Las mejores épocas de nuestras vidas son aquellas en las que acopiamos el suficiente valor como para rebautizar nuestra maldad como lo mejor que hay en nosotros"

Friedrich Nietzsche

martes, 19 de mayo de 2015

Cuento: Un Día Poco Convencional

Ese día se había levantado tarde. El fin de semana había sido agitado; con un concierto el día sábado y un domingo familiar que la había dejado demasiado agotada para levantarse el lunes a la hora habitual. Abrió los ojos con dificultad, lentamente estiró las piernas y levantó el edredón con el que dormía. Puso los pies suavemente en el tapete al lado de su cama y se dirigió hacia el portal de la habitación. Tan pronto como abrió la puerta Leónidas, su gato, salió disparado de la cama que compartía con Leona en busca de algo de comer y de beber. Deseando saciarse con el contenido de los tazones que eran suyos y que se encontraban en un rincón de la cocina.

Leona hizo todo lo posible para apurar el paso mientras se bañaba, se peinaba, se vestía y hacía la cama. Al parecer sus compañeros de apartamento ya habían salido a trabajar. Eso lo deducía por la hora y por la ausencia de cualquier ruido que no proviniese de Leónidas o de ella misma. Ya cuando cogía su maleta y sus llaves, y bordeaba el contorno de la sala para salir al exterior vio a Leónidas, ese condenado gato negro, bufando, con la cola esponjada, latigándola contra sus costados, con las orejas gachas mirando en dirección al sillón amarillo que se encontraba en esa estancia del apartamento. Leona le habló al gato intentado tranquilizarlo, pero éste parecía no escuchar.

La mujer decidió salir para emprender la corta caminata que la llevaría a su trabajo. No quería perder más tiempo, menos haciendo caso a las locuras de su gato, pero antes de salir se preguntó si había dado de comer al felino. Cosa que respondió en la mente de manera afirmativa, abrió la puerta, salió y puso el cerrojo convencida de que en el apartamento no quedaba más que Leónidas en medio de uno de sus habituales ataques de “psicosis felina” como ella la llamaba.

Cuando estaba saliendo a la calle recordó los comentarios de sus compañeros de apartamento. Compartía una cómoda planta con Abel y Lauren; él era un viejo amigo de la universidad con el que llevaba un par de años viviendo. Un tipo deportista y buena vida que trabajaba en un banco del que sólo se quejaba, pero al que no era capaz de renunciar porque como decía él “a pesar de la paga mediocre y las eventuales quedadas hasta tarde, banco es banco y se tiene una estabilidad laboral”. 

Lauren era una arquitecta canadiense que trabajaba en una firma de consultoría urbanística de la ciudad; había llegado a Colombia detrás de un amor de verano del que se desencantó más bien pronto, pero se enamoró del país. Entregó su corazón locamente a la idiosincrasia tropical, el realismo mágico, las canciones llaneras y el olor de la vegetación de la Sabana de Bogotá.  Ambos le habían comentado extrañas experiencias entre las que se enumeraban sombras fugaces, ruidos inexplicables en zonas de la casa donde no había nadie; ni siquiera Leónidas, luces que se encendían y apagaban solas o aparatos electrónicos que se activaban sin estar programados, emitiendo sus señales al máximo volumen posible. Además, estaba el loco de cuatro patas que se enroscaba como una serpiente de cascabel siempre viendo aquel el sillón amarillo que había comprado Leona en una feria de pulgas.

Leona se preguntó si realmente pasaba algo raro en casa, pero rápidamente se respondió lo que se respondía siempre que se hacía esa pregunta: se trataba de la sugestión de sus compañeros y de la locura de su hijo gatuno; de su “psicosis felina”. Sonrió por su ocurrencia de la “psicosis felina” y apuró el paso para cubrir en el menor tiempo posible la distancia que la separaba del sitio donde trabajaba. Solo diez segundos después había olvidado por completo todo lo referente a la extraña “psicosis” de Leónidas y a los sucesos que le comentaban, un tanto alarmados, sus room mates. Hechos que, por supuesto, ella nunca había percibido.

