Las mejores épocas de nuestras vidas son aquellas en las que acopiamos el suficiente valor como para rebautizar nuestra maldad como lo mejor que hay en nosotros"

Friedrich Nietzsche

jueves, 21 de mayo de 2015

Cuento: Una Sombra en la Oscuridad

Un portazo en la segunda planta. Anselmo pensó que había entrado alguien a la edificación. Dónde estaba Calvache? Deslizó sus dedos rápidamente al cinto y liberó el intercomunicador, se lo acercó a la boca y la llamó por radio. Ella, que estaba haciendo una ronda fuera de la construcción, le respondió enseguida; no había escuchado nada anormal. Al minuto, Martha Calvache, había llegado a la posición de Rodríguez en el cuarto de control. Tenía el pelo largo y castaño; recogido en una perfecta cebolla. Se hallaba enfundada en una chaqueta de dotación que le quedaba grande, porque era para hombre.

Calvache le preguntó a Rodríguez por el motivo de su llamado. Un portazo, había sido un portazo muy sonoro en la segunda planta. El hombre le dijo a su compañera que esperara allí; él iría a ver qué había pasado. Estarían en contacto por el radio comunicador. Anselmo, el nombre pila del aquel vigilante, tomó en sus manos el bastón policial con el que estaba armado, agarró una linterna y subió las escaleras hacía el segundo piso.

Una vez allí revisó todas las puertas. No lograba identificar de dónde provenía el golpe que había  escuchado. Subió a la tercera planta y nada. No vio a nadie, no vio nada fuera de lugar. Cuál habría podido ser el motivo de ese estruendo? Lo había escuchado realmente? Caminó despacio por el pasillo, con la linterna apagada; la luz de la luna llena impregnaba el corredor iluminándolo todo con su luz fría y sobrenatural. Él ya se disponía a bajar al cuarto de control cuando escuchó un susurro. Un sonido tenue, bajo, como si no quisiese ser escuchado. Anselmo afinó el oído y oyó su nombre. Una mujer lo llamaba con voz disonante y entrecortada; como si le hiciera falta el aire. Era una voz temblorosa, suplicante, expuesta.

Cada uno de los vellos del cuerpo de Rodríguez se pusieron de punta. El hombre había quedado petrificado. Vulnerable a la oscuridad, al vacío, a la inescrutable llamada del más allá. Era claro, alguien lo llamaba a intervalos regulares y ahogados. Un ruego en medio de la noche. Anselmo reaccionó. Miró para atrás rápidamente, prendió su linterna y no vio nada. Aquella llamada de auxilio había cesado. El vigilante no entendía. Pero no era hora de entender; un afán incontrolable le obligó a huir. Algo malo estaba sucediendo y él debía alejarse de aquello cuanto antes.

Al darse la vuelta para bajar por el pasillo, percibió cierto cambio en los patrones de la luz de la luna al inicio del corredor que se conectaba con las escaleras. Alumbró esa zona con la luz de su lámpara halógena y nada; no se hacía más claro el acceso a las escaleras. De repente percibió algo que antes no había logrado entender. Junto al acceso había alguien. Una sombra negra. Una bruma oscura con forma humana se hallaba detenida en el sitio exacto en que comenzaba del pasillo, como mirándolo.
Anselmo gritó. Exigió saber quién andaba ahí. Cómo había entrado y por qué estaba allí. Pero la sombra no se movía, solo esperaba. Al principio Rodríguez pensó que se trataba de alguien que había irrumpido en el edificio. Creía que esa forma en las tinieblas, era alguien que por un efecto de luz se veía de esa manera. Pero pronto se dio cuenta que no era una persona. Era simplemente algo etéreo, sin masa. No tenía rostro, no tocaba el piso con los pies.

De súbito sonó el radio intercomunicador. Calvache quería saber que le había pasado a su compañero. Por qué había gritado. Rodríguez no pudo hacer nada, no se daba siquiera cuenta que el aparato en su cinto estaba a punto de reventar de tanto sonar. Sólo podía enfocarse en esa sombra que le parecía la propia muerte. Sin previo aviso, ese ser tenebroso se abalanzó sobre él; Anselmo sólo logró taparse la cara. Esperaba caer fulminado. Ser poseído por aquel extraño ser. Pero no pasó nada. El hombre abrió los ojos incrédulo. El pasillo de nuevo tenía la iluminación apropiada para esa posición de la luna llena. Sin mirar atrás, Anselmo salió despedido hacía la planta baja. Corría por las escaleras sin pensar en nada más que en el miedo. Milagrosamente no se echó a rodar por esas largas y oscuras escalinatas.

En la escalera que conectaba la primera y segunda planta se tropezó con Calvache. La mujer lo vio pálido, absorto en un miedo que refulgía en sus ojos. Rígido, tensionado y aparentemente ciego porque casi se la lleva por delante. Ella lo tomó del brazo izquierdo y lo llamó con un grito seco y contundente. El hombre volvió en sí. Temblaba, se sacudía sin control. Parecía como si hubiese visto al mismo diablo.

Calvache lo llevó al cuarto de control. Lo sentó en una silla y le sirvió algo de agua. Después de unos instantes el hombre se calmó un poco. Le relató inmediatamente todo lo que había experimentado en los pisos superiores del edificio. Ella lo escuchó con paciencia, como siempre. A ella también le había pasado algo raro. Cuándo el salió le apagaron el radio. Ella había puesto su emisora favorita, Tropicana, unas horas antes. Y de repente, algo le apagó el radio. Lo revisó bien. No había sido ella y lo único que se había apagado era el condenado aparato. Pero prefirió no decirle nada a Rodríguez, estaba muy choqueado con lo que había visto.

Mientras Rodríguez se hundía en un mutismo profundo. Ella revisó la hora. Eran las 3:11 a.m. Lo anotó en la minuta; la bitácora de trabajo. Escribió los hechos de una manera un poco distinta. Simplemente puso en el papel que Rodríguez había subido a la segunda planta por un ruido extraño y que después de una revisión completa, no había encontrado nada. Explicó todo como sonidos propios edificio. No obstante, cerró con llave la puerta del cuarto de control. Finalmente era el único habitado en todo el edificio; la construcción estaba completamente vacía. Se trataba de una antigua planta de producción en medio de la antigua zona industrial. Había sido abandonada porque la Alcaldía de Bogotá había obligado a todas las industrias en el interior del casco urbano a salir a las afueras. Ellos sólo cuidaban un edificio vacío; básicamente para que no fuera tomado por indigentes antes de que fuera demolido para construir en esos terrenos, que antes fueron fábricas, enormes parques públicos y modernas instalaciones de la burocracia local.

Pasaron los días y no hubo más sobresaltos. Ni Calvache ni Rodríguez dijeron algo de lo sucedido a alguien de la empresa de vigilancia, a sus amigos o a sus familiares. Tampoco volvieron a comentar nada entre ellos. Simplemente hicieron como si nada hubiese pasado. Todo siguió tranquilo hasta un día, pocas semanas después.

Ambos estaban en el cuarto de mando. La radio, que era su compañía y pretexto para no dormir toda la noche, estaba sintonizada en Tropicana la emisora predilecta de Calvache. Martha dormía protegida por su enorme chaqueta y con la cabeza forrada en una bufanda y un gorro de lana. Rodríguez, que estaba despierto, intentaba llenar el crucigrama del periódico del día anterior. Eran las 3:05 a.m.

El hombre dio un brinco en su silla. Había escuchado, por encima de la música que sonaba en el radio, un grito. Era un grito de mujer. Un lamento desgarrador, punzante, desesperado. Rodríguez volvió para mirar Calvache; la mujer dormía con la cabeza descolgada del lado izquierdo y si no fuera por la bufanda con la boca bien abierta. Anselmo la despertó de un toque en el hombre. La mujer balbuceó algo con relación a su sueño y abrió los ojos sobresaltada. Él le preguntó si había escuchado algo; ella negó con la cabeza, sorprendida. Rodríguez la puso al tanto y decidieron salir juntos.

Al llegar a la segunda planta, cada uno con su bastón de vigilancia y una linterna en mano, decidieron separarse para cubrir el perímetro más rápidamente y sorprender a quién hubiese entrado. Eso sí, comunicarían cualquier novedad por el radio comunicador.

Anselmo subió cauteloso al tercer piso. La linterna por delante, abriendo brecha en medio de las carnes de la oscuridad. Caminó por el pasillo y revisó metódicamente cada puerta; no había nada irregular, pero había una puerta entreabierta. Era la última del corredor, la del lado izquierdo. Rodríguez movió la puerta lentamente, esperando que cualquier cosa le saltara encima. Pero nada. Todo en calma, todo en silencio. El hombre entró sin apenas mover la puerta, que volvió a quedar entrecerrada.

El estruendo casi metálico del comunicador lo sobresaltó. Era Calvache. No había encontrado nada raro en el segundo piso. El hombre le dijo que terminaría de revisar esa estancia y bajaría. La comunicación concluyó, con que se verían cuanto antes en el cuarto de mando. Rodríguez revisó el fondo de la habitación con la linterna. Estaba totalmente vacía. Pero había algo que se reflejaba con la luz de los focos del exterior. Había algo perceptible en la ventana. Era el contorno de una mano marcada con sangre sobre el cristal. La sangre de Anselmo se heló.

Temblando tomó el intercomunicador y le pidió a Calvache que subiera, que tenía que mostrarle algo. La puerta del espacio donde estaba rechinó suavemente. El hombre se dio vuelta para ver hacia el portal de aquellas cuatro paredes y vio una sombra. Era la forma de un hombre, más bajo que el que había visto semanas antes, como encorvado. Era claro que con una mano se agarraba al dintel de la puerta, mientras la se perdía en el tronco de lo que fuera aquella cosa.

Petrificado, Anselmo vio como salía aquella sombra de la estancia. Quedó bloqueado, inmóvil, inútil. Después de algunos segundos oyó pisadas. Alguien se aproximaba con paso firme. La puerta se abrió con contundencia y aquel hombre horrorizado salto en su lugar. Era Calvache, que encontraba a su compañero pálido y con cara de loco al fondo de la habitación.  Lo primero que le preguntó él, fue si había visto a alguien en el pasillo. Ella contestó negativamente. Anselmo se dio la vuelta e iluminó la ventana para mostrarle la marca de una mano ensangrentada. Pero no había nada! Él la había visto, estaba seguro!

Martha Calvache al ver a su colega en un estado total de estupor. Se acercó a él y firmemente lo tomó de los hombros; lo miró a los ojos. Le pidió que se calmara y que bajaran al cuarto de mando. Una vez allí Anselmo lo soltó todo. Estaba realmente asustado. No quería seguir trabajando en ese lugar. En silencio su compañera estaba empezando a dudar de la salud mental de Anselmo Rodríguez.

