo que estaba pasando, de lo que sucedería. No había sido él, había sido el Gran Satán que lo había obligado; que lo había dejado sin opciones. Que le había llenado las manos con nada más que venganza y odio. ¿Todavía podría hacer algo? ¿Podría evitar la catástrofe? Un sudor frío empezó a brotar sin control por los poros de su frente y de sus manos de puños cerrados. Ahmed empezó a temblar ligeramente. Kai no se dio cuenta de nada, porque estaba demasiado absorta en ver una película de temporada en la pequeña pantalla en frente de su silla.

Por su parte, el Don español abrió los ojos. Vio a ese hombre joven y delgado temblando, con los labios apretados, los ojos cerrados como huyendo de una cruel visión y apretando los puños tanto que corría el riesgo de enterrarse las uñas en la palma de las manos. Sin embargo, ese no era su problema. Él estaba cansado y, desde que no se metiera con él, le tenía sin cuidado lo que hiciera o pasara con aquel hombre.

Ahmed tensionó todo su cuerpo. Quería dejar de existir antes de morir. No quería tener en sus manos la sangre de tantas personas. De familias como la que tuvo una vez. No podía, simplemente no podía!. De repente, sintió que alguien lo miraba. Pensó que era aquella mujer de negro y no pudo resistirse a abrir los ojos. Por el contrario a lo que pensaba se trataba de una mujer con hiyab –el velo islámico-. Le fue evidente que por su manera de vestir era musulmana. No era ni joven ni vieja. Tenía una cara límpida, sin maquillaje y de una piel suave y lozana. Unos ojos almendrados y del color de la aceituna lo miraban, mientras se dibujaba una sonrisa dulce en su rostro. Esa expresión le recordó a su madre antes de que todo se fuera por la borda. Una impresión que le rompió el corazón. Estaba claro que mataría inocentes, sería tan culpable y tan asesino como aquellos que saquearon, asesinaron y destruyeron su amada tierra. Ya no podía hacer nada, no había tiempo, no había marcha atrás, no había remedio.

Recordó aquel asunto de la recompensa del  puñado de uvas en el Paraíso. Obviamente se trataba de una interpretación absurda del Corán, por parte de un infiel. Pero, y si ¿era cierto? ¿Qué recibiría de parte de Alá?  ¿72 vírgenes? ¿Un racimo de uvas? ¿El Infierno? ¿El desprecio eterno? ¿Cómo premiaría Alá aquellos que hacían lo mismo que él, matar inocentes, pero del otro bando? ¿También los llevaría al Paraíso por hacer lo que hacen en nombre de su fe, de la libertad y la democracia?

Sin aviso su mente le trajo todos los recuerdos de su estancia en España. Rememoró a tanta gente que se había mostrado compasiva, amorosa, abierta con él; un pobre huérfano extranjero en una tierra lejana. Como en la cinta de una película resonaron sus años en aquel país; en Occidente.  Vinieron a su mente todos los bastardos que le recordaban al perpetrador yanqui, pero también los miles de personas buenas cuya sonrisa no traía otra cosa más que luz. Justo como aquella correligionaria que en ese momento se ponía de pie para ver que le pasaba a aquel hombre flaco, ojeroso y seco como un arbusto en el desierto.

Ahmed Valbuena, ese era el apellido de su abuelo -un converso español que llegó a Irak en los años 50-, no podía contener la andanada de imágenes que inundaban su cabeza. Fruncía los dientes unos contra otros casi hasta romperlos, respiraba con dificultad y sentía pequeños espasmos que lo recorrían de arriba abajo. Sudaba profusamente y apretaba tanto los apoya brazos de su silla que Kai se dio cuenta que algo no andaba bien con el hombre a su lado. Ya no podía escapar, no podía salvar a nadie, no podía dejar de matar, su destino estaba sellado.

La mujer de mirada compasiva y de voz dulce se acercó y tocó con cuidado el hombro de Ahmed. Con una cálida sonrisa le preguntó, en un inglés fluido, si le pasaba algo; si le podría ayudar. Kai vio aquella escena con asombro y con una corazonada que algo andaba terriblemente mal.

Al sentir el toque, la voz, el aroma suave a rosas que expedía aquella mujer Ahmed se tensionó todavía más, pero sólo por un instante. No quería ver de nuevo esos ojos luminosos que indefectiblemente dejaría sin vida, no quería hacerse responsable. Se repetía una y otra vez que no podía. La mujer viendo la reacción  insistió, realmente preocupada por aquel pasajero de avión. Tal vez estaba enfermo, tal vez le tenía pánico a volar. Como un último acto de valentía, y haciendo acopio de toda la fuerza que le quedaba, el hombre abrió lentamente los ojos. Eran unos ojos llenos de dolor, de tristeza, de espanto, de muerte. Con voz tenue le pidió perdón a la mujer por lo que iba a suceder. Ésta sin entender lo que pasaba, quiso insistir en la pregunta de si se hallaba bien. Pero no pudo. En ese preciso instante Ahmed y todos a su alrededor estallaron en mil pedazos. En el resto del avión no hubo demasiado tiempo. Nadie alcanzó a despedirse, nadie pudo hacer nada. Sencillamente el aeroplano estalló y se rompió en varios pedazos. Todo se precipitó al vacío. No quedaba nada. Sólo metal retorcido, sillas gruesas hechas girones y cuerpos inertes entre la frontera de Francia y Alemania.


En ese preciso momento 27 aviones más estallaron en el aire en distintas partes del globo. Todo había transcurrido de acuerdo al plan, todo había marchado con una precisión milimétrica. Ese era el mensaje; la Hermandad era una red en extremo precisa, despiadada y aterradoramente implacable.

Cuento escrito por David Turriago

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