Ese día se había levantado tarde.
El fin de semana había sido agitado; con un concierto el día sábado y un
domingo familiar que la había dejado demasiado agotada para levantarse el lunes
a la hora habitual. Abrió los ojos con dificultad, lentamente estiró las
piernas y levantó el edredón con el que dormía. Puso los pies suavemente en el tapete
al lado de su cama y se dirigió hacia el portal de la habitación. Tan pronto
como abrió la puerta Leónidas, su gato, salió disparado de la cama que
compartía con Leona en busca de algo de comer y de beber. Deseando saciarse con
el contenido de los tazones que eran suyos y que se encontraban en un rincón de
la cocina.
Leona hizo todo lo posible para
apurar el paso mientras se bañaba, se peinaba, se vestía y hacía la cama. Al
parecer sus compañeros de apartamento ya habían salido a trabajar. Eso lo
deducía por la hora y por la ausencia de cualquier ruido que no proviniese de Leónidas
o de ella misma. Ya cuando cogía su maleta y sus llaves, y bordeaba el contorno
de la sala para salir al exterior vio a Leónidas, ese condenado gato negro,
bufando, con la cola esponjada, latigándola contra sus costados, con las orejas
gachas mirando en dirección al sillón amarillo que se encontraba en esa
estancia del apartamento. Leona le habló al gato intentado tranquilizarlo, pero
éste parecía no escuchar.
La mujer decidió salir para emprender
la corta caminata que la llevaría a su trabajo. No quería perder más tiempo,
menos haciendo caso a las locuras de su gato, pero antes de salir se preguntó
si había dado de comer al felino. Cosa que respondió en la mente de manera
afirmativa, abrió la puerta, salió y puso el cerrojo convencida de que en el
apartamento no quedaba más que Leónidas en medio de uno de sus habituales ataques
de “psicosis felina” como ella la llamaba.
Cuando estaba saliendo a la calle
recordó los comentarios de sus compañeros de apartamento. Compartía una cómoda
planta con Abel y Lauren; él era un viejo amigo de la universidad con el que
llevaba un par de años viviendo. Un tipo deportista y buena vida que trabajaba
en un banco del que sólo se quejaba, pero al que no era capaz de renunciar
porque como decía él “a pesar de la paga mediocre y las eventuales quedadas
hasta tarde, banco es banco y se tiene una estabilidad laboral”.
Lauren era una
arquitecta canadiense que trabajaba en una firma de consultoría urbanística de
la ciudad; había llegado a Colombia detrás de un amor de verano del que se
desencantó más bien pronto, pero se enamoró del país. Entregó su corazón
locamente a la idiosincrasia tropical, el realismo mágico, las canciones
llaneras y el olor de la vegetación de la Sabana de Bogotá. Ambos le habían comentado extrañas
experiencias entre las que se enumeraban sombras fugaces, ruidos inexplicables
en zonas de la casa donde no había nadie; ni siquiera Leónidas, luces que se
encendían y apagaban solas o aparatos electrónicos que se activaban sin estar
programados, emitiendo sus señales al máximo volumen posible. Además, estaba el
loco de cuatro patas que se enroscaba como una serpiente de cascabel siempre
viendo aquel el sillón amarillo que había comprado Leona en una feria de
pulgas.
Leona se preguntó si realmente
pasaba algo raro en casa, pero rápidamente se respondió lo que se respondía
siempre que se hacía esa pregunta: se trataba de la sugestión de sus compañeros
y de la locura de su hijo gatuno; de su “psicosis felina”. Sonrió por su
ocurrencia de la “psicosis felina” y apuró el paso para cubrir en el menor tiempo
posible la distancia que la separaba del sitio donde trabajaba. Solo diez
segundos después había olvidado por completo todo lo referente a la extraña “psicosis”
de Leónidas y a los sucesos que le comentaban, un tanto alarmados, sus room mates.
Hechos que, por supuesto, ella nunca había percibido.
Después de nueve minutos de
caminata a buen paso entró a la calle en donde se encontraba la casa enorme,
obviamente remodelada, desde donde operaba la empresa en la cual laboraba. Pasó
por el frente de la casa abandonada que se hallaba en la misma acera, una
edificación que en sus tiempos de gloria debió haber sido casi una mansión pero
que en el tiempo presente era una estructura abandonada con el techo parcialmente
colapsado; con un aspecto inquietante y un poco patético. Los dueños de la
compañía habían intentado en varias ocasiones adquirir la propiedad con el fin
de establecer una segunda sede en aquella casa, porque las instalaciones de la
empresa se estaban quedando chicas frente al crecimiento de la organización.