Después de nueve minutos de caminata a buen paso entró a la calle en donde se encontraba la casa enorme, obviamente remodelada, desde donde operaba la empresa en la cual laboraba. Pasó por el frente de la casa abandonada que se hallaba en la misma acera, una edificación que en sus tiempos de gloria debió haber sido casi una mansión pero que en el tiempo presente era una estructura abandonada con el techo parcialmente colapsado; con un aspecto inquietante y un poco patético. Los dueños de la compañía habían intentado en varias ocasiones adquirir la propiedad con el fin de establecer una segunda sede en aquella casa, porque las instalaciones de la empresa se estaban quedando chicas frente al crecimiento de la organización. Sin embargo no fue posible; el dueño, un anciano viudo y sin hijos, no paraba de negarse sin importar la oferta económica o los ruegos de los interesados, mientras entre dientes y de manera casi imperceptible repetía una y otra vez que no podía vender la casa donde vivía su madre. Finalmente la firma terminó adquiriendo dos apartamentos en un edificio ubicado en la esquina de la misma calle; dónde instaló sus oficinas administrativas, dejando la gran casa para la actividad operativa.

Siempre que pasaba en frente de esa casa en ruinas, Leona, sentía que desde la segunda planta, más concretamente desde una habitación en el costado norte de la edificación coronada por una ventana manchada y custodiaba por una cortinilla de velo blanco, se ocultaba una mirada inquisidora. Un escrutinio inexplicable que al pasar por allí no la dejaba tranquila del todo. Leona algunas veces se había parado frente a dicha ventana como intentado adivinar en la oscuridad el contorno de un visitante inesperado, tal vez un vagabundo, pero jamás había visto nada. Sólo sentía esa inquietud, en ocasiones un escalofrío sobre la columna vertebral, como si una poderosa visión la atravesara, tal vez un susurro débil en el viento que hacía danzar las ramas de los árboles; que se hallaban en el parque que remataba el costado oriental de aquella calle ciega. Un par de veces Leona vio cómo se movía el velo vaporoso, pero lo atribuyó en ambas ocasiones al efecto del viento que podría colarse por el techo colapsado del costado opuesto de la antigua mansión. Ese día Leona se detuvo un instante mirando aquella ventana, pero casi inmediatamente recordó que iba tarde y retomó el sendero de los escasos metros que lo separaban de su lugar de trabajo.

Leona tuvo un día como cualquier otro; tuvo que volar para terminar un informe que debía enviar a Casa Matriz en la mañana. Luego entró a la habitual reunión de los lunes; una ceremonia gris y monótona dónde se explicaba los pormenores de la semana anterior. Después fue a almorzar con un par de compañeros de trabajo y en la tarde sin nada más que hacer se dedicó a organizar carpetas en su computador, archivar los documentos en sus respectivos folders y hablar con todo aquel que se pasase por la cafetería al final de la tarde.

Fue casi a la hora de salida que Leona tuvo una extraña y desagradable experiencia. Estaba hablando de los resultados de la última fecha del futbol colombiano con un apasionado interlocutor que era hincha del mismo equipo por el que Leona daba la vida, cuando sin previo aviso sintió una rara sensación de ingravidez. De pronto se percató como su cuerpo se dilataba y se estiraba, para después contraerse y colapsarse en sí mismo. Se quedó en silencio y buscó una silla para pasar sentada esa mala jugada de la mente. Su compañero de discusión futbolística se acercó a preguntar que le pasaba. Fue allí cuando sintió cierta dificultad para respirar, no era porque sus pulmones no pudiesen recolectar aire; sino porque no había aire para ella. Percibía que entraba por sus fosas nasales nada más que un vapor denso y tibio. Pidió ayuda a su amigo, que intentó abanicarla como podía con las copias de unos documentos que traía consigo y que acababa de imprimir. Pero Leona se sentía cada vez peor, no se sentía sobre la tierra, se creía en un mal sueño; siendo esto lo que la enfermaba realmente. Esa sensación de irrealidad, de surrealismo práctico que aterra a todo aquel que no está buscando un viaje psicodélico o una experiencia religiosa.

