Un portazo en la segunda planta.
Anselmo pensó que había entrado alguien a la edificación. Dónde estaba
Calvache? Deslizó sus dedos rápidamente al cinto y liberó el intercomunicador,
se lo acercó a la boca y la llamó por radio. Ella, que estaba haciendo una
ronda fuera de la construcción, le respondió enseguida; no había escuchado nada
anormal. Al minuto, Martha Calvache, había llegado a la posición de Rodríguez
en el cuarto de control. Tenía el pelo largo y castaño; recogido en una
perfecta cebolla. Se hallaba enfundada en una chaqueta de dotación que le
quedaba grande, porque era para hombre.
Calvache le preguntó a Rodríguez
por el motivo de su llamado. Un portazo, había sido un portazo muy sonoro en la
segunda planta. El hombre le dijo a su compañera que esperara allí; él iría a
ver qué había pasado. Estarían en contacto por el radio comunicador. Anselmo,
el nombre pila del aquel vigilante, tomó en sus manos el bastón policial con el
que estaba armado, agarró una linterna y subió las escaleras hacía el segundo
piso.
Una vez allí revisó todas las
puertas. No lograba identificar de dónde provenía el golpe que había escuchado. Subió a la tercera planta y nada.
No vio a nadie, no vio nada fuera de lugar. Cuál habría podido ser el motivo de
ese estruendo? Lo había escuchado realmente? Caminó despacio por el pasillo,
con la linterna apagada; la luz de la luna llena impregnaba el corredor
iluminándolo todo con su luz fría y sobrenatural. Él ya se disponía a bajar al
cuarto de control cuando escuchó un susurro. Un sonido tenue, bajo, como si no
quisiese ser escuchado. Anselmo afinó el oído y oyó su nombre. Una mujer lo
llamaba con voz disonante y entrecortada; como si le hiciera falta el aire. Era
una voz temblorosa, suplicante, expuesta.
Cada uno de los vellos del cuerpo
de Rodríguez se pusieron de punta. El hombre había quedado petrificado.
Vulnerable a la oscuridad, al vacío, a la inescrutable llamada del más allá.
Era claro, alguien lo llamaba a intervalos regulares y ahogados. Un ruego en
medio de la noche. Anselmo reaccionó. Miró para atrás rápidamente, prendió su
linterna y no vio nada. Aquella llamada de auxilio había cesado. El vigilante
no entendía. Pero no era hora de entender; un afán incontrolable le obligó a
huir. Algo malo estaba sucediendo y él debía alejarse de aquello cuanto antes.
Al darse la vuelta para bajar por
el pasillo, percibió cierto cambio en los patrones de la luz de la luna al
inicio del corredor que se conectaba con las escaleras. Alumbró esa zona con la
luz de su lámpara halógena y nada; no se hacía más claro el acceso a las
escaleras. De repente percibió algo que antes no había logrado entender. Junto
al acceso había alguien. Una sombra negra. Una bruma oscura con forma humana se
hallaba detenida en el sitio exacto en que comenzaba del pasillo, como
mirándolo.
Anselmo gritó. Exigió saber quién
andaba ahí. Cómo había entrado y por qué estaba allí. Pero la sombra no se
movía, solo esperaba. Al principio Rodríguez pensó que se trataba de alguien
que había irrumpido en el edificio. Creía que esa forma en las tinieblas, era alguien
que por un efecto de luz se veía de esa manera. Pero pronto se dio cuenta que
no era una persona. Era simplemente algo etéreo, sin masa. No tenía rostro, no
tocaba el piso con los pies.
De súbito sonó el radio
intercomunicador. Calvache