Al llegar esa mañana a casa, Anselmo se encontró con su hija. Era una chica inteligente que hacía una carrera como veterinaria en la Universidad Nacional. El hombre estaba tan perturbado que tenía que contar todo lo sucedido a alguien y esa persona fue su hija. Pero al contrario de lo que Rodríguez asumía, Ester, no lo tachó de loco o asumió que se tratara sólo de las ideaciones de una mente fatigada. Ella le creyó. Y se propuso saber que había pasado en aquel lugar para que su padre tuviera esas visiones.

Entre tanto Anselmo, solicitó a la compañía de vigilancia el cambio de sitio de labores. Sus peticiones fueron escuchadas y en menos de una semana se halló custodiando la portería de un edificio de apartamentos en el barrio La Castellana. Rodríguez se sintió aliviado por el cambio, aunque le pesó un poco separarse de su compañera; de dejarla sola ante eventos inexplicables.

Pasadas un par de semanas, Ester le comentó a su padre que a pesar de sus esfuerzos investigativos, en la hemeroteca de la universidad y en la propia Biblioteca Luis Ángel Arango, no había encontrado más que una nota corta en un periódico local en el que se anunciaba que esa planta sufrió un incendio parcial el 2 de mayo de 1973. Causando un total de 7 heridos y un fallecimiento. Parecía que la conflagración se había desencadena por un corto circuito en una máquina; aunque los dueños de la empresa señalaban que hubiera podido ser un atentado efectuado por los trabajadores un día después del Día del Trabajo. Pero las pesquisas oficiales habían determinado que se había tratado de un accidente. Con pesar Ester entregó esa información a su padre; quién la aceptó de buena gana. Quería dejar cerrado el asunto.

Pero antes llamó por teléfono a Calvache, para contarle lo que había encontrado su hija y para preguntarle cómo estaba y si había pasado algo más en su ausencia. La mujer le respondió negativamente y sin hacer más comentarios le dio las gracias por la información. Para ella no tenía la menor importancia.

Cinco días después el dueño de la compañía llamó a Rodríguez al celular. Le pidió un favor; que se doblara esa noche y acompañara a su antigua compañera, Martha Calvache, en la custodia de la fábrica abandonada. A Anselmo no le hizo mucha gracia, pero aceptó sin dudar. No podía negarse a esa petición.

Esa noche fue una noche como cualquiera; callada, fría, de luz difusa. Pero de pronto, a las 2:57 a.m. se escuchó un portazo en el segundo piso. Anselmo y Martha que estaban conversando sobre cualquier cosa se quedaron en silencio, mirándose, incrédulos. Debían ir a ver y después de unos instantes de indecisión salieron juntos del cuarto de control. Pero no antes que Calvache apagara la radio, para que no fueran a confundir la música con cualquier otra cosa.

Los dos subieron las escaleras lentamente, alumbrando el camino con las linternas. Decidieron, como la última vez, que ella revisaría la segunda planta y él la tercera. Treinta segundos después de haberse dividido los pisos, Calvache entró a una estancia con la puerta medio abierta. Al cruzar el umbral, alguien la tomó con fuerza y le puso una mano en la boca. Ella no pudo hacer nada, la habían tomado por sorpresa. A la orden del hombre que la tenía en su poder, deslizó el bolillo y la linterna al suelo; haciendo el menor ruido posible. El olor de la piel, la firmeza de la mano, la voz que susurraba en su oído; todo era conocido. Era Javier, su exmarido.

Martha Calvache se había separado de su pareja, de más seis años de relación. Lo había hecho motivada en su seguridad. Javier era un tipo violento y celoso. Además, solía perderse en borracheras que siempre terminaban mal. Ella lo amaba, pero había tenido suficiente. Frente a este inesperado rechazo él había jurado vengarse por haberlo dejado solo; a él que tanto la amaba.

Pues allí estaba de nuevo en sus brazos, pero esta vez de un modo muy diferente. Martha sabía que Javier era capaz de cualquier cosa. El hombre le susurró al oído que la mataría, pero que antes se encargaría del sapo con el que trabajaba. En un instante le llenó los oídos de palabras horribles y humillantes; y ella en un arrebato de dignidad le mordió la mano con una furia asesina. Javier, un tipo que cuando estaba en papel de victimario era muy controlado no gritó. Él no apartó bruscamente la mano. Con fuerza le dio la vuelta a Martha y le puso un puño salvaje en medio de la cara, rompiéndole la nariz y dejándola inconsciente. Agarró el cuerpo de la mujer en el aire y lo depositó en el suelo suavemente para no hacer ruido. Ahora iría por Rodríguez que estaba el piso de arriba.

Anselmo entró a la última habitación del pasillo a la izquierda, aquella estancia donde había visto una mano ensangrentada en el cristal semanas atrás. Chequeó con cuidado el recinto, no vio nada fuera de lo normal. Decidió llamar por radio a Calvache, decirle que ya había terminado. Sin embargo, no hubo respuesta. Rodríguez pensó que estaba descompuesto y mientras intentaba mirar qué andaba mal con el aparato bajó la guardia. Ni siquiera se dio cuenta cuando Javier entró sigiloso a aquel lugar.

Se dio la vuelta y vio un bulto enorme, luego recibió una puñalada en el estómago. Después otra y otra. No sabía que pasaba, ni siquiera le dolía. Sólo no entendía. De repente, las fuerzas lo abandonaron. Se desvaneció como el humo en el viento. Su cuerpo se escurrió sobre la humanidad de Javier y cayó al piso. El agresor había alcanzado su cometido. Dejó aquel lugar y fue por su verdadera presa; por Martha. El teléfono fijo, el que estaba en la sala de control, sonó de improviso y eso llamó la atención de Javier. Que descendió a la primera planta para desconectar el aparato.

Entre tanto, Martha abrió los ojos lentamente, le dolía a muerte la cabeza y le costaba respirar con la nariz fracturada e hinchada. Se levantó como pudo y salió al pasillo. Bajó el primer escalón que la llevaría al primer piso, pero oyó alguien en la sala de mandos. Sin duda era Javier. No podía bajar! En ese caso iría a buscar a Anselmo. Medio mareada, pero sigilosa subió las escalas. Caminó en el pasillo llamando con susurros a Anselmo, no quería ser descubierta. Lo llamó una y otra vez con una voz ronca y desesperada. Febril y temblorosa.

Sus oídos se afinaron; alguien subía las escaleras. Se apresuró a esconderse en la estancia del final del pasillo, del lado derecho. Se ocultó justo detrás del dintel de la puerta, esperando no ser descubierta por su atacante. Por su parte, Javier se detuvo en el inicio del pasillo, con todo y lo enorme que era. Se quedó allí, inmóvil, con el cuchillo en una mano y el bastón de Calvache en la otra. Quería cazar a su presa, la quería detectar con sus oídos.

Martha miró hacia la otra habitación. En el fondo de la estancia y con la luz de los focos exteriores, que establecían un confuso juego de luz y de sombra, vio el cuerpo inerte de Anselmo. Lo había matado! La mujer empezó a temblar incontroladamente y se puso las manos en la boca para no gritar. Un sollozo incontestable se apoderó de su cuerpo. Estaba frita! Pasaron varios instantes y Javier escuchó un lloro suave y temeroso; la había encontrado!

Se dirigió con el cuchillo en alto y profiriendo mil improperios hacia la mujer que era el sol de su vida, su única razón para vivir. Martha no soportó más y empezó a gritar con todas sus fuerzas. No había escapatoria, ya todo estaba perdido. El hombre se abalanzó sobre ella, escondida en la penumbra, y le propinó decenas de cuchilladas en todo su cuerpo. Si no era para él, no sería para nadie.

Los gritos hicieron volver en sí a Anselmo. Tan revuelto como estaba, por instinto, se mandó la mano al vientre. Había sangre, pero no mucha. Un zumbido atrapaba sus oídos y se sentía un poco mareado. Se intentó poner en pie, pero la panza le dolía. Así que tuvo que apoyarse en la pared. Después, sin darse cuenta puso su mano ensangrentada sobre el cristal de la ventana. Pero sólo cuando retiró la mano, y gracias a las luces del exterior, vio la huella. De inmediato recordó lo que había visto unas semanas antes. Como en una película, a la velocidad del pensamiento, ató cabos. Todo lo que había visto no era algo del más allá. Parecía que de algún modo había percibido el futuro!

Como poseído por una fuerza ajena a sí, se dio la vuelta y caminó hasta la puerta de la estancia. Allí abrió un poco el portal. Una punzada le recorrió el vientre, se puso la mano sobre esa parte del cuerpo y con la otra mano se agarró del dintel. Debía salir de allí, debía salvar a Martha. Salió al pasillo y de la penumbra, de la tiniebla un endemoniado Javier se lanzó sobre él; tirándolo de nuevo al suelo. El agresor se puso sobre él y con el bolillo, que el amor de su vida había dejado en el piso de abajo, intentó asfixiar a aquel molesto testigo. Anselmo se supo dominado y a merced de aquel hombre, pero jugó una última carta.

Haciendo un esfuerzo para bloquear el dolor y la asfixia, empujó sus dedos gordos en los ojos de Javier. Con toda la fuerza de un hombre al borde de la muerte, espoleó esos globos oculares y lo hizo cada vez más fuerte. El asesino no soportó tan inesperado dolor y se lanzó a un lado de su víctima; en un intento de escapar de sus dedos. Anselmo inspiró groseramente todo el aire que pudo. Una vez liberado de aquel abrazo de muerte, y sin sentir dolor alguno, se sentó y buscó con temblorosas manos el garrote. Lo tomó firmemente, apoyándose en la escasa luz que entrada por las ventanas y en la ausencia absoluta de dolor. Giró sobre sí quedando muy cerca de Javier, que posaba sus pesadas manos sobre sus ojos. Con un golpe seco, certero y preciso Rodríguez aporreó la sien izquierda de su atacante, dejándolo fuera de combate.

Anselmo herido y sangrante,  porque el forcejeo había producido una hemorragia en las heridas, se movió hasta donde estaba Martha. Estaba muerta! Había llegado demasiado tarde!. Pero el hombre no perdió la calma y buscó el celular en la chaqueta empapada en su líquido vital. Hizo una llamada de emergencia y cuando hubo terminado se dejó llevar por la gravedad, desplomándose en el suelo. Allí lloró amargamente por la muerte de su colega y por lo vulnerable e impotente que se sentía.