Andrés, su compañero, corrió a la recepción y pidió ayuda. Algo no andaba bien con Leona. Estaba sudando mucho, temblaba, balbuceaba simulacros de palabras y se había puesto muy pálida. Pronto regresó con refuerzos al lado de su amigo de futbol: vinieron en su rescate la señora del aseo y la recepcionista. Pero Leona ya se estaba recuperando. Había decidido concentrarse en su respiración, y dejado que los pensamientos vinieran y se fueran como había aprendido en algunas sesiones de meditación budista a las que había asistido. No quería llamar la atención con una tontería como esa. Los presentes la rodearon cuidando de no tapar con sus cuerpos las fuentes de aire fresco de la cafetería; Leona los tranquilizó con los ojos cerrados mientras terminaba de entrar en un estado de calma.

Después de unos minutos se levantó de la silla y subió a la tercera planta donde se encontraba su escritorio, no sin antes agradecer a sus compañeros por el interés en socorrerla. Andrés la siguió acompañándola de camino a su oficina, tenía miedo que se cayera en las escaleras si le volvía a dar la pálida. Mientras las dos mujeres hicieron un par de comentarios sobre lo que había sucedido y pronto se olvidaron de ello. El suceso no pasó a mayores.

Pronto llegó la hora de salida. Leona totalmente recuperada se despidió como siempre de todo el mundo; un ritual con presencia de una nutrida andanada de besos en la mejilla diciendo con firmeza el nombre de su interlocutor. Esa era su forma de despedirse. Quería volver pronto a casa, ver una película y dormir temprano. Se sentía cansada y pensó que tal vez ese pequeño “ataque de pánico” se debía a la falta de sueño.

Fue así que, deseándole un buen descanso a la señorita de la recepción, salió a la calle. La luz tenue de las cinco de la tarde iluminaba el parque a su izquierda. Lo percibió extrañamente vacío y silencioso. No vio los habituales niños jugando con sus madres, sus abuelos o sus nanas. Tampoco los perros recogiendo ramas cuando eran lanzadas por sus dueños o simplemente corriendo como unos verdaderos dementes. Ni siquiera escuchó el canto de los pájaros o el susurro del viento.

Sin embargo, no prestó atención a aquellas señales. Emprendió su camino rápidamente inmersa en sus pensamientos; estaba decidiendo que película vería y si la acompañaría con palomitas maíz con sabor a queso, lo que  implicaría una pequeña visita al supermercado porque ya no tenía existencias en casa. Totalmente imbuida en su cabeza, se acercaba a la enigmática casa en ruinas. Sin saber por qué, volvió a ver hacía la ventana misteriosa. Lo hizo porque sintió que alguien la observaba, una sensación tan patente como cuando alguien se quedaba mirándola en el transporte público o haciendo la fila de un banco.

Allí había alguien. Lo sabía, allí había alguien! Al comienzo no se sobresaltó, solo se quedó mirando a la mujer de cabello recogido en un rígido peinado de señora mayor. Tenía una bata blanca, pero lo extraño era que sus manos y rostro competían con la blancura de su ropa. Unos dedos huesudos sostenían la brecha que se hacía entre velo a modo de cortina y el borde del marco del rosetón, un espacio muerto por el que se veía esa inquietante figura a través de las manchas del vidrio de la ventana.

En un primer momento Leona pensó que se trataba de una anciana por el estilo maduro de las vestiduras, el  moño del pelo, el rictus del rostro y los labios apretados dibujando ciertas arrugas a la fuerza. Pero pronto se dio cuenta que se trataba de una mujer joven, con el pelo negro y el aire de señora de alta sociedad que ve con desdén al resto de la Creación. No obstante, lo que más le impactó fue su mirada; dura, vacía y de un severidad extrema. Leona emprendió la marcha, no quería ver más esos ojos austeros y oscuros como el ónix, pero después de dar varios pasos no pudo dejar de echar un vistazo hacia aquella ventana; la mujer seguía allí e inclinaba la cabeza de un modo no del todo natural para no perderla de vista.

Leona sintió un escalofrío que recorrió como un rayo todo su cuerpo. Decidió apurar el paso y cruzar la calle para caminar del lado del parque, no de las casas. Mientras lo hacía no podía quitar esa mirada de su mente, era como ver al Abismo directamente esperando a que cosas aterradoras emergieran de su interior. Echó un vistazo rápido hacía atrás intentado saber si la mujer todavía estaba allí, pero desde ese ángulo no se alcanzaba a ver la ventana.