Sin embargo no fue posible; el dueño, un anciano viudo y sin hijos, no paraba
de negarse sin importar la oferta económica o los ruegos de los interesados, mientras
entre dientes y de manera casi imperceptible repetía una y otra vez que no
podía vender la casa donde vivía su madre. Finalmente la firma terminó
adquiriendo dos apartamentos en un edificio ubicado en la esquina de la misma
calle; dónde instaló sus oficinas administrativas, dejando la gran casa para la
actividad operativa.
Siempre que pasaba en frente de
esa casa en ruinas, Leona, sentía que desde la segunda planta, más
concretamente desde una habitación en el costado norte de la edificación
coronada por una ventana manchada y custodiaba por una cortinilla de velo
blanco, se ocultaba una mirada inquisidora. Un escrutinio inexplicable que al
pasar por allí no la dejaba tranquila del todo. Leona algunas veces se había
parado frente a dicha ventana como intentado adivinar en la oscuridad el
contorno de un visitante inesperado, tal vez un vagabundo, pero jamás había
visto nada. Sólo sentía esa inquietud, en ocasiones un escalofrío sobre la
columna vertebral, como si una poderosa visión la atravesara, tal vez un
susurro débil en el viento que hacía danzar las ramas de los árboles; que se
hallaban en el parque que remataba el costado oriental de aquella calle ciega.
Un par de veces Leona vio cómo se movía el velo vaporoso, pero lo atribuyó en
ambas ocasiones al efecto del viento que podría colarse por el techo colapsado
del costado opuesto de la antigua mansión. Ese día Leona se detuvo un instante
mirando aquella ventana, pero casi inmediatamente recordó que iba tarde y
retomó el sendero de los escasos metros que lo separaban de su lugar de
trabajo.
Leona tuvo un día como cualquier
otro; tuvo que volar para terminar un informe que debía enviar a Casa Matriz en
la mañana. Luego entró a la habitual reunión de los lunes; una ceremonia gris y
monótona dónde se explicaba los pormenores de la semana anterior. Después fue a
almorzar con un par de compañeros de trabajo y en la tarde sin nada más que
hacer se dedicó a organizar carpetas en su computador, archivar los documentos
en sus respectivos folders y hablar con todo aquel que se pasase por la
cafetería al final de la tarde.
Fue casi a la hora de salida que Leona
tuvo una extraña y desagradable experiencia. Estaba hablando de los resultados
de la última fecha del futbol colombiano con un apasionado interlocutor que era
hincha del mismo equipo por el que Leona daba la vida, cuando sin previo aviso
sintió una rara sensación de ingravidez. De pronto se percató como su cuerpo se
dilataba y se estiraba, para después contraerse y colapsarse en sí mismo. Se
quedó en silencio y buscó una silla para pasar sentada esa mala jugada de la
mente. Su compañero de discusión futbolística se acercó a preguntar que le
pasaba. Fue allí cuando sintió cierta dificultad para respirar, no era porque
sus pulmones no pudiesen recolectar aire; sino porque no había aire para ella.
Percibía que entraba por sus fosas nasales nada más que un vapor denso y tibio.
Pidió ayuda a su amigo, que intentó abanicarla como podía con las copias de
unos documentos que traía consigo y que acababa de imprimir. Pero Leona se
sentía cada vez peor, no se sentía sobre la tierra, se creía en un mal sueño;
siendo esto lo que la enfermaba realmente. Esa sensación de irrealidad, de
surrealismo práctico que aterra a todo aquel que no está buscando un viaje
psicodélico o una experiencia religiosa.
Andrés, su compañero, corrió a la
recepción y pidió ayuda. Algo no andaba bien con Leona. Estaba sudando mucho,
temblaba, balbuceaba simulacros de palabras y se había puesto muy pálida.
Pronto regresó con refuerzos al lado de su amigo de futbol: vinieron en su
rescate la señora del aseo y la recepcionista. Pero Leona ya se estaba
recuperando. Había decidido concentrarse en su respiración, y dejado que los
pensamientos vinieran y se fueran como había aprendido en algunas sesiones de
meditación budista a las que había asistido. No quería llamar la atención con
una tontería como esa. Los presentes la rodearon cuidando de no tapar con sus
cuerpos las fuentes de aire fresco de la cafetería; Leona los tranquilizó con
los ojos cerrados mientras terminaba de entrar en un estado de calma.