Una hemorragia cerebral había dejado a Javier en un coma profundo. De todos modos, si se despertaba pasaría una larga temporada en la cárcel. Martha Lucía Calvache Zipacón fue agasajada en la muerte como una heroína, le dieron todos los honores. Anselmo permaneció tres semanas en la clínica, recuperándose de las  heridas y de la peritonitis que los cortes en los intestinos le habían provocado. Después de un par de meses de recuperación volvió a su trabajo; finalmente era lo único que sabía hacer. Pero en cada turno recordaba a aquella joven y buena mujer que no había podido salvar aquella noche.

Todo siguió de manera natural desde entonces. Hasta un día cualquiera, que llegó a casa en la noche, después de una jornada de 12 horas de trabajo. Pasó la noche en familia y se acostó a la hora habitua; pero no podía dormir. A eso de las 11:40 p.m. se puso en pie y fue a la cocina. Una vez allí, y mientras se servía un vaso con leche fría, escuchó sonidos extraños en el patio. Salió apurado y quedó de una sola pieza por lo que vio: dos sombras que saltaban la tapia desde la casa vecina. Aunque no se podían adivinar unos rostros, ambas se quedaban inmóviles frente a aquel hombre. Como evaluando a su presa...


Cuento escrito por David Turriago

miércoles, 20 de mayo de 2015

Cuento: El Día de la Ira

La faja le estaba matando. La presión que hacía sobre la herida en su vientre era apabullante, paralizadora, asfixiante. Un escalofrío recorría su espalda y humedecía su rostro. Él con el mayor disimulo posible se pasó un lienzo desechable por la cara para eliminar las gotitas de sudor que podrían delatarlo. Guardó el pañuelo en el bolsillo de su camisa de manga corta y cuadros azules. Con la mayor suavidad posible, con el fin de no producirse dolor y no molestar a los pasajeros que tenía a cada lado, movió su tronco en el asiento intentando buscar la mejor posición alcanzable. Se daba cuenta que cumplir su misión no era tan sencillo como había pensado en un principio; “el trabajo de Alá trae sacrificios” se repetía mentalmente.

Miró el reloj en su muñeca. Faltaban 38 minutos para el momento indicado. El hombre decidió concentrarse en sus recuerdos. Le hacían falta. Ahmed había nacido el 26 de julio de 1984, en la ciudad de Bagdad, en una familia más o menos acomodada de la capital.  Aunque no tenían nexos con el Partido Baaz, sus padres veían con buenos ojos el gobierno de Saddam Hussein; ese hombre había traído prosperidad y dignidad al pueblo iraquí y representaba los intereses de la minoría suní a la que se adscribían ellos.

Para el año 1991, con la invasión del ejército americano, su padre había tomado la decisión de alistarse voluntario para hacer parte de la fuerza de resistencia. Su país y su pueblo estaban por encima de su existencia. Además, debía proteger la vida y la honra de su familia. Pero esa ilusión del héroe árabe duró poco. El ejército de invasión, bajo el pretexto de liberar al pueblo iraquí, había tomado en poco tiempo la nación y su padre no era más que una cifra más en el conteo de las bajas de la tropa local.

Los meses que siguieron fueron un infierno, su madre lloraba día y noche por la muerte de su esposo. Mientras extremaba las precauciones para proteger a sus dos hijos, incluso a la hora de acudir a la escuela. Un profundo odio y una amargura punzante se habían apoderado de su carácter, ya no era la misma mujer. Algo se había roto en su interior. Ahmed tuvo que soportar el peso de pertenecer a una familia deshecha, de una madre tan cambiada y de la muerte de quién hasta entonces había sido el máximo referente de su vida.

Contra todos los pronósticos, el gobierno de Saddam no había sido derrocado finalmente. Pero en su lugar dejaron a una marioneta resentida y cruel, pero sumisa. Las instituciones del país habían sido debilitadas hasta la extenuación y un espantoso embargo se cernió sobre el pueblo. Había llegado la edad de la escasez, de la miseria, de la humillación, del dolor, de la amargura.

Un atardecer cualquiera, la madre de Ahmed concretó en su voluntad algo sobre lo que venía rumeando día y noche. Tenía que sacar a sus hijos de su propia tierra, desarraigarlos para que no padecieran el dolor de las sanciones, la fragmentación de una sociedad dividida y sobretodo la vergüenza de la derrota. Su difunto esposo era hijo de padre español y lo más importante; sus hijos tenían pasaporte de esa nacionalidad. Una hermana de Tarik, su marido, vivía en la lejana España y se había ofrecido a criar a los niños lejos de las vicisitudes de la destrucción irracional. Fue así que Ahmed y su hermana dejaron su ciudad, su país, su pueblo y a su madre en una calurosa tarde de agosto. Lo que más le dolió a aquel chico fue que jamás volvería a ver a aquella mujer desgarrada que le había dado la vida. Ella murió de un cáncer estomacal fulminante, que se la llevó en pocas semanas, tal vez a causa de todos los padecimientos que había tenido que soportar en el último año.
Ahmed tuvo que hacer de tripas corazón y seguir adelante. Le hacía falta su madre, su padre, sus amigos, las calles de su barrio, su lengua, echaba de menos todo. Para él, España siempre fue una tierra extranjera, aunque sabía que sangre ibérica corría por sus venas. Había algo que nunca le cerraba, que no le convencía. El chico creció anhelando, en silencio, volver a su país. Trabajar por él, sentir ese aire seco en sus pulmones de nuevo; realmente amaba esa tierra fértil en medio del más desolador desierto.

Una punzada de dolor le recorrió como un rayo entre el ombligo y el cuello. No le habían dado demasiados analgésicos para que estuviera completamente alerta a la hora de abordar y en el vuelo mismo; no debía llamar la atención de ninguna forma. Tenía que parecer un tipo normal, tomando un vuelo de placer a Berlín. Lo que no había calculado era que debido a la terrible coacción de la faja un dolor punzante lo visitaría constantemente. Gracias a Alá había podido pasar sin problema los controles en el aeropuerto de Barajas.

Para olvidar el dolor, Ahmed decidió sumergirse de nuevo en sus recuerdos. Tan pronto como acabó la escuela secundaria regresó a Irak. Había obtenido una subvención completa para adelantar sus estudios superiores en la Universidad de Bagdad; dónde estudiaría ingeniería mecánica. Recordaba su regreso al país, aquel día lloró tan pronto como puso sus pies en tierra. Sentir de nuevo ese calor tan especial en la piel, ver ese cielo azul como el infinito, percibir las calles melancólicas le devolvieron cierta alegría que le había sido arrebatada por el desarraigo y la injusticia de una guerra inmoral. Agradeció a Dios con todo su corazón, aunque en ese entonces no estaba muy cerca de las cosas del Misericordioso. Había iniciado sus estudios con entusiasmo, estaba muy feliz. Vivía con la sensación de haber regresado al paraíso perdido.

Pero su dicha no duró mucho. Después de haber comenzado su segundo año en la universidad, el país se estremeció de nuevo al ver la sombra de la destrucción y de la muerte. Del saqueo y el cataclismo sobre todo lo que se había reconstruido. El gobierno de los Estados Unidos, en cabeza de su presidente George W. Bush, había amenazado con invadir de nuevo su país. Esta vez con la excusa de que el gobierno tenía armas de destrucción masiva.

Era ridículo! Era absurdo! ¿Cómo era eso posible? ¿Es que no se daban cuenta que un gobierno tan deprimido como el iraquí no podría, aunque quisiera, desarrollar algo semejante? ¿Acaso los yanquis en la invasión de un década atrás no habían destruido las armas que había o no se habían llevado todo el armamento no convencional del ejército? ¿Cómo podía la superpotencia atacar un país que hasta ahora se estaba empezando a recuperar de las tragedias de la guerra y del estrangulamiento del embargo?

En el fondo, Ahmed, creía que el resto del mundo no estaba tan loco como el gobierno yanqui y no iba a permitir tal exabrupto. Él había vivido en un país occidental y allí había aprendido a confiar un poco más en las instituciones de control.  Era seguro que los otros países no iban a permitir tal injusticia. Occidente frenaría a los locos que gobernaban la Casa Blanca. Pero no podía estar más equivocado. Estados Unidos estableció una coalición contra lo que llamaba cínicamente el Eje del Mal y atacó a la endeble nación. Ahmed se alistó como su padre y se dispuso a defender a su país del invasor extranjero.

El antiguo miliciano recordó que esa fue una guerra mediática. Multitudes de medios cubrieron la “noticia”. Pero no se trataba más que de un teatro montado por el gobierno estadounidense para mostrarle a la opinión pública lo que ellos querían mostrar. La verdad fue mucho más cruda de lo que se transmitió en las pantallas de TV de todo el mundo. El futuro mártir no quiso recordar todo lo que vio. No podía demostrar desesperación, odio, tristeza, locura. No podía hacer nada que lo hiciera llamativo para nadie.

En ese entonces, Ahmed primero se enroló en el ejército iraquí. Pero cuando este fue desmantelado por el ejército americano y por esos sembradores de muerte a los que llamaban “contratistas”, se unió a las milicias de resistencias. No obstante, más temprano que tarde fue capturado y fue enviado a la cárcel de Abu Ghraib. La sede del Averno en la tierra. Allí fue torturado, humillado, vejado, destruido moralmente, vapuleado, pisoteado. Los meses que transcurrió en aquel encierro fueron los peores de su vida. No tenía palabras para describir lo que pasó, lo que hicieron con él, como no era más que un juguete para sus carceleros. El sujeto de un juego cruel e inhumano que no tiene nada que ver con lo animal, sino que nace del lado demoníaco que cada hombre tiene adentro.

Después de algunos meses de padecimientos fue trasladado a una prisión regular en el norte del país. Aquel reclusorio no se comparaba con Abu Ghraib. Ese nombre maldito, en el que conoció el límite de la resistencia humana. Su propio umbral antes de quebrarse ante lo peor de la vida. En aquella cárcel se acercó al Islam. Antes de eso no había sido demasiado creyente, tal vez por la prematura muerte de sus padres y por la brutal destrucción de su mundo a tan temprana edad.  Sin embargo, aproximarse al Islam en medio de aquella nueva desgracia le restituía la dignidad pisoteada, le hacía lícito conciliar en las noches el sueño, le daba sentido a una vida fracturada una y otra vez, le permitía ver la luz del sol cada mañana con unos ojos diferentes a los de una víctima indefensa y abatida.