Al mirar de nuevo hacia adelante, estuvo a punto de chocar con un hombre alto que estaba inmóvil en medio del sendero que bordeaba la arboleda. Automáticamente pidió excusas por su torpeza, pero más temprano que tarde se dio cuenta que algo raro pasaba allí también. Sin el menor pudor por escrutar directamente a un desconocido, se quedó mirando a aquel hombre; a esas alturas era mayor su estupor que su vergüenza. Se trataba de un personaje enorme, de unos cincuenta años, con manos gigantes y una nariz grande, roja y bulbosa; como la nariz de un payazo. Era calvo y se dejaba crecer el pelo de los costados de la cabeza, en un peinado hacía atrás lo que le confería todavía más un aspecto de bufón de circo al mejor estilo de Krusty el Payaso. Sin embargo, lo que era realmente perturbador era la expresión de su rostro; la mirada penetrante de unos pequeños ojos negros aderezaba una sonrisa sardónica que más que irónica se hacía macabra. El hombre estaba totalmente inmóvil, como si el tiempo se hubiese detenido y lo congelase en una mueca terrorífica mientras miraba algo en su Smartphone.

Leona se tuvo que obligar a reaccionar. Aquella persona, como una estatua sacada de un museo de cera, la hipnotizaba poderosamente. Era como una invitación a dejarse llevar y a compartir con él la aniquilación del tiempo como un último acto de sublevación. Pero algo en lo más profundo de Leona le señaló el peligro, algo le decía que se encontraba a un par de metros de la perdición. Liberada del embrujo, por un mero acto de voluntad, decidió apurar el paso nuevamente; rodeando a aquel extraño hombre. Salió del parque y llegó a la esquina de esa calle tan conocida pero que ese día le parecía extrañamente absurda.

En ese punto se encontraba la calle 100 que era posible cruzar caminando sólo unos diez metros hacia el occidente para ser atravesada sobre una cebra peatonal. El semáforo, que se hallaba tan cercano como el cruce que custodiaba, se encontraba en luz roja para los vehículos y luz verde para los transeúntes. Leona debía cruzar aquella avenida para escabullirse por entre los edificios del otro lado de aquella arteria vial y llegar a su casa.

No obstante, algo llamó poderosamente su atención. A tal vez un metro del paso para caminantes había varios vehículos detenidos. Los conductores y pasajeros de los carros se hallaban  inmóviles en diferentes posiciones, haciendo muecas dramáticas; grotescas. Una mujer al volante de un carro azul oscuro miraba lo que parecía ser un celular de última tecnología que tenía en su regazo. Su cara, que parecía de cera, se derretía de un costado. Describiendo una sonrisa de espanto mientras embelesada no despegaba los ojos de la pantalla de su teléfono móvil. Estaba como ida, mientras el vehículo parecía estar al rojo vivo.

En otro vehículo un hombre y una mujer estaban inmóviles como discutiendo, en medio de una disputa congelada en el tiempo. El hombre tenía una expresión de asesino, de demonio de la ira mientras una mano alzada al aire expresaba la vehemencia de sus argumentos. El hombre tenía un hoyo en la cabeza, como el que realiza la trayectoria de una bala que hubiese ingresado por la boca. Sobre la carrocería del automóvil, del lado del volante, un revolver brillaba bajo la luz de neón del semáforo. La mujer a su lado, hacía una mueca dramática de tristeza, con el maquillaje todo corrido y expresión lúgubre. Parecía una burla de sí misma; un espectro que evocaba el sufrimiento de todas las almas del mundo en pena, sin descanso. Tenía un agujero sangrante en el pecho, a la altura del corazón, y  su mirada sin esperanza se sometía a la del hombre colérico. Ambos se veían plastificados, demasiado lisos y brillantes para ser personas reales.

Más allá en un automóvil de alta gama una mujer se miraba en un espejo; vanidosa, codiciando para sí toda la belleza del mundo. Su rostro entronado por cierta malignidad arqueaba las cejas y esbozaba una sonrisa para su propio reflejo que no dejaba de recordar a un depredador que no es posible encontrar en los libros de zoología, sino en las insondables pesadillas de la Humanidad. Su cara era la menos parecida a la de un ser humano y la más similar a la de los santos de yeso, con ojos de vidrio incluidos, de las capillas católicas. De hecho todas esas personas parecían hechos de un elemento moldeable, efigies de horror que simulaban seres humanos. Era precisamente su parecido a un hombre o a una mujer, sin serlo, lo que los hacía más aterradores.