Después de unos minutos se
levantó de la silla y subió a la tercera planta donde se encontraba su
escritorio, no sin antes agradecer a sus compañeros por el interés en
socorrerla. Andrés la siguió acompañándola de camino a su oficina, tenía miedo
que se cayera en las escaleras si le volvía a dar la pálida. Mientras las dos mujeres hicieron un par de comentarios
sobre lo que había sucedido y pronto se olvidaron de ello. El suceso no pasó a
mayores.
Pronto llegó la hora de salida. Leona
totalmente recuperada se despidió como siempre de todo el mundo; un ritual con
presencia de una nutrida andanada de besos en la mejilla diciendo con firmeza
el nombre de su interlocutor. Esa era su forma de despedirse. Quería volver
pronto a casa, ver una película y dormir temprano. Se sentía cansada y pensó
que tal vez ese pequeño “ataque de pánico” se debía a la falta de sueño.
Fue así que, deseándole un buen
descanso a la señorita de la recepción, salió a la calle. La luz tenue de las
cinco de la tarde iluminaba el parque a su izquierda. Lo percibió extrañamente
vacío y silencioso. No vio los habituales niños jugando con sus madres, sus
abuelos o sus nanas. Tampoco los perros recogiendo ramas cuando eran lanzadas
por sus dueños o simplemente corriendo como unos verdaderos dementes. Ni
siquiera escuchó el canto de los pájaros o el susurro del viento.
Sin embargo, no prestó atención a
aquellas señales. Emprendió su camino rápidamente inmersa en sus pensamientos;
estaba decidiendo que película vería y si la acompañaría con palomitas maíz con
sabor a queso, lo que implicaría una
pequeña visita al supermercado porque ya no tenía existencias en casa.
Totalmente imbuida en su cabeza, se acercaba a la enigmática casa en ruinas. Sin
saber por qué, volvió a ver hacía la ventana misteriosa. Lo hizo porque sintió
que alguien la observaba, una sensación tan patente como cuando alguien se
quedaba mirándola en el transporte público o haciendo la fila de un banco.
Allí había alguien. Lo sabía,
allí había alguien! Al comienzo no se sobresaltó, solo se quedó mirando a la
mujer de cabello recogido en un rígido peinado de señora mayor. Tenía una bata
blanca, pero lo extraño era que sus manos y rostro competían con la blancura de
su ropa. Unos dedos huesudos sostenían la brecha que se hacía entre velo a modo
de cortina y el borde del marco del rosetón, un espacio muerto por el que se
veía esa inquietante figura a través de las manchas del vidrio de la ventana.
En un primer momento Leona pensó que
se trataba de una anciana por el estilo maduro de las vestiduras, el moño del pelo, el rictus del rostro y los
labios apretados dibujando ciertas arrugas a la fuerza. Pero pronto se dio
cuenta que se trataba de una mujer joven, con el pelo negro y el aire de señora
de alta sociedad que ve con desdén al resto de la Creación. No obstante, lo que
más le impactó fue su mirada; dura, vacía y de un severidad extrema. Leona
emprendió la marcha, no quería ver más esos ojos austeros y oscuros como el
ónix, pero después de dar varios pasos no pudo dejar de echar un vistazo hacia
aquella ventana; la mujer seguía allí e inclinaba la cabeza de un modo no del
todo natural para no perderla de vista.
Leona sintió un escalofrío que
recorrió como un rayo todo su cuerpo. Decidió apurar el paso y cruzar la calle
para caminar del lado del parque, no de las casas. Mientras lo hacía no podía
quitar esa mirada de su mente, era como ver al Abismo directamente esperando a
que cosas aterradoras emergieran de su interior. Echó un vistazo rápido hacía
atrás intentado saber si la mujer todavía estaba allí, pero desde ese ángulo no
se alcanzaba a ver la ventana.
Al mirar de nuevo hacia adelante,
estuvo a punto de chocar con un hombre alto que estaba inmóvil en medio del
sendero que bordeaba la arboleda. Automáticamente pidió excusas por su torpeza,
pero más temprano que tarde se dio cuenta que algo raro pasaba allí también.