Después de seis años de encierro el nuevo gobierno iraquí le otorgó el indulto. Cuando salió encontró un país diferente. Ya no estaba Saddam, el partido Baaz ya no contralaba la nación. Los kurdos del norte ahora controlaban un territorio autónomo de facto. Todo ya se estaba reconstruyendo por segunda vez. Era como si el pueblo de Irak, en medio de sus vicisitudes, hubiese decido hacer borrón y cuenta nueva. Justo eso fue lo que quiso hacer Ahmed. Consiguió un trabajo mal remunerado en un taller de mecánica y allí intentó rehacer su vida. Ya no tenía familia. Los pocos familiares que nunca habían salido del país fueron abatidos en la invasión del 2003 y su hermana y su tía le habían comunicado en una carta que ya no lo consideraban como su familiar; porque según ellas se había convertido en un terrorista peligroso en contra de la civilización y la cordura. Así transcurrieron las semanas y los meses, pero el dolor y la desolación no abandonaban sus cómodos lugares en lo más profundo de Ahmed. Sólo el Islam acompañaba sus noches de soledad y melancolía.

Todo cambió una mañana cuando recibió una llamada de un hombre que había conocido en la cárcel. Este lo invitaba a tomar un té y quería hablarle para proponerle un negocio. Cuando se vieron, ese hombre aguerrido y callado le confesó que desde que había salido de la cárcel venían siguiéndolo. Que sabían cada uno de sus movimientos, tenían interceptadas sus comunicaciones y que estaban interesados en él. Que era un buen musulmán y que debía continuar lo que había emprendió: la Guerra Santa. Ahmed, repentinamente, se sintió perturbado y vulnerable. Preguntó por la identidad de “nosotros”. Miró a los ojos a su interlocutor y le cuestionó si lo estaba amenazando. El hombre con una tranquilidad estudiada le dijo que sólo eran amigos, que nadie le iba a hacer daño, que nada más querían contar con él para defender a su pueblo, su tierra y su fe. Lo tranquilizó y le dijo que confiara en ellos. Ahmed entre intrigado y asustado, entre cauteloso y movido repentinamente por un afán de venganza, aceptó.

Esa misma noche canceló lo adeudado en la habitación en la que vivía, escribió una nota de renuncia a su trabajo, tomó sus exiguas pertenencias y se montó en una camioneta de la Organización. Le taparon la cabeza con una bolsa de tela negra y lo recostaron en la parte de atrás del vehículo. Ahmed tenía miedo, pero a la vez la adrenalina lo desbordaba, sentía que por fin tendría una posibilidad de devolver un golpe a quién tanto daño le había hecho. Sólo después de algunas horas llegaron a su destino. Aquel era un campamente camuflado en las montañas del norte del país. Allí le quitaron la venda y lo recibieron con una fraternidad que hacía mucho tiempo no sentía. Le comentaron que iniciaría un proceso de entrenamiento en diferentes áreas para hacer de él un guerrero santo. Él aceptó todo lo que le dijeron sin chistar. Algo dentro de sí, que no podría identificar, lo empujaba a unirse a esa causa a cualquier costo.

Ahmed no tuvo que hacer muchos esfuerzos para convencerse de lo estaba emprendiendo. Al siguiente día de su llegada comenzó una terapia de lavado de cerebro que buscaba hacer de él una máquina perfecta de matar; al mismo tiempo plenamente obediente e identificada con los lineamientos de la Organización. El muchacho se entregó en cuerpo y alma en el  trabajo por los objetivos de la Hermandad. Agradecido porque le habían devuelto un sentido a su vida. Un norte que había sido destruido y robado por el Gran Satán; por Estados Unidos y sus lacayos. Por Occidente.

Pasó el tiempo, y ya Ahmed había sido fuertemente entrenado para el combate cuerpo a cuerpo, era hábil en la manipulación de explosivos, tenía una especial aptitud para el uso de armas de fuego de largo y corto alcance, había recibido un sólido adoctrinamiento religioso e ideológico y había sido adiestrado para la resistencia ante torturas e interrogatorios extensos. Después de algunos años ya era más que un discípulo y le encargaban pequeñas misiones especializadas; como asesinatos selectivos e  instalaciones de bombas; para ser activadas a larga distancia. Pero sobretodo le encargaban tareas de reclutamiento en todo el Medio Oriente. La Organización elegía cuidadosamente a los posibles reclutas, gente con suficientes razones para hacer cualquier cosa, que no tenían nada que perder. Los seguía durante meses, los estudiaban, los descartaba si no eran aptos y en el momento preciso se acercaba sólo a aquellos que consideraba que tenían verdadero potencial. Ahmed había aprendido, gracias a la experiencia, que si se negaban o se mostraban demasiado indecisos ante la propuesta de pertenecer a la Hermandad eran eliminados ni bien salir del punto de encuentro. Una pequeña limpieza necesaria para asegurar el éxito de la Yihad. La Organización se caracterizaba por ser prolija e imperceptible, y  para lograr esto no era posible dejar cabos sueltos.

Para ese punto de su vida Ahmed sentía que ya estaba preparado para abordar algo grande, tal vez una misión que tuviese un impacto poderoso sobre sus enemigos. Por fortuna para él esa anhelada tarea no se dio a esperar por mucho tiempo. Desde arriba le llegó una orden para trasladarse a un cruce de caminos cerca de la ciudad jordana de Zarqa. Ahmed estuvo allí  el día correcto y a la hora indicada. Fue recogido por una camioneta negra blindada. Subió a ella y fue enfundado en la tradicional bolsa de tela negra. Pasaron más de diez horas hasta que hubo llegado a una edificación abandonada en medio del desierto. Allí fue recibido como siempre, con amabilidad y una cortesía fina; inmediatamente se sintió como en casa.

Pronto se reunió con otros mártires que habían llegado antes que él. Ahmed se enteró de inmediato que su gran día había llegado y que más pronto que tarde estaría en el Paraíso que Alá había reservado para los valientes que morían por Él. En ese instante, en un momento de descuido ideológico, recordó una idea absurda que había leído en una página web unos años atrás. Un “investigador” alemán que había escrito un libro en contra del Corán bajo el seudónimo de Christoph Luxenberg. En dicho manifiesto blasfemo decía sin ningún pudor que el Corán había sido malinterpretado y traducido mal por siglos. Decía aquel infiel que en el pasaje del Sagrado Libro donde se hace referencia a las vírgenes que serán entregadas a los mártires en el Paraíso, se debía cambiar la palabra “vírgenes” por “racimo de uvas” basado en la que para él era la traducción correcta del término. Por supuesto, esa era una idea herética y mentirosa. Ahmed rápidamente apartó ese concepto estúpido  e irracional de su mente y se enfocó en el servicio que debía prestar a la causa de Alá.

Tan pronto como estuvieron reunidos todos los escogidos, les fue revelado el plan de acción. Transportarían en su interior, con la ayuda de una pequeña intervención quirúrgica, una bomba de relojería hecha exclusivamente con derivados plásticos y fibra de vidrio. El explosivo que se usaría era indetectable para los sabuesos de los aeropuertos.  Además, se trataba de una precisa máquina que no tendría ningún elemento metálico que pudiese ser descubierto en los detectores de las terminales aéreas.

Por otro lado, según la estrategia expuesta, para evitar un posible paso por el escáner abdominal y eliminar sospechas se había escogido solamente mártires que tuviesen nacionalidad de algún país de Occidente. Fue allí que Ahmed se dio cuenta que en el grupo había siete hermanos americanos, tres italianos, cuatro británicos, ocho franceses, dos canadienses, tres alemanes, un sueco, un húngaro y él; un español. Se esperaba hacer la cirugía, con la consecuente instalación del dispositivo explosivo, sólo unas horas antes del abordaje a un aeroplano con destino a diferentes ciudades de Norteamérica y Europa. Desde múltiples lugares del mundo, con el fin mostrarle a Occidente que estaban en todas partes; que no había seguridad en ningún lugar del planeta. Para que el plan funcionara como estaba previsto el mecanismo de cada bomba sería programado para que estallara en el aire, todas al mismo tiempo, derribando el avión en el que se transportaba al mártir.

La instalación de los dispositivos en los huéspedes se haría en la ciudad de salida de cada vuelo, a través de equipos que ya estaban preparados en cada una de esas zonas. Para Ahmed fue curioso saber que dentro de los mártires había siete mujeres que serían cargadas con una mayor cantidad de explosivos; ya que tendrían más espacio una vez les hubiesen sido extraídos el útero y los ovarios. No había mucho más que decir, sólo que se utilizaría una bomba extremadamente potente para que con una pequeña cantidad de la misma, se produjese una explosión capaz de romper el fuselaje del avión.

El ataque se había programado para exactamente siete días después de esta reunión y en el siguiente día se hizo una evaluación de cada uno de los futuros mártires para determinar si podrían cumplir a cabalidad con la misión. Todos pasaron las pruebas a excepción de dos personas; un hermano americano nacido en Wisconsin y un cairota con pasaporte italiano. El día indicado, en pequeños grupos, fueron enviados a las diferentes ciudades del mundo; donde serían recibidos por discretos contingentes de efectivos de la Organización que los llevarían al lugar preparación. Fue así que desde Amman salieron diferentes vuelos con hatajos hombres y mujeres con destino a Tokio, Sao Paulo, Bogotá, Nueva York, San Francisco, Milán, París, Londres y Madrid. Esta última ciudad era el destino de Ahmed.

De vuelta en el presente, Ahmed intentaba acomodarse como podía en la silla de clase económica. Al lado de la ventana dormía a un español bajito, enjuto; que roncaba como si de una animal grande se tratase. Del lado del pasillo se hallaba una adolescente japonesa que se entretenía con la pequeña pantalla que estaba en frente de su asiento. Una azafata, una madura mujer española de pelo rubio y ojos azules como el cielo sin nubes, se dirigió al mártir. Le preguntó si deseaba algo y él intentando mostrar la mayor naturalidad posible pidió un vaso con agua. La mujer con una sonrisa amplia se lo ofreció y se ocupó de la chica asiática que ordenó una botella de Coca Cola. Cuando la mujer se movió a las sillas del frente, Ahmed tragó con dificultad solo un poco de agua mientras miraba de reojo a la chica a su mano derecha. Kai, como la llamaban sus padres que estaban justo detrás de ellos, no paraba de pensar y repensar un Sudoku incluido en los elementos de entretención de la aerolínea.

Ahmed miró hacia adelante, intentando no pensar y no respirar demasiado profundo. El vientre le dolía cada vez más y la cabeza le empezaba a dar vueltas. Sentía una presión inesperada sobre la zona de la espalda donde se encuentran los riñones. Miró su reloj de mano. Faltaban solamente 12 minutos para que el dispositivo se activara y él estuviera en el Paraíso de Alá.