Entonces Leona percibió algo. Alrededor suyo no veía gente, la calle estaba prácticamente desierta y no bullía en la vida y el desorden capitalino de aquella hora de la tarde. Junto a ella, sentado en una pequeña banqueta hecha de concreto, se hallaba un hombre que sin avisar empezó a silbar una melodía dulzona de un bolero bastante popular. Su miraba sin alma, enmarcada en unas gafas de considerable grosor, se dirigía a la los vehículos en espera. Fue aquí donde el pánico se apoderó de Leona, le daba miedo que aquel hombre que parecía de mentiras volviera para mirarla a ella. Pero afortunadamente aquel hombrecillo bajito y regordete no quitaba su mirada de los autos, era como si nadie viera a Leona; como si fuera un fantasma en una realidad desconocida.

Leona que para entonces estaba ya como intoxicada de tanta irrealidad, se sentía aún peor que una hora antes. Sentía que flotaba y a la vez que algo la jalaba a la tierra con la intensión de tragarse su alma; de hacerla parte de los trofeos del Inframundo. Quiso volver atrás, buscar un poco de ayuda en aquel lugar donde se movía su vida en medio de reuniones, informes, charlas ligeras, evidentes preocupaciones, alegrías, frustraciones. Pero pronto recordó la mirada de la mujer en la casa abandonada. No quería pasar por su inspección otra vez. Sólo tenía una salida, debía llegar a su casa y rápido! Caminó con paso firme para cruzar por la cebra peatonal aprovechando la señal en verde, quería cruzar corriendo aquel obstáculo que la separaba de su lugar seguro, de su casa.

Pero un movimiento atrajo su atención con el rabillo del ojo. Una esquina más al occidente vio la figura de tres hombres. Estaban vestidos con una levita negra y con un sombrero presbiteriano que les hacía juego. Los tres la miraban fijamente de arriba abajo y comentaban maliciosos entre ellos. Sus rostros era un esqueleto apenas cubierto con piel como el de los enfermos a punto de morir, los ojos hundidos y vidriosos, el cabello cano y escaso, con la expresión refulgente como la del hierro al rojo vivo y con una sonrisa penetrante como cuchillo de carnicero. Era esa miraba enigmática, profunda, sobrenatural la que la invitaba a salir corriendo en la dirección opuesta. Uno de ellos le hizo una seña amable a Leona; pidiéndole que se acercara. Pero cada átomo de su ser le gritaba que huyera, que no se acercara porque entre esos hombres se encontraba la aniquilación; no sólo del cuerpo sino también del alma.

Siguiendo sus instintos, Leona corrió atravesando la avenida y se perdió tan rápido como pudo entre el bosque de ladrillos y cemento que constituye el paisaje de aquella zona de la ciudad. Después de un par de cuadras dejó de correr y empezó a caminar. Estaba extenuada, había corrido con una dificultad inusitada como si algo la empujara en dirección opuesta; hacía aquellos hombres bizarros que guardaban entre sus negras ropas a la Muerte misma. Sentía lo mismo que en uno que otro sueño en el que intentaba escapar, sin mayor éxito, de un peligro inminente. No obstante, esta vez lo había conseguido.

De repente reaccionó; si se trataba de un sueño? Intentó despertar como lo había hecho innumerables veces en medio de sus recurrentes pesadillas. Era sencillo: sólo se debía reconocer que se hallaba en un sueño, darse la orden de despertar, abrir los ojos, ir a la cocina medio dormida y coger algo dulce para comer y volver a la cama. Se dio la orden de despertar, pero no pasaba nada. Aquello era tan real como la realidad, pero era realmente ésta?

A pesar de los esfuerzos infructuosos para salir de la supuesta pesadilla o sueño, porque todavía no sabía bien de qué se trataba, se vio obligada a seguir caminando hacía su casa. No quería ser alcanzada por aquellos espectrales seres que le habían sonreído con una naturalidad pasmosa, como si la conocieran de antes. Un silencio total y desconocido le hacía compañía en el camino de retorno a su hogar, sólo escuchaba el sonido de su respiración entrecortada y de vez en cuando el ruido de sus zapatos mientras caminaba por alguna superficie pulida y dura.