Sin el menor pudor por escrutar directamente a un desconocido, se quedó mirando
a aquel hombre; a esas alturas era mayor su estupor que su vergüenza. Se
trataba de un personaje enorme, de unos cincuenta años, con manos gigantes y
una nariz grande, roja y bulbosa; como la nariz de un payazo. Era calvo y se
dejaba crecer el pelo de los costados de la cabeza, en un peinado hacía atrás
lo que le confería todavía más un aspecto de bufón de circo al mejor estilo de
Krusty el Payaso. Sin embargo, lo que era realmente perturbador era la
expresión de su rostro; la mirada penetrante de unos pequeños ojos negros aderezaba
una sonrisa sardónica que más que irónica se hacía macabra. El hombre estaba
totalmente inmóvil, como si el tiempo se hubiese detenido y lo congelase en una
mueca terrorífica mientras miraba algo en su Smartphone.
Leona se tuvo que obligar a
reaccionar. Aquella persona, como una estatua sacada de un museo de cera, la
hipnotizaba poderosamente. Era como una invitación a dejarse llevar y a
compartir con él la aniquilación del tiempo como un último acto de sublevación.
Pero algo en lo más profundo de Leona le señaló el peligro, algo le decía que
se encontraba a un par de metros de la perdición. Liberada del embrujo, por un
mero acto de voluntad, decidió apurar el paso nuevamente; rodeando a aquel
extraño hombre. Salió del parque y llegó a la esquina de esa calle tan conocida
pero que ese día le parecía extrañamente absurda.
En ese punto se encontraba la
calle 100 que era posible cruzar caminando sólo unos diez metros hacia el
occidente para ser atravesada sobre una cebra peatonal. El semáforo, que se
hallaba tan cercano como el cruce que custodiaba, se encontraba en luz roja
para los vehículos y luz verde para los transeúntes. Leona debía cruzar aquella
avenida para escabullirse por entre los edificios del otro lado de aquella
arteria vial y llegar a su casa.
No obstante, algo llamó poderosamente
su atención. A tal vez un metro del paso para caminantes había varios vehículos
detenidos. Los conductores y pasajeros de los carros se hallaban inmóviles en diferentes posiciones, haciendo
muecas dramáticas; grotescas. Una mujer al volante de un carro azul oscuro
miraba lo que parecía ser un celular de última tecnología que tenía en su
regazo. Su cara, que parecía de cera, se derretía de un costado. Describiendo
una sonrisa de espanto mientras embelesada no despegaba los ojos de la pantalla
de su teléfono móvil. Estaba como ida, mientras el vehículo parecía estar al
rojo vivo.
En otro vehículo un hombre y una
mujer estaban inmóviles como discutiendo, en medio de una disputa congelada en
el tiempo. El hombre tenía una expresión de asesino, de demonio de la ira
mientras una mano alzada al aire expresaba la vehemencia de sus argumentos. El
hombre tenía un hoyo en la cabeza, como el que realiza la trayectoria de una
bala que hubiese ingresado por la boca. Sobre la carrocería del automóvil, del
lado del volante, un revolver brillaba bajo la luz de neón del semáforo. La
mujer a su lado, hacía una mueca dramática de tristeza, con el maquillaje todo
corrido y expresión lúgubre. Parecía una burla de sí misma; un espectro que
evocaba el sufrimiento de todas las almas del mundo en pena, sin descanso.
Tenía un agujero sangrante en el pecho, a la altura del corazón, y su mirada sin esperanza se sometía a la del
hombre colérico. Ambos se veían plastificados, demasiado lisos y brillantes
para ser personas reales.
Más allá en un automóvil de alta
gama una mujer se miraba en un espejo; vanidosa, codiciando para sí toda la
belleza del mundo. Su rostro entronado por cierta malignidad arqueaba las cejas
y esbozaba una sonrisa para su propio reflejo que no dejaba de recordar a un
depredador que no es posible encontrar en los libros de zoología, sino en las
insondables pesadillas de la Humanidad. Su cara era la menos parecida a la de
un ser humano y la más similar a la de los santos de yeso, con ojos de vidrio
incluidos, de las capillas católicas. De hecho todas esas personas parecían
hechos de un elemento moldeable, efigies de horror que simulaban seres humanos.
Era precisamente su parecido a un hombre o a una mujer, sin serlo, lo que los
hacía más aterradores.