Sin darse cuenta de que lo admitía, admitió que lo que lo ponía mal no era el peso de la bomba sobre sus entrañas o el miedo a ser descubierto y no poder cumplir su misión. Lo que lo turbaba al punto de no poder respirar normalmente era pensar en la gente que tenía al lado. Había niños a bordo, familias enteras que buscaban unas vacaciones en la capital de Alemania. A su lado estaba Kai que jugaba inocentemente sin saber que pronto volaría en pedazos. Estaba el español de la ventana que había dejado caer sin querer de su billetera, antes de despegar, la foto de un bebé tan enjuto y seco como él; seguramente se trataba de su hijo. Pensó en cada uno de los 164 pasajeros que dormían, leían, comían o miraban una película; sin saber que morirían en algunos minutos. La guerra era contra ellos; el objetivo de la guerra era el Gran Satán. Del que ellos eran lacayos y abnegados sirvientes. Eran infieles, personas cuya vida era menos que la de los santos. Ellos eran los ojos y las manos del mal. De la malignidad que había destruido su familia, que había pisoteado a su pueblo, que le había arrebatado la dignidad.

De repente, una mujer alta, de piel blanca y de pelo rojizo, maquillada con colores fuertes y  gruesos labios rojos pasó junto a Kai. La chica ni siquiera la percibió, pero Ahmed la vio directamente a la cara. La mujer estaba acicalada de negro, con un vestido ceñido a un cuerpo delgado y largo. Portaba un sombrero negro de ala ancha, coronado con plumas exóticas del mismo color. Sus manos largas y delgadas se enfundaban en sendos guantes de seda. Su mirada, de un verde turquesa, se encontró directamente con la suya. Era una mirada profunda, arcana, insondable. Una mirada sin prisa, pero sin pausa. Tranquila y abrumadora. Era la mirada de la Muerte que se había detenido en los ojos oscuros de Ahmed unos minutos antes de que alcanzara el Paraíso.

De inmediato Ahmed se quedó paralizado, absorto, inmóvil. Petrificado, pero no de terror. Petrificado de impotencia. No había nada que pudiese hacer, nada! Se sintió como antes de entrar en la Organización; vulnerable, estático, sin esperanza. ¿Qué le pasaba? ¿Aquello era real? ¿O sólo era una jugada de su mente? Cerró y abrió los ojos, pero la mujer estaba ahí mirándolo directo a la cara. Una figura sin sombra, porque ella era la Sombra misma. La mujer le ofreció una pequeña sonrisa, luego siguió su camino hacia la parte trasera del avión.

Ahmed no salía de su asombro, de su estupor, del mutismo de saberse al borde de la muerte y de no saber si su defunción valdría la pena. Sin saber si su sacrificio tenía un sentido, una razón más allá de la venganza, del profundo abismo de muchos dolores mal curados. Los años de adoctrinamiento ideológico se fueron al traste. Las horas de ser machacado una y otra vez, recordando todo lo que el enemigo le había hecho a él, a su familia, a su pueblo se resquebrajaron en un segundo. Se hallaba como una “tabula rasa”: en blanco, sin ideas, sin grandes causas por las cuales luchar; se había quedado sin nada.

Cerró fuertemente los ojos, no quería volverlos a abrir nunca más. No quería hacerse responsable de lo que estaba pasando, de lo que sucedería. No había sido él, había sido el Gran Satán que lo había obligado; que lo había dejado sin opciones. Que le había llenado las manos con nada más que venganza y odio. ¿Todavía podría hacer algo? ¿Podría evitar la catástrofe? Un sudor frío empezó a brotar sin control por los poros de su frente y de sus manos de puños cerrados. Ahmed empezó a temblar ligeramente. Kai no se dio cuenta de nada, porque estaba demasiado absorta en ver una película de temporada en la pequeña pantalla en frente de su silla.

Por su parte, el Don español abrió los ojos. Vio a ese hombre joven y delgado temblando, con los labios apretados, los ojos cerrados como huyendo de una cruel visión y apretando los puños tanto que corría el riesgo de enterrarse las uñas en la palma de las manos. Sin embargo, ese no era su problema. Él estaba cansado y, desde que no se metiera con él, le tenía sin cuidado lo que hiciera o pasara con aquel hombre.

Ahmed tensionó todo su cuerpo. Quería dejar de existir antes de morir. No quería tener en sus manos la sangre de tantas personas. De familias como la que tuvo una vez. No podía, simplemente no podía!. De repente, sintió que alguien lo miraba. Pensó que era aquella mujer de negro y no pudo resistirse a abrir los ojos. Por el contrario a lo que pensaba se trataba de una mujer con hiyab –el velo islámico-. Le fue evidente que por su manera de vestir era musulmana. No era ni joven ni vieja. Tenía una cara límpida, sin maquillaje y de una piel suave y lozana. Unos ojos almendrados y del color de la aceituna lo miraban, mientras se dibujaba una sonrisa dulce en su rostro. Esa expresión le recordó a su madre antes de que todo se fuera por la borda. Una impresión que le rompió el corazón. Estaba claro que mataría inocentes, sería tan culpable y tan asesino como aquellos que saquearon, asesinaron y destruyeron su amada tierra. Ya no podía hacer nada, no había tiempo, no había marcha atrás, no había remedio.

Recordó aquel asunto de la recompensa del  puñado de uvas en el Paraíso. Obviamente se trataba de una interpretación absurda del Corán, por parte de un infiel. Pero, y si ¿era cierto? ¿Qué recibiría de parte de Alá?  ¿72 vírgenes? ¿Un racimo de uvas? ¿El Infierno? ¿El desprecio eterno? ¿Cómo premiaría Alá aquellos que hacían lo mismo que él, matar inocentes, pero del otro bando? ¿También los llevaría al Paraíso por hacer lo que hacen en nombre de su fe, de la libertad y la democracia?

Sin aviso su mente le trajo todos los recuerdos de su estancia en España. Rememoró a tanta gente que se había mostrado compasiva, amorosa, abierta con él; un pobre huérfano extranjero en una tierra lejana. Como en la cinta de una película resonaron sus años en aquel país; en Occidente.  Vinieron a su mente todos los bastardos que le recordaban al perpetrador yanqui, pero también los miles de personas buenas cuya sonrisa no traía otra cosa más que luz. Justo como aquella correligionaria que en ese momento se ponía de pie para ver que le pasaba a aquel hombre flaco, ojeroso y seco como un arbusto en el desierto.

Ahmed Valbuena, ese era el apellido de su abuelo -un converso español que llegó a Irak en los años 50-, no podía contener la andanada de imágenes que inundaban su cabeza. Fruncía los dientes unos contra otros casi hasta romperlos, respiraba con dificultad y sentía pequeños espasmos que lo recorrían de arriba abajo. Sudaba profusamente y apretaba tanto los apoya brazos de su silla que Kai se dio cuenta que algo no andaba bien con el hombre a su lado. Ya no podía escapar, no podía salvar a nadie, no podía dejar de matar, su destino estaba sellado.

La mujer de mirada compasiva y de voz dulce se acercó y tocó con cuidado el hombro de Ahmed. Con una cálida sonrisa le preguntó, en un inglés fluido, si le pasaba algo; si le podría ayudar. Kai vio aquella escena con asombro y con una corazonada que algo andaba terriblemente mal.

Al sentir el toque, la voz, el aroma suave a rosas que expedía aquella mujer Ahmed se tensionó todavía más, pero sólo por un instante. No quería ver de nuevo esos ojos luminosos que indefectiblemente dejaría sin vida, no quería hacerse responsable. Se repetía una y otra vez que no podía. La mujer viendo la reacción  insistió, realmente preocupada por aquel pasajero de avión. Tal vez estaba enfermo, tal vez le tenía pánico a volar. Como un último acto de valentía, y haciendo acopio de toda la fuerza que le quedaba, el hombre abrió lentamente los ojos. Eran unos ojos llenos de dolor, de tristeza, de espanto, de muerte. Con voz tenue le pidió perdón a la mujer por lo que iba a suceder. Ésta sin entender lo que pasaba, quiso insistir en la pregunta de si se hallaba bien. Pero no pudo. En ese preciso instante Ahmed y todos a su alrededor estallaron en mil pedazos. En el resto del avión no hubo demasiado tiempo. Nadie alcanzó a despedirse, nadie pudo hacer nada. Sencillamente el aeroplano estalló y se rompió en varios pedazos. Todo se precipitó al vacío. No quedaba nada. Sólo metal retorcido, sillas gruesas hechas girones y cuerpos inertes entre la frontera de Francia y Alemania.


En ese preciso momento 27 aviones más estallaron en el aire en distintas partes del globo. Todo había transcurrido de acuerdo al plan, todo había marchado con una precisión milimétrica. Ese era el mensaje; la Hermandad era una red en extremo precisa, despiadada y aterradoramente implacable.

Cuento escrito por David Turriago

martes, 19 de mayo de 2015

Cuento: Un Día Poco Convencional

Ese día se había levantado tarde. El fin de semana había sido agitado; con un concierto el día sábado y un domingo familiar que la había dejado demasiado agotada para levantarse el lunes a la hora habitual. Abrió los ojos con dificultad, lentamente estiró las piernas y levantó el edredón con el que dormía. Puso los pies suavemente en el tapete al lado de su cama y se dirigió hacia el portal de la habitación. Tan pronto como abrió la puerta Leónidas, su gato, salió disparado de la cama que compartía con Leona en busca de algo de comer y de beber. Deseando saciarse con el contenido de los tazones que eran suyos y que se encontraban en un rincón de la cocina.

Leona hizo todo lo posible para apurar el paso mientras se bañaba, se peinaba, se vestía y hacía la cama. Al parecer sus compañeros de apartamento ya habían salido a trabajar. Eso lo deducía por la hora y por la ausencia de cualquier ruido que no proviniese de Leónidas o de ella misma. Ya cuando cogía su maleta y sus llaves, y bordeaba el contorno de la sala para salir al exterior vio a Leónidas, ese condenado gato negro, bufando, con la cola esponjada, latigándola contra sus costados, con las orejas gachas mirando en dirección al sillón amarillo que se encontraba en esa estancia del apartamento. Leona le habló al gato intentado tranquilizarlo, pero éste parecía no escuchar.