Finalmente llegó a su casa. Cuando abrió la puerta un Leónidas igual de zalamero que siempre salió a su encuentro; aunque era un gato de gran tamaño, parecía un pequeño cachorro cuando veía a su amada Leona. Sin embargo, la humana no le hizo mucho caso. Entró a la cocina, se sirvió un vaso de agua y se sentó en la sala a ver por la ventana como oscurecía. Así estuvo más de una hora hasta que las últimas luces del crepúsculo de extinguieron y los focos artificiales iluminaron la calle. Lo extraño era que no veía a nadie pasar a pie, en carro o en bici. Lo cual no dejaba de perturbarlo, porque a esa hora siempre  había algo de movimiento. Mientras tanto Leónidas se había doblado sobre sí mismo y dormía plácido al lado de Leona.

Ésta decidió olvidarse de todo. Ver una película no bastaría en ese momento. Así que fue a la cocina limpió la arenera de Leónidas, le sirvió comida, buscó algo para sí en la nevera y se refugió en su cuarto. Se acostó en su cama mientras terminaba la cena y encendía el televisor. Una vez se puso en una posición cómoda, y Leónidas se acostó en su pecho, dejó de hacer zapping y se detuvo en su canal favorito. Entró en sintonía en una tanda de propagandas; miles de imágenes de colores fuertes, de sonidos espectaculares y personas sonrientes se arremolinaban una tras otra en su retina. Por algunos momentos logró sustraerse de sus revueltos pensamientos, pero pronto la fuerza del sobre estimulo le produjo unas extrañas nauseas. En efecto, era la primera vez que era consciente de algo que le sucedía cuando veía televisión; un mareo sedante se apoderaba de sus sentidos y la impresión de que amplias zonas de su cerebro se adormecían, produciendo un temporal coma cerebral.

Pero hoy había algo diferente, la carga de lo que veía y escuchaba la aplastaba contra la cama y de nuevo la sensación de un aire denso inundaba sus pulmones. Esto le obligó a quitarse de encima al gato y rápidamente hizo lo que siempre había hecho cuando lo que veía en pantalla la enfermaba; cambió de canal. Sin embargo, en todos los canales que pasaba observaba lo mismo;  una revolución de estímulos que pisoteaban la consciencia de sí misma y de la realidad. No obstante, Leona siguió zapeando hasta que se detuvo en un canal nacional en donde se ofrecía al público la copia de un formato de reality show norteamericano. Se trataba de un programa de imitación de cantantes famosos, hecho por quienes hasta hace unos meses eran anónimos músicos empíricos, juglares de  ducha o amenizadores de primeras comuniones.

Pero algo le parecía extraño de ese show; los jurados estaban inmóviles con esa mueca de sonrisa y esa posición postiza que había visto antes. Era la misma cara como hecha de cera que había visto en la calle unas horas antes. Mientras veían a los concursantes sacar con esfuerzo las notas musicales deseadas en tanto que bailaban al ritmo cadencioso de la respectiva pista musical. Por primera vez se preguntó a sí misma si estaría loca; y se sintió aún más extraviada en su propia irrealidad. De repente Leona se percató aterrorizada que también los concursantes del show empezaban a adquirir rasgos artificiales y rígidos mientras se movían como autómatas al compás de la música.

La avalancha de colores, sonidos, luces, ritmos, gestos exagerados y rictus cadavéricos le produjeron a Leona unas incontenibles nauseas. Apagó la TV con el control remoto y corrió a la tasa del baño donde devolvió con creces los exiguos alimentos que su cuerpo había recibido un rato antes. Leónidas sintiendo mal a Leona, se acercó a la enfermo mientras ésta prácticamente metía la cabeza en el inodoro, se restregó contra ella para decirle que la amaba y que estaba ahí para ella a pesar de dejar tanto que desear como su sirviente.

Habiendo terminado, Leona se sentó sobre el piso del baño mientras descargaba el agua y se limpiaba la boca con algo de papel higiénico. Luego se puso en pie, se lavó la boca y mientras volvía al cuarto escuchó un golpe atronador en la sala, como si algo muy pesado se hubiese caído. Leona se puso alerta; cogió el bate que guardaba debajo de su cama y sin dejar salir a Leónidas de la habitación, en un intento por protegerlo de lo que fuera que había ahí afuera, salió al pasillo todavía con un poco de mareo.