Entonces Leona percibió algo.
Alrededor suyo no veía gente, la calle estaba prácticamente desierta y no
bullía en la vida y el desorden capitalino de aquella hora de la tarde. Junto a
ella, sentado en una pequeña banqueta hecha de concreto, se hallaba un hombre
que sin avisar empezó a silbar una melodía dulzona de un bolero bastante
popular. Su miraba sin alma, enmarcada en unas gafas de considerable grosor, se
dirigía a la los vehículos en espera. Fue aquí donde el pánico se apoderó de Leona,
le daba miedo que aquel hombre que parecía de mentiras volviera para mirarla a
ella. Pero afortunadamente aquel hombrecillo bajito y regordete no quitaba su
mirada de los autos, era como si nadie viera a Leona; como si fuera un fantasma
en una realidad desconocida.
Leona que para entonces estaba ya
como intoxicada de tanta irrealidad, se sentía aún peor que una hora antes. Sentía
que flotaba y a la vez que algo la jalaba a la tierra con la intensión de
tragarse su alma; de hacerla parte de los trofeos del Inframundo. Quiso volver
atrás, buscar un poco de ayuda en aquel lugar donde se movía su vida en medio
de reuniones, informes, charlas ligeras, evidentes preocupaciones, alegrías, frustraciones.
Pero pronto recordó la mirada de la mujer en la casa abandonada. No quería
pasar por su inspección otra vez. Sólo tenía una salida, debía llegar a su casa
y rápido! Caminó con paso firme para cruzar por la cebra peatonal aprovechando
la señal en verde, quería cruzar corriendo aquel obstáculo que la separaba de
su lugar seguro, de su casa.
Pero un movimiento atrajo su
atención con el rabillo del ojo. Una esquina más al occidente vio la figura de
tres hombres. Estaban vestidos con una levita negra y con un sombrero presbiteriano
que les hacía juego. Los tres la miraban fijamente de arriba abajo y comentaban
maliciosos entre ellos. Sus rostros era un esqueleto apenas cubierto con piel
como el de los enfermos a punto de morir, los ojos hundidos y vidriosos, el
cabello cano y escaso, con la expresión refulgente como la del hierro al rojo
vivo y con una sonrisa penetrante como cuchillo de carnicero. Era esa miraba
enigmática, profunda, sobrenatural la que la invitaba a salir corriendo en la
dirección opuesta. Uno de ellos le hizo una seña amable a Leona; pidiéndole que
se acercara. Pero cada átomo de su ser le gritaba que huyera, que no se
acercara porque entre esos hombres se encontraba la aniquilación; no sólo del
cuerpo sino también del alma.
Siguiendo sus instintos, Leona
corrió atravesando la avenida y se perdió tan rápido como pudo entre el bosque
de ladrillos y cemento que constituye el paisaje de aquella zona de la ciudad.
Después de un par de cuadras dejó de correr y empezó a caminar. Estaba extenuada,
había corrido con una dificultad inusitada como si algo la empujara en
dirección opuesta; hacía aquellos hombres bizarros que guardaban entre sus
negras ropas a la Muerte misma. Sentía lo mismo que en uno que otro sueño en el
que intentaba escapar, sin mayor éxito, de un peligro inminente. No obstante,
esta vez lo había conseguido.
De repente reaccionó; si se
trataba de un sueño? Intentó despertar como lo había hecho innumerables veces
en medio de sus recurrentes pesadillas. Era sencillo: sólo se debía reconocer
que se hallaba en un sueño, darse la orden de despertar, abrir los ojos, ir a
la cocina medio dormida y coger algo dulce para comer y volver a la cama. Se
dio la orden de despertar, pero no pasaba nada. Aquello era tan real como la
realidad, pero era realmente ésta?
A pesar de los esfuerzos
infructuosos para salir de la supuesta pesadilla o sueño, porque todavía no
sabía bien de qué se trataba, se vio obligada a seguir caminando hacía su casa.
No quería ser alcanzada por aquellos espectrales seres que le habían sonreído
con una naturalidad pasmosa, como si la conocieran de antes. Un silencio total
y desconocido le hacía compañía en el camino de retorno a su hogar, sólo
escuchaba el sonido de su respiración entrecortada y de vez en cuando el ruido
de sus zapatos mientras caminaba por alguna superficie pulida y dura.