La mujer decidió salir para emprender la corta caminata que la llevaría a su trabajo. No quería perder más tiempo, menos haciendo caso a las locuras de su gato, pero antes de salir se preguntó si había dado de comer al felino. Cosa que respondió en la mente de manera afirmativa, abrió la puerta, salió y puso el cerrojo convencida de que en el apartamento no quedaba más que Leónidas en medio de uno de sus habituales ataques de “psicosis felina” como ella la llamaba.

Cuando estaba saliendo a la calle recordó los comentarios de sus compañeros de apartamento. Compartía una cómoda planta con Abel y Lauren; él era un viejo amigo de la universidad con el que llevaba un par de años viviendo. Un tipo deportista y buena vida que trabajaba en un banco del que sólo se quejaba, pero al que no era capaz de renunciar porque como decía él “a pesar de la paga mediocre y las eventuales quedadas hasta tarde, banco es banco y se tiene una estabilidad laboral”. 

Lauren era una arquitecta canadiense que trabajaba en una firma de consultoría urbanística de la ciudad; había llegado a Colombia detrás de un amor de verano del que se desencantó más bien pronto, pero se enamoró del país. Entregó su corazón locamente a la idiosincrasia tropical, el realismo mágico, las canciones llaneras y el olor de la vegetación de la Sabana de Bogotá.  Ambos le habían comentado extrañas experiencias entre las que se enumeraban sombras fugaces, ruidos inexplicables en zonas de la casa donde no había nadie; ni siquiera Leónidas, luces que se encendían y apagaban solas o aparatos electrónicos que se activaban sin estar programados, emitiendo sus señales al máximo volumen posible. Además, estaba el loco de cuatro patas que se enroscaba como una serpiente de cascabel siempre viendo aquel el sillón amarillo que había comprado Leona en una feria de pulgas.

Leona se preguntó si realmente pasaba algo raro en casa, pero rápidamente se respondió lo que se respondía siempre que se hacía esa pregunta: se trataba de la sugestión de sus compañeros y de la locura de su hijo gatuno; de su “psicosis felina”. Sonrió por su ocurrencia de la “psicosis felina” y apuró el paso para cubrir en el menor tiempo posible la distancia que la separaba del sitio donde trabajaba. Solo diez segundos después había olvidado por completo todo lo referente a la extraña “psicosis” de Leónidas y a los sucesos que le comentaban, un tanto alarmados, sus room mates. Hechos que, por supuesto, ella nunca había percibido.

Después de nueve minutos de caminata a buen paso entró a la calle en donde se encontraba la casa enorme, obviamente remodelada, desde donde operaba la empresa en la cual laboraba. Pasó por el frente de la casa abandonada que se hallaba en la misma acera, una edificación que en sus tiempos de gloria debió haber sido casi una mansión pero que en el tiempo presente era una estructura abandonada con el techo parcialmente colapsado; con un aspecto inquietante y un poco patético. Los dueños de la compañía habían intentado en varias ocasiones adquirir la propiedad con el fin de establecer una segunda sede en aquella casa, porque las instalaciones de la empresa se estaban quedando chicas frente al crecimiento de la organización. Sin embargo no fue posible; el dueño, un anciano viudo y sin hijos, no paraba de negarse sin importar la oferta económica o los ruegos de los interesados, mientras entre dientes y de manera casi imperceptible repetía una y otra vez que no podía vender la casa donde vivía su madre. Finalmente la firma terminó adquiriendo dos apartamentos en un edificio ubicado en la esquina de la misma calle; dónde instaló sus oficinas administrativas, dejando la gran casa para la actividad operativa.

Siempre que pasaba en frente de esa casa en ruinas, Leona, sentía que desde la segunda planta, más concretamente desde una habitación en el costado norte de la edificación coronada por una ventana manchada y custodiaba por una cortinilla de velo blanco, se ocultaba una mirada inquisidora. Un escrutinio inexplicable que al pasar por allí no la dejaba tranquila del todo. Leona algunas veces se había parado frente a dicha ventana como intentado adivinar en la oscuridad el contorno de un visitante inesperado, tal vez un vagabundo, pero jamás había visto nada. Sólo sentía esa inquietud, en ocasiones un escalofrío sobre la columna vertebral, como si una poderosa visión la atravesara, tal vez un susurro débil en el viento que hacía danzar las ramas de los árboles; que se hallaban en el parque que remataba el costado oriental de aquella calle ciega. Un par de veces Leona vio cómo se movía el velo vaporoso, pero lo atribuyó en ambas ocasiones al efecto del viento que podría colarse por el techo colapsado del costado opuesto de la antigua mansión. Ese día Leona se detuvo un instante mirando aquella ventana, pero casi inmediatamente recordó que iba tarde y retomó el sendero de los escasos metros que lo separaban de su lugar de trabajo.

Leona tuvo un día como cualquier otro; tuvo que volar para terminar un informe que debía enviar a Casa Matriz en la mañana. Luego entró a la habitual reunión de los lunes; una ceremonia gris y monótona dónde se explicaba los pormenores de la semana anterior. Después fue a almorzar con un par de compañeros de trabajo y en la tarde sin nada más que hacer se dedicó a organizar carpetas en su computador, archivar los documentos en sus respectivos folders y hablar con todo aquel que se pasase por la cafetería al final de la tarde.

Fue casi a la hora de salida que Leona tuvo una extraña y desagradable experiencia. Estaba hablando de los resultados de la última fecha del futbol colombiano con un apasionado interlocutor que era hincha del mismo equipo por el que Leona daba la vida, cuando sin previo aviso sintió una rara sensación de ingravidez. De pronto se percató como su cuerpo se dilataba y se estiraba, para después contraerse y colapsarse en sí mismo. Se quedó en silencio y buscó una silla para pasar sentada esa mala jugada de la mente. Su compañero de discusión futbolística se acercó a preguntar que le pasaba. Fue allí cuando sintió cierta dificultad para respirar, no era porque sus pulmones no pudiesen recolectar aire; sino porque no había aire para ella. Percibía que entraba por sus fosas nasales nada más que un vapor denso y tibio. Pidió ayuda a su amigo, que intentó abanicarla como podía con las copias de unos documentos que traía consigo y que acababa de imprimir. Pero Leona se sentía cada vez peor, no se sentía sobre la tierra, se creía en un mal sueño; siendo esto lo que la enfermaba realmente. Esa sensación de irrealidad, de surrealismo práctico que aterra a todo aquel que no está buscando un viaje psicodélico o una experiencia religiosa.

Andrés, su compañero, corrió a la recepción y pidió ayuda. Algo no andaba bien con Leona. Estaba sudando mucho, temblaba, balbuceaba simulacros de palabras y se había puesto muy pálida. Pronto regresó con refuerzos al lado de su amigo de futbol: vinieron en su rescate la señora del aseo y la recepcionista. Pero Leona ya se estaba recuperando. Había decidido concentrarse en su respiración, y dejado que los pensamientos vinieran y se fueran como había aprendido en algunas sesiones de meditación budista a las que había asistido. No quería llamar la atención con una tontería como esa. Los presentes la rodearon cuidando de no tapar con sus cuerpos las fuentes de aire fresco de la cafetería; Leona los tranquilizó con los ojos cerrados mientras terminaba de entrar en un estado de calma.

Después de unos minutos se levantó de la silla y subió a la tercera planta donde se encontraba su escritorio, no sin antes agradecer a sus compañeros por el interés en socorrerla. Andrés la siguió acompañándola de camino a su oficina, tenía miedo que se cayera en las escaleras si le volvía a dar la pálida. Mientras las dos mujeres hicieron un par de comentarios sobre lo que había sucedido y pronto se olvidaron de ello. El suceso no pasó a mayores.

Pronto llegó la hora de salida. Leona totalmente recuperada se despidió como siempre de todo el mundo; un ritual con presencia de una nutrida andanada de besos en la mejilla diciendo con firmeza el nombre de su interlocutor. Esa era su forma de despedirse. Quería volver pronto a casa, ver una película y dormir temprano. Se sentía cansada y pensó que tal vez ese pequeño “ataque de pánico” se debía a la falta de sueño.

Fue así que, deseándole un buen descanso a la señorita de la recepción, salió a la calle. La luz tenue de las cinco de la tarde iluminaba el parque a su izquierda. Lo percibió extrañamente vacío y silencioso. No vio los habituales niños jugando con sus madres, sus abuelos o sus nanas. Tampoco los perros recogiendo ramas cuando eran lanzadas por sus dueños o simplemente corriendo como unos verdaderos dementes. Ni siquiera escuchó el canto de los pájaros o el susurro del viento.

Sin embargo, no prestó atención a aquellas señales. Emprendió su camino rápidamente inmersa en sus pensamientos; estaba decidiendo que película vería y si la acompañaría con palomitas maíz con sabor a queso, lo que  implicaría una pequeña visita al supermercado porque ya no tenía existencias en casa. Totalmente imbuida en su cabeza, se acercaba a la enigmática casa en ruinas. Sin saber por qué, volvió a ver hacía la ventana misteriosa. Lo hizo porque sintió que alguien la observaba, una sensación tan patente como cuando alguien se quedaba mirándola en el transporte público o haciendo la fila de un banco.

Allí había alguien. Lo sabía, allí había alguien! Al comienzo no se sobresaltó, solo se quedó mirando a la mujer de cabello recogido en un rígido peinado de señora mayor. Tenía una bata blanca, pero lo extraño era que sus manos y rostro competían con la blancura de su ropa. Unos dedos huesudos sostenían la brecha que se hacía entre velo a modo de cortina y el borde del marco del rosetón, un espacio muerto por el que se veía esa inquietante figura a través de las manchas del vidrio de la ventana.

En un primer momento Leona pensó que se trataba de una anciana por el estilo maduro de las vestiduras, el  moño del pelo, el rictus del rostro y los labios apretados dibujando ciertas arrugas a la fuerza. Pero pronto se dio cuenta que se trataba de una mujer joven, con el pelo negro y el aire de señora de alta sociedad que ve con desdén al resto de la Creación. No obstante, lo que más le impactó fue su mirada; dura, vacía y de un severidad extrema. Leona emprendió la marcha, no quería ver más esos ojos austeros y oscuros como el ónix, pero después de dar varios pasos no pudo dejar de echar un vistazo hacia aquella ventana; la mujer seguía allí e inclinaba la cabeza de un modo no del todo natural para no perderla de vista.

Leona sintió un escalofrío que recorrió como un rayo todo su cuerpo. Decidió apurar el paso y cruzar la calle para caminar del lado del parque, no de las casas. Mientras lo hacía no podía quitar esa mirada de su mente, era como ver al Abismo directamente esperando a que cosas aterradoras emergieran de su interior. Echó un vistazo rápido hacía atrás intentado saber si la mujer todavía estaba allí, pero desde ese ángulo no se alcanzaba a ver la ventana.