Llamó a Lauren y Abel pero no hubo respuesta. Antes de avanzar hacía el epicentro del estruendo revisó rápidamente las habitaciones de sus compañeros; no había nadie allí. Luego con sigilo y con el bate en alto camino los pasos aciagos que la separaban de la sala. Una vez en aquel lugar vio, gracias a las luces de la calle que se colaban por las persianas de aquella estancia, a un hombre sentado en sillón amarillo.

Leona miró con premura a su alrededor, buscando el origen del estruendo o un potencial compinche de aquel hombre. Pero no vio nada; solo estaban ella y aquel intruso. Leona interpeló al visitante, le preguntó quién era, que hacía allí, cómo había entrado, pero su interlocutor no hizo más que sonreírle de una manera tan aterradora que le heló la sangre. Aquel hombre se puso en pie y empezó a desplazarse lentamente hacía Leona, sin caminar; sólo flotando. Su cuerpo definido hasta la cintura remataba en una sombra negra con la forma de unas piernas sin pies que se bamboleaban en el aire sin tocar el suelo. Leona estaba petrificada, no daba crédito a lo que veían sus ojos, aquel ser se acercaba a ella y ella no podía hacer nada, había perdido el movimiento de todo su cuerpo, un terror arcano y profundo hizo presa de su humanidad.

De repente, cuando vio el rostro maligno del hombre a unos centímetros del suyo, escuchó los maullidos y bufidos de Leónidas que rasguñaba la puerta de su habitación. Esta intromisión en el encanto hipnótico de lo desconocido; le permitió gritar agresivamente y lanzar un batazo hacía la cabeza de lo que fuera que tenía delante. Sin embargo, el bate no hizo más rasgar el aire atravesando a aquel ser, que en respuesta la tomó por el cuello y la lanzó hacía atrás. Esas manos heladas y el peso de ese cuerpo sobre su pecho le hicieron entender lo imposible; un ser etéreo que sin embargo puede producir asfixia sobre un ser físico, sobre ella. De golpe todo se puso oscuro, porque sobre ella estaba una oscuridad que no era física, habitual, material, era una oscuridad que no se puede describir con palabras. Sentía como unas fuertes manos se cernían sobre su cuello y como una risa maligna retumbaba en sus oídos. Allí estaba ella, tumbada, sin poder siquiera defenderse de lo que fuera que estaba encima suyo.

Leónidas estaba detrás de la puerta como una fiera acorralada intentado defender a sus cachorros; bufaba, chillaba, maullaba, gruñía, rascaba la puerta, la golpeaba con sus patitas delanteras en rítmicas andanadas; como intentando romperla. De repente, algo o alguien abrió la puerta de la habitación y el gato negro salió al pasillo tan rápido como pudo; como una animal salvaje, como un combatiente avezado que conoce muy bien a su enemigo. Al llegar junto al cuerpo afásico de Leona se enfrentó a aquel espectro mostrando toda la ferocidad de una bestia herida, con la cola despelucada y las orejas abajo, mostrando los dientes y amenazando con amagues de ataque a ese ser medio materializado que atacaba a su humana; en efecto se trataba de una pequeña pantera tan oscura como la noche y tan valiente como cualquier felino.

Aquel ser no pudo hacer otra cosa más que retroceder frente al animal. El peso se fue del pecho de Leona y aquellas manos malditas soltaron su cuello. Leónidas había obligado a huir a aquel fantasma o lo que fuera. Ella poco a poco incorporó aire y con algo de dificultad se sentó sobre el duro suelo de madera. Miró a su alrededor y vio como Leónidas seguía ahuyentando algo invisible que se hallaba en el sillón amarillo. Leona intentaba calmarse, respirar profundo, no temblar, no llorar de terror y de alegría, ser fuerte e intentar racionalizar lo vivido. Pero pronto se dio cuenta que aquello no tenía ninguna explicación racional; simplemente había sucedido algo que ella desconocía, hasta ese momento.