Finalmente llegó a su casa. Cuando
abrió la puerta un Leónidas igual de zalamero que siempre salió a su encuentro;
aunque era un gato de gran tamaño, parecía un pequeño cachorro cuando veía a su
amada Leona. Sin embargo, la humana no le hizo mucho caso. Entró a la cocina,
se sirvió un vaso de agua y se sentó en la sala a ver por la ventana como
oscurecía. Así estuvo más de una hora hasta que las últimas luces del
crepúsculo de extinguieron y los focos artificiales iluminaron la calle. Lo
extraño era que no veía a nadie pasar a pie, en carro o en bici. Lo cual no
dejaba de perturbarlo, porque a esa hora siempre había algo de movimiento. Mientras tanto Leónidas
se había doblado sobre sí mismo y dormía plácido al lado de Leona.
Ésta decidió olvidarse de todo.
Ver una película no bastaría en ese momento. Así que fue a la cocina limpió la
arenera de Leónidas, le sirvió comida, buscó algo para sí en la nevera y se refugió
en su cuarto. Se acostó en su cama mientras terminaba la cena y encendía el
televisor. Una vez se puso en una posición cómoda, y Leónidas se acostó en su
pecho, dejó de hacer zapping y se detuvo en su canal favorito. Entró en
sintonía en una tanda de propagandas; miles de imágenes de colores fuertes, de
sonidos espectaculares y personas sonrientes se arremolinaban una tras otra en su
retina. Por algunos momentos logró sustraerse de sus revueltos pensamientos,
pero pronto la fuerza del sobre estimulo le produjo unas extrañas nauseas. En
efecto, era la primera vez que era consciente de algo que le sucedía cuando veía
televisión; un mareo sedante se apoderaba de sus sentidos y la impresión de que
amplias zonas de su cerebro se adormecían, produciendo un temporal coma
cerebral.
Pero hoy había algo diferente, la
carga de lo que veía y escuchaba la aplastaba contra la cama y de nuevo la sensación
de un aire denso inundaba sus pulmones. Esto le obligó a quitarse de encima al
gato y rápidamente hizo lo que siempre había hecho cuando lo que veía en
pantalla la enfermaba; cambió de canal. Sin embargo, en todos los canales que
pasaba observaba lo mismo; una
revolución de estímulos que pisoteaban la consciencia de sí misma y de la
realidad. No obstante, Leona siguió zapeando hasta que se detuvo en un canal
nacional en donde se ofrecía al público la copia de un formato de reality show
norteamericano. Se trataba de un programa de imitación de cantantes famosos,
hecho por quienes hasta hace unos meses eran anónimos músicos empíricos, juglares
de ducha o amenizadores de primeras
comuniones.
Pero algo le parecía extraño de
ese show; los jurados estaban inmóviles con esa mueca de sonrisa y esa posición
postiza que había visto antes. Era la misma cara como hecha de cera que había
visto en la calle unas horas antes. Mientras veían a los concursantes sacar con
esfuerzo las notas musicales deseadas en tanto que bailaban al ritmo cadencioso
de la respectiva pista musical. Por primera vez se preguntó a sí misma si estaría
loca; y se sintió aún más extraviada en su propia irrealidad. De repente Leona
se percató aterrorizada que también los concursantes del show empezaban a
adquirir rasgos artificiales y rígidos mientras se movían como autómatas al
compás de la música.
La avalancha de colores, sonidos,
luces, ritmos, gestos exagerados y rictus cadavéricos le produjeron a Leona
unas incontenibles nauseas. Apagó la TV con el control remoto y corrió a la
tasa del baño donde devolvió con creces los exiguos alimentos que su cuerpo
había recibido un rato antes. Leónidas sintiendo mal a Leona, se acercó a la
enfermo mientras ésta prácticamente metía la cabeza en el inodoro, se restregó
contra ella para decirle que la amaba y que estaba ahí para ella a pesar de
dejar tanto que desear como su sirviente.
Habiendo terminado, Leona se
sentó sobre el piso del baño mientras descargaba el agua y se limpiaba la boca
con algo de papel higiénico. Luego se puso en pie, se lavó la boca y mientras
volvía al cuarto escuchó un golpe atronador en la sala, como si algo muy pesado
se hubiese caído. Leona se puso alerta; cogió el bate que guardaba debajo de su
cama y sin dejar salir a Leónidas de la habitación, en un intento por
protegerlo de lo que fuera que había ahí afuera, salió al pasillo todavía con
un poco de mareo.