Al mirar de nuevo hacia adelante, estuvo a punto de chocar con un hombre alto que estaba inmóvil en medio del sendero que bordeaba la arboleda. Automáticamente pidió excusas por su torpeza, pero más temprano que tarde se dio cuenta que algo raro pasaba allí también. Sin el menor pudor por escrutar directamente a un desconocido, se quedó mirando a aquel hombre; a esas alturas era mayor su estupor que su vergüenza. Se trataba de un personaje enorme, de unos cincuenta años, con manos gigantes y una nariz grande, roja y bulbosa; como la nariz de un payazo. Era calvo y se dejaba crecer el pelo de los costados de la cabeza, en un peinado hacía atrás lo que le confería todavía más un aspecto de bufón de circo al mejor estilo de Krusty el Payaso. Sin embargo, lo que era realmente perturbador era la expresión de su rostro; la mirada penetrante de unos pequeños ojos negros aderezaba una sonrisa sardónica que más que irónica se hacía macabra. El hombre estaba totalmente inmóvil, como si el tiempo se hubiese detenido y lo congelase en una mueca terrorífica mientras miraba algo en su Smartphone.

Leona se tuvo que obligar a reaccionar. Aquella persona, como una estatua sacada de un museo de cera, la hipnotizaba poderosamente. Era como una invitación a dejarse llevar y a compartir con él la aniquilación del tiempo como un último acto de sublevación. Pero algo en lo más profundo de Leona le señaló el peligro, algo le decía que se encontraba a un par de metros de la perdición. Liberada del embrujo, por un mero acto de voluntad, decidió apurar el paso nuevamente; rodeando a aquel extraño hombre. Salió del parque y llegó a la esquina de esa calle tan conocida pero que ese día le parecía extrañamente absurda.

En ese punto se encontraba la calle 100 que era posible cruzar caminando sólo unos diez metros hacia el occidente para ser atravesada sobre una cebra peatonal. El semáforo, que se hallaba tan cercano como el cruce que custodiaba, se encontraba en luz roja para los vehículos y luz verde para los transeúntes. Leona debía cruzar aquella avenida para escabullirse por entre los edificios del otro lado de aquella arteria vial y llegar a su casa.

No obstante, algo llamó poderosamente su atención. A tal vez un metro del paso para caminantes había varios vehículos detenidos. Los conductores y pasajeros de los carros se hallaban  inmóviles en diferentes posiciones, haciendo muecas dramáticas; grotescas. Una mujer al volante de un carro azul oscuro miraba lo que parecía ser un celular de última tecnología que tenía en su regazo. Su cara, que parecía de cera, se derretía de un costado. Describiendo una sonrisa de espanto mientras embelesada no despegaba los ojos de la pantalla de su teléfono móvil. Estaba como ida, mientras el vehículo parecía estar al rojo vivo.

En otro vehículo un hombre y una mujer estaban inmóviles como discutiendo, en medio de una disputa congelada en el tiempo. El hombre tenía una expresión de asesino, de demonio de la ira mientras una mano alzada al aire expresaba la vehemencia de sus argumentos. El hombre tenía un hoyo en la cabeza, como el que realiza la trayectoria de una bala que hubiese ingresado por la boca. Sobre la carrocería del automóvil, del lado del volante, un revolver brillaba bajo la luz de neón del semáforo. La mujer a su lado, hacía una mueca dramática de tristeza, con el maquillaje todo corrido y expresión lúgubre. Parecía una burla de sí misma; un espectro que evocaba el sufrimiento de todas las almas del mundo en pena, sin descanso. Tenía un agujero sangrante en el pecho, a la altura del corazón, y  su mirada sin esperanza se sometía a la del hombre colérico. Ambos se veían plastificados, demasiado lisos y brillantes para ser personas reales.

Más allá en un automóvil de alta gama una mujer se miraba en un espejo; vanidosa, codiciando para sí toda la belleza del mundo. Su rostro entronado por cierta malignidad arqueaba las cejas y esbozaba una sonrisa para su propio reflejo que no dejaba de recordar a un depredador que no es posible encontrar en los libros de zoología, sino en las insondables pesadillas de la Humanidad. Su cara era la menos parecida a la de un ser humano y la más similar a la de los santos de yeso, con ojos de vidrio incluidos, de las capillas católicas. De hecho todas esas personas parecían hechos de un elemento moldeable, efigies de horror que simulaban seres humanos. Era precisamente su parecido a un hombre o a una mujer, sin serlo, lo que los hacía más aterradores.

Entonces Leona percibió algo. Alrededor suyo no veía gente, la calle estaba prácticamente desierta y no bullía en la vida y el desorden capitalino de aquella hora de la tarde. Junto a ella, sentado en una pequeña banqueta hecha de concreto, se hallaba un hombre que sin avisar empezó a silbar una melodía dulzona de un bolero bastante popular. Su miraba sin alma, enmarcada en unas gafas de considerable grosor, se dirigía a la los vehículos en espera. Fue aquí donde el pánico se apoderó de Leona, le daba miedo que aquel hombre que parecía de mentiras volviera para mirarla a ella. Pero afortunadamente aquel hombrecillo bajito y regordete no quitaba su mirada de los autos, era como si nadie viera a Leona; como si fuera un fantasma en una realidad desconocida.

Leona que para entonces estaba ya como intoxicada de tanta irrealidad, se sentía aún peor que una hora antes. Sentía que flotaba y a la vez que algo la jalaba a la tierra con la intensión de tragarse su alma; de hacerla parte de los trofeos del Inframundo. Quiso volver atrás, buscar un poco de ayuda en aquel lugar donde se movía su vida en medio de reuniones, informes, charlas ligeras, evidentes preocupaciones, alegrías, frustraciones. Pero pronto recordó la mirada de la mujer en la casa abandonada. No quería pasar por su inspección otra vez. Sólo tenía una salida, debía llegar a su casa y rápido! Caminó con paso firme para cruzar por la cebra peatonal aprovechando la señal en verde, quería cruzar corriendo aquel obstáculo que la separaba de su lugar seguro, de su casa.

Pero un movimiento atrajo su atención con el rabillo del ojo. Una esquina más al occidente vio la figura de tres hombres. Estaban vestidos con una levita negra y con un sombrero presbiteriano que les hacía juego. Los tres la miraban fijamente de arriba abajo y comentaban maliciosos entre ellos. Sus rostros era un esqueleto apenas cubierto con piel como el de los enfermos a punto de morir, los ojos hundidos y vidriosos, el cabello cano y escaso, con la expresión refulgente como la del hierro al rojo vivo y con una sonrisa penetrante como cuchillo de carnicero. Era esa miraba enigmática, profunda, sobrenatural la que la invitaba a salir corriendo en la dirección opuesta. Uno de ellos le hizo una seña amable a Leona; pidiéndole que se acercara. Pero cada átomo de su ser le gritaba que huyera, que no se acercara porque entre esos hombres se encontraba la aniquilación; no sólo del cuerpo sino también del alma.

Siguiendo sus instintos, Leona corrió atravesando la avenida y se perdió tan rápido como pudo entre el bosque de ladrillos y cemento que constituye el paisaje de aquella zona de la ciudad. Después de un par de cuadras dejó de correr y empezó a caminar. Estaba extenuada, había corrido con una dificultad inusitada como si algo la empujara en dirección opuesta; hacía aquellos hombres bizarros que guardaban entre sus negras ropas a la Muerte misma. Sentía lo mismo que en uno que otro sueño en el que intentaba escapar, sin mayor éxito, de un peligro inminente. No obstante, esta vez lo había conseguido.

De repente reaccionó; si se trataba de un sueño? Intentó despertar como lo había hecho innumerables veces en medio de sus recurrentes pesadillas. Era sencillo: sólo se debía reconocer que se hallaba en un sueño, darse la orden de despertar, abrir los ojos, ir a la cocina medio dormida y coger algo dulce para comer y volver a la cama. Se dio la orden de despertar, pero no pasaba nada. Aquello era tan real como la realidad, pero era realmente ésta?

A pesar de los esfuerzos infructuosos para salir de la supuesta pesadilla o sueño, porque todavía no sabía bien de qué se trataba, se vio obligada a seguir caminando hacía su casa. No quería ser alcanzada por aquellos espectrales seres que le habían sonreído con una naturalidad pasmosa, como si la conocieran de antes. Un silencio total y desconocido le hacía compañía en el camino de retorno a su hogar, sólo escuchaba el sonido de su respiración entrecortada y de vez en cuando el ruido de sus zapatos mientras caminaba por alguna superficie pulida y dura.

Finalmente llegó a su casa. Cuando abrió la puerta un Leónidas igual de zalamero que siempre salió a su encuentro; aunque era un gato de gran tamaño, parecía un pequeño cachorro cuando veía a su amada Leona. Sin embargo, la humana no le hizo mucho caso. Entró a la cocina, se sirvió un vaso de agua y se sentó en la sala a ver por la ventana como oscurecía. Así estuvo más de una hora hasta que las últimas luces del crepúsculo de extinguieron y los focos artificiales iluminaron la calle. Lo extraño era que no veía a nadie pasar a pie, en carro o en bici. Lo cual no dejaba de perturbarlo, porque a esa hora siempre  había algo de movimiento. Mientras tanto Leónidas se había doblado sobre sí mismo y dormía plácido al lado de Leona.

Ésta decidió olvidarse de todo. Ver una película no bastaría en ese momento. Así que fue a la cocina limpió la arenera de Leónidas, le sirvió comida, buscó algo para sí en la nevera y se refugió en su cuarto. Se acostó en su cama mientras terminaba la cena y encendía el televisor. Una vez se puso en una posición cómoda, y Leónidas se acostó en su pecho, dejó de hacer zapping y se detuvo en su canal favorito. Entró en sintonía en una tanda de propagandas; miles de imágenes de colores fuertes, de sonidos espectaculares y personas sonrientes se arremolinaban una tras otra en su retina. Por algunos momentos logró sustraerse de sus revueltos pensamientos, pero pronto la fuerza del sobre estimulo le produjo unas extrañas nauseas. En efecto, era la primera vez que era consciente de algo que le sucedía cuando veía televisión; un mareo sedante se apoderaba de sus sentidos y la impresión de que amplias zonas de su cerebro se adormecían, produciendo un temporal coma cerebral.