De un momento a otro, el gato dejó de mostrarse hostil contra lo invisible y se acercó a la mujer. Se restregó contra su cuerpo varias veces ronroneando y lamió con amor sus manos trémulas. Leona lo tomó entre sus brazos y se puso de pie. Un sonido metálico la hizo estremecerse; era la cerradura de la puerta de entrada y unas llaves tratando de abrirla. Lauren había llegado a casa después de un día extenuante. Quería darse un baño caliente y comer algo de queso acompañado de un buen vino. Al ver en la sala a Leona con Leónidas en brazos y con cara de acontecimiento, se acercó, le preguntó cómo estaba mientras acariciaba el cuello del gato que no dejaba de ronronear. Leona le dijo que no se encontraba bien, que había tenido un día difícil.

Lauren rozó la piel de su amiga y la sintió acalorado. La tocó de nuevo esta vez con más detenimiento y de dio cuenta que estaba, de hecho, muy caliente. Le dijo a Leona que le preocupaba su temperatura y pasados cinco minutos tenía a su room mate en cama mientras llamaba al servicio de médico a domicilio que tenía ella. Efectivamente el doctor encontró a Leona presa de una fiebre de 40 °C y le ordenó algunas medicinas que Abel fue a comprar a la farmacia más cercana. La mujer se sentía tranquila, sus amigos se harían cargo de ella mientras estuviese mal y Leónidas la protegería de aquello que Lauren y Abel no podían percibir. De eso estaba segura.

Leona estuvo dos días en cama, durmiendo la mayor parte del tiempo, comiendo caldito de pollo y recibiendo los cuidados que le prodigaban, por turnos, sus amigos. En esas horas de sueño profundo voló hacia una casa abandonada y oscura, en la que entraba y encontraba multitud de espíritus de fallecidos; de ánimas con las que hablaba distendidamente y compartía comentarios e impresiones como con viejos amigos. También tuvo un sueño en el que se hallaba sobre la superficie de un planeta sin atmosfera, desde la que se veía la inmensidad del espacio y en donde había un número desconocido de personas no encarnadas, de muchas especies inteligentes diferentes. Todos  esperando su tiempo para volver a tener un cuerpo físico en cualquier planeta habitado por vida inteligente de este cuadrante del Universo.

Una vez se recuperó, Leona volvió al trabajo cruzando el frente de aquella casa abandonada. Siempre miraba con aprensión esa ventana, pero siempre pasaba lo mismo; ósea, no pasaba nada. Aunque la certeza de que alguien miraba más allá de las ligeras y raídas cortinas la acompañaba siempre que miraba aquel cristal manchado. Tampoco volvió a tener esas visiones de extraños remedos humanos inmóviles en el tiempo, ni siquiera ese gordito bajito que silbaba de manera macabra una melodía que en otro contexto no podía resultar menos que romántica. Tampoco volvió a ver a los hombres vestidos de negro a la antigua usanza y con la muerte en su rostro.

Leona perdió el interés por  la televisión; desde aquella ocasión no le apetecía tanto. Se concentraba solamente en aquellos shows que realmente le interesaban y que le dejaban cierto material para pensar y discernir críticamente lo que había visto. Ya no le interesaban los programas absorbentes, hipnóticos y carentes de todo contenido. En su lugar empezó poco a poco a leer más y a volar con las alas de papel que un libro puede ofrecer. Cosa que encontró muy placentera.

Como es de suponer, el mismo día en el que se sintió un poco mejor contrató una pequeña camioneta para que se llevara aquel sillón amarillo, sus amigos nunca entendieron el por qué de esa anecdótica decisión pero como le pertenecía a Leona no dijeron nada. Antes de que se lo llevaran tomó un cuchillo y rompió con grandes cortes el mueble para que no fuera reutilizado pidiéndole insistentemente al transportista que lo tirara en el basurero de la ciudad y que no hiciese otra cosa con él.

Desde entonces, no volvió a haber más ruidos extraños en mitad de noche, ni interruptores juguetones o presencias no deseadas en casa; todo se fue con el sofá. A partir de ese día, la única muestra de “psicosis felina” que continuó manifestando Leónidas fue la de creerse un perro; porque no dejó de perseguirse la cola. Leona nunca confesó estos extraños eventos a nadie, aunque si los puso por escrito como un testimonio, para sí misma, de que a veces la vida nos da un pequeño recorrido por realidades alternas, nos pasea por delgadas líneas divisorias y nos permite entrever caminos misteriosos.

  Cuento escrito por David Turriago


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