Llamó a Lauren y Abel pero no
hubo respuesta. Antes de avanzar hacía el epicentro del estruendo revisó rápidamente
las habitaciones de sus compañeros; no había nadie allí. Luego con sigilo y con
el bate en alto camino los pasos aciagos que la separaban de la sala. Una vez
en aquel lugar vio, gracias a las luces de la calle que se colaban por las
persianas de aquella estancia, a un hombre sentado en sillón amarillo.
Leona miró con premura a su alrededor,
buscando el origen del estruendo o un potencial compinche de aquel hombre. Pero
no vio nada; solo estaban ella y aquel intruso. Leona interpeló al visitante,
le preguntó quién era, que hacía allí, cómo había entrado, pero su interlocutor
no hizo más que sonreírle de una manera tan aterradora que le heló la sangre.
Aquel hombre se puso en pie y empezó a desplazarse lentamente hacía Leona, sin
caminar; sólo flotando. Su cuerpo definido hasta la cintura remataba en una
sombra negra con la forma de unas piernas sin pies que se bamboleaban en el
aire sin tocar el suelo. Leona estaba petrificada, no daba crédito a lo que
veían sus ojos, aquel ser se acercaba a ella y ella no podía hacer nada, había
perdido el movimiento de todo su cuerpo, un terror arcano y profundo hizo presa
de su humanidad.
De repente, cuando vio el rostro
maligno del hombre a unos centímetros del suyo, escuchó los maullidos y bufidos
de Leónidas que rasguñaba la puerta de su habitación. Esta intromisión en el
encanto hipnótico de lo desconocido; le permitió gritar agresivamente y lanzar
un batazo hacía la cabeza de lo que fuera que tenía delante. Sin embargo, el
bate no hizo más rasgar el aire atravesando a aquel ser, que en respuesta la
tomó por el cuello y la lanzó hacía atrás. Esas manos heladas y el peso de ese
cuerpo sobre su pecho le hicieron entender lo imposible; un ser etéreo que sin
embargo puede producir asfixia sobre un ser físico, sobre ella. De golpe todo
se puso oscuro, porque sobre ella estaba una oscuridad que no era física,
habitual, material, era una oscuridad que no se puede describir con palabras.
Sentía como unas fuertes manos se cernían sobre su cuello y como una risa
maligna retumbaba en sus oídos. Allí estaba ella, tumbada, sin poder siquiera
defenderse de lo que fuera que estaba encima suyo.
Leónidas estaba detrás de la
puerta como una fiera acorralada intentado defender a sus cachorros; bufaba,
chillaba, maullaba, gruñía, rascaba la puerta, la golpeaba con sus patitas
delanteras en rítmicas andanadas; como intentando romperla. De repente, algo o
alguien abrió la puerta de la habitación y el gato negro salió al pasillo tan
rápido como pudo; como una animal salvaje, como un combatiente avezado que
conoce muy bien a su enemigo. Al llegar junto al cuerpo afásico de Leona se
enfrentó a aquel espectro mostrando toda la ferocidad de una bestia herida, con
la cola despelucada y las orejas abajo, mostrando los dientes y amenazando con
amagues de ataque a ese ser medio materializado que atacaba a su humana; en
efecto se trataba de una pequeña pantera tan oscura como la noche y tan
valiente como cualquier felino.
Aquel ser no pudo hacer otra cosa
más que retroceder frente al animal. El peso se fue del pecho de Leona y
aquellas manos malditas soltaron su cuello. Leónidas había obligado a huir a
aquel fantasma o lo que fuera. Ella poco a poco incorporó aire y con algo de
dificultad se sentó sobre el duro suelo de madera. Miró a su alrededor y vio
como Leónidas seguía ahuyentando algo invisible que se hallaba en el sillón
amarillo. Leona intentaba calmarse, respirar profundo, no temblar, no llorar de
terror y de alegría, ser fuerte e intentar racionalizar lo vivido. Pero pronto
se dio cuenta que aquello no tenía ninguna explicación racional; simplemente
había sucedido algo que ella desconocía, hasta ese momento.
De un momento a otro, el gato
dejó de mostrarse hostil contra lo invisible y se acercó a la mujer. Se
restregó contra su cuerpo varias veces ronroneando y lamió con amor sus manos
trémulas. Leona lo tomó entre sus brazos y se puso de pie. Un sonido metálico
la hizo estremecerse; era la cerradura de la puerta de entrada y unas llaves
tratando de abrirla. Lauren había llegado a casa después de un día extenuante.