Pero hoy había algo diferente, la carga de lo que veía y escuchaba la aplastaba contra la cama y de nuevo la sensación de un aire denso inundaba sus pulmones. Esto le obligó a quitarse de encima al gato y rápidamente hizo lo que siempre había hecho cuando lo que veía en pantalla la enfermaba; cambió de canal. Sin embargo, en todos los canales que pasaba observaba lo mismo;  una revolución de estímulos que pisoteaban la consciencia de sí misma y de la realidad. No obstante, Leona siguió zapeando hasta que se detuvo en un canal nacional en donde se ofrecía al público la copia de un formato de reality show norteamericano. Se trataba de un programa de imitación de cantantes famosos, hecho por quienes hasta hace unos meses eran anónimos músicos empíricos, juglares de  ducha o amenizadores de primeras comuniones.

Pero algo le parecía extraño de ese show; los jurados estaban inmóviles con esa mueca de sonrisa y esa posición postiza que había visto antes. Era la misma cara como hecha de cera que había visto en la calle unas horas antes. Mientras veían a los concursantes sacar con esfuerzo las notas musicales deseadas en tanto que bailaban al ritmo cadencioso de la respectiva pista musical. Por primera vez se preguntó a sí misma si estaría loca; y se sintió aún más extraviada en su propia irrealidad. De repente Leona se percató aterrorizada que también los concursantes del show empezaban a adquirir rasgos artificiales y rígidos mientras se movían como autómatas al compás de la música.

La avalancha de colores, sonidos, luces, ritmos, gestos exagerados y rictus cadavéricos le produjeron a Leona unas incontenibles nauseas. Apagó la TV con el control remoto y corrió a la tasa del baño donde devolvió con creces los exiguos alimentos que su cuerpo había recibido un rato antes. Leónidas sintiendo mal a Leona, se acercó a la enfermo mientras ésta prácticamente metía la cabeza en el inodoro, se restregó contra ella para decirle que la amaba y que estaba ahí para ella a pesar de dejar tanto que desear como su sirviente.

Habiendo terminado, Leona se sentó sobre el piso del baño mientras descargaba el agua y se limpiaba la boca con algo de papel higiénico. Luego se puso en pie, se lavó la boca y mientras volvía al cuarto escuchó un golpe atronador en la sala, como si algo muy pesado se hubiese caído. Leona se puso alerta; cogió el bate que guardaba debajo de su cama y sin dejar salir a Leónidas de la habitación, en un intento por protegerlo de lo que fuera que había ahí afuera, salió al pasillo todavía con un poco de mareo.

Llamó a Lauren y Abel pero no hubo respuesta. Antes de avanzar hacía el epicentro del estruendo revisó rápidamente las habitaciones de sus compañeros; no había nadie allí. Luego con sigilo y con el bate en alto camino los pasos aciagos que la separaban de la sala. Una vez en aquel lugar vio, gracias a las luces de la calle que se colaban por las persianas de aquella estancia, a un hombre sentado en sillón amarillo.

Leona miró con premura a su alrededor, buscando el origen del estruendo o un potencial compinche de aquel hombre. Pero no vio nada; solo estaban ella y aquel intruso. Leona interpeló al visitante, le preguntó quién era, que hacía allí, cómo había entrado, pero su interlocutor no hizo más que sonreírle de una manera tan aterradora que le heló la sangre. Aquel hombre se puso en pie y empezó a desplazarse lentamente hacía Leona, sin caminar; sólo flotando. Su cuerpo definido hasta la cintura remataba en una sombra negra con la forma de unas piernas sin pies que se bamboleaban en el aire sin tocar el suelo. Leona estaba petrificada, no daba crédito a lo que veían sus ojos, aquel ser se acercaba a ella y ella no podía hacer nada, había perdido el movimiento de todo su cuerpo, un terror arcano y profundo hizo presa de su humanidad.

De repente, cuando vio el rostro maligno del hombre a unos centímetros del suyo, escuchó los maullidos y bufidos de Leónidas que rasguñaba la puerta de su habitación. Esta intromisión en el encanto hipnótico de lo desconocido; le permitió gritar agresivamente y lanzar un batazo hacía la cabeza de lo que fuera que tenía delante. Sin embargo, el bate no hizo más rasgar el aire atravesando a aquel ser, que en respuesta la tomó por el cuello y la lanzó hacía atrás. Esas manos heladas y el peso de ese cuerpo sobre su pecho le hicieron entender lo imposible; un ser etéreo que sin embargo puede producir asfixia sobre un ser físico, sobre ella. De golpe todo se puso oscuro, porque sobre ella estaba una oscuridad que no era física, habitual, material, era una oscuridad que no se puede describir con palabras. Sentía como unas fuertes manos se cernían sobre su cuello y como una risa maligna retumbaba en sus oídos. Allí estaba ella, tumbada, sin poder siquiera defenderse de lo que fuera que estaba encima suyo.

Leónidas estaba detrás de la puerta como una fiera acorralada intentado defender a sus cachorros; bufaba, chillaba, maullaba, gruñía, rascaba la puerta, la golpeaba con sus patitas delanteras en rítmicas andanadas; como intentando romperla. De repente, algo o alguien abrió la puerta de la habitación y el gato negro salió al pasillo tan rápido como pudo; como una animal salvaje, como un combatiente avezado que conoce muy bien a su enemigo. Al llegar junto al cuerpo afásico de Leona se enfrentó a aquel espectro mostrando toda la ferocidad de una bestia herida, con la cola despelucada y las orejas abajo, mostrando los dientes y amenazando con amagues de ataque a ese ser medio materializado que atacaba a su humana; en efecto se trataba de una pequeña pantera tan oscura como la noche y tan valiente como cualquier felino.

Aquel ser no pudo hacer otra cosa más que retroceder frente al animal. El peso se fue del pecho de Leona y aquellas manos malditas soltaron su cuello. Leónidas había obligado a huir a aquel fantasma o lo que fuera. Ella poco a poco incorporó aire y con algo de dificultad se sentó sobre el duro suelo de madera. Miró a su alrededor y vio como Leónidas seguía ahuyentando algo invisible que se hallaba en el sillón amarillo. Leona intentaba calmarse, respirar profundo, no temblar, no llorar de terror y de alegría, ser fuerte e intentar racionalizar lo vivido. Pero pronto se dio cuenta que aquello no tenía ninguna explicación racional; simplemente había sucedido algo que ella desconocía, hasta ese momento.

De un momento a otro, el gato dejó de mostrarse hostil contra lo invisible y se acercó a la mujer. Se restregó contra su cuerpo varias veces ronroneando y lamió con amor sus manos trémulas. Leona lo tomó entre sus brazos y se puso de pie. Un sonido metálico la hizo estremecerse; era la cerradura de la puerta de entrada y unas llaves tratando de abrirla. Lauren había llegado a casa después de un día extenuante. Quería darse un baño caliente y comer algo de queso acompañado de un buen vino. Al ver en la sala a Leona con Leónidas en brazos y con cara de acontecimiento, se acercó, le preguntó cómo estaba mientras acariciaba el cuello del gato que no dejaba de ronronear. Leona le dijo que no se encontraba bien, que había tenido un día difícil.

Lauren rozó la piel de su amiga y la sintió acalorado. La tocó de nuevo esta vez con más detenimiento y de dio cuenta que estaba, de hecho, muy caliente. Le dijo a Leona que le preocupaba su temperatura y pasados cinco minutos tenía a su room mate en cama mientras llamaba al servicio de médico a domicilio que tenía ella. Efectivamente el doctor encontró a Leona presa de una fiebre de 40 °C y le ordenó algunas medicinas que Abel fue a comprar a la farmacia más cercana. La mujer se sentía tranquila, sus amigos se harían cargo de ella mientras estuviese mal y Leónidas la protegería de aquello que Lauren y Abel no podían percibir. De eso estaba segura.

Leona estuvo dos días en cama, durmiendo la mayor parte del tiempo, comiendo caldito de pollo y recibiendo los cuidados que le prodigaban, por turnos, sus amigos. En esas horas de sueño profundo voló hacia una casa abandonada y oscura, en la que entraba y encontraba multitud de espíritus de fallecidos; de ánimas con las que hablaba distendidamente y compartía comentarios e impresiones como con viejos amigos. También tuvo un sueño en el que se hallaba sobre la superficie de un planeta sin atmosfera, desde la que se veía la inmensidad del espacio y en donde había un número desconocido de personas no encarnadas, de muchas especies inteligentes diferentes. Todos  esperando su tiempo para volver a tener un cuerpo físico en cualquier planeta habitado por vida inteligente de este cuadrante del Universo.

Una vez se recuperó, Leona volvió al trabajo cruzando el frente de aquella casa abandonada. Siempre miraba con aprensión esa ventana, pero siempre pasaba lo mismo; ósea, no pasaba nada. Aunque la certeza de que alguien miraba más allá de las ligeras y raídas cortinas la acompañaba siempre que miraba aquel cristal manchado. Tampoco volvió a tener esas visiones de extraños remedos humanos inmóviles en el tiempo, ni siquiera ese gordito bajito que silbaba de manera macabra una melodía que en otro contexto no podía resultar menos que romántica. Tampoco volvió a ver a los hombres vestidos de negro a la antigua usanza y con la muerte en su rostro.

Leona perdió el interés por  la televisión; desde aquella ocasión no le apetecía tanto. Se concentraba solamente en aquellos shows que realmente le interesaban y que le dejaban cierto material para pensar y discernir críticamente lo que había visto. Ya no le interesaban los programas absorbentes, hipnóticos y carentes de todo contenido. En su lugar empezó poco a poco a leer más y a volar con las alas de papel que un libro puede ofrecer. Cosa que encontró muy placentera.

Como es de suponer, el mismo día en el que se sintió un poco mejor contrató una pequeña camioneta para que se llevara aquel sillón amarillo, sus amigos nunca entendieron el por qué de esa anecdótica decisión pero como le pertenecía a Leona no dijeron nada. Antes de que se lo llevaran tomó un cuchillo y rompió con grandes cortes el mueble para que no fuera reutilizado pidiéndole insistentemente al transportista que lo tirara en el basurero de la ciudad y que no hiciese otra cosa con él.

Desde entonces, no volvió a haber más ruidos extraños en mitad de noche, ni interruptores juguetones o presencias no deseadas en casa; todo se fue con el sofá. A partir de ese día, la única muestra de “psicosis felina” que continuó manifestando Leónidas fue la de creerse un perro; porque no dejó de perseguirse la cola. Leona nunca confesó estos extraños eventos a nadie, aunque si los puso por escrito como un testimonio, para sí misma, de que a veces la vida nos da un pequeño recorrido por realidades alternas, nos pasea por delgadas líneas divisorias y nos permite entrever caminos misteriosos.

  Cuento escrito por David Turriago