Quería darse un baño caliente y comer algo de queso acompañado de un buen vino.
Al ver en la sala a Leona con Leónidas en brazos y con cara de acontecimiento,
se acercó, le preguntó cómo estaba mientras acariciaba el cuello del gato que
no dejaba de ronronear. Leona le dijo que no se encontraba bien, que había
tenido un día difícil.
Lauren rozó la piel de su amiga y
la sintió acalorado. La tocó de nuevo esta vez con más detenimiento y de dio
cuenta que estaba, de hecho, muy caliente. Le dijo a Leona que le preocupaba su
temperatura y pasados cinco minutos tenía a su room mate en cama mientras
llamaba al servicio de médico a domicilio que tenía ella. Efectivamente el
doctor encontró a Leona presa de una fiebre de 40 °C y le ordenó algunas
medicinas que Abel fue a comprar a la farmacia más cercana. La mujer se sentía
tranquila, sus amigos se harían cargo de ella mientras estuviese mal y Leónidas
la protegería de aquello que Lauren y Abel no podían percibir. De eso estaba
segura.
Leona estuvo dos días en cama,
durmiendo la mayor parte del tiempo, comiendo caldito de pollo y recibiendo los
cuidados que le prodigaban, por turnos, sus amigos. En esas horas de sueño
profundo voló hacia una casa abandonada y oscura, en la que entraba y
encontraba multitud de espíritus de fallecidos; de ánimas con las que hablaba
distendidamente y compartía comentarios e impresiones como con viejos amigos.
También tuvo un sueño en el que se hallaba sobre la superficie de un planeta
sin atmosfera, desde la que se veía la inmensidad del espacio y en donde había
un número desconocido de personas no encarnadas, de muchas especies
inteligentes diferentes. Todos esperando
su tiempo para volver a tener un cuerpo físico en cualquier planeta habitado por
vida inteligente de este cuadrante del Universo.
Una vez se recuperó, Leona volvió
al trabajo cruzando el frente de aquella casa abandonada. Siempre miraba con
aprensión esa ventana, pero siempre pasaba lo mismo; ósea, no pasaba nada.
Aunque la certeza de que alguien miraba más allá de las ligeras y raídas
cortinas la acompañaba siempre que miraba aquel cristal manchado. Tampoco volvió
a tener esas visiones de extraños remedos humanos inmóviles en el tiempo, ni
siquiera ese gordito bajito que silbaba de manera macabra una melodía que en
otro contexto no podía resultar menos que romántica. Tampoco volvió a ver a los
hombres vestidos de negro a la antigua usanza y con la muerte en su rostro.
Leona perdió el interés por la televisión; desde aquella ocasión no le
apetecía tanto. Se concentraba solamente en aquellos shows que realmente le
interesaban y que le dejaban cierto material para pensar y discernir
críticamente lo que había visto. Ya no le interesaban los programas
absorbentes, hipnóticos y carentes de todo contenido. En su lugar empezó poco a
poco a leer más y a volar con las alas de papel que un libro puede ofrecer.
Cosa que encontró muy placentera.
Como es de suponer, el mismo día
en el que se sintió un poco mejor contrató una pequeña camioneta para que se
llevara aquel sillón amarillo, sus amigos nunca entendieron el por qué de esa
anecdótica decisión pero como le pertenecía a Leona no dijeron nada. Antes de que
se lo llevaran tomó un cuchillo y rompió con grandes cortes el mueble para que
no fuera reutilizado pidiéndole insistentemente al transportista que lo tirara
en el basurero de la ciudad y que no hiciese otra cosa con él.
Desde entonces, no volvió a haber
más ruidos extraños en mitad de noche, ni interruptores juguetones o presencias
no deseadas en casa; todo se fue con el sofá. A partir de ese día, la única
muestra de “psicosis felina” que continuó manifestando Leónidas fue la de
creerse un perro; porque no dejó de perseguirse la cola. Leona nunca confesó
estos extraños eventos a nadie, aunque si los puso por escrito como un
testimonio, para sí misma, de que a veces la vida nos da un pequeño recorrido
por realidades alternas, nos pasea por delgadas líneas divisorias y nos permite
entrever caminos misteriosos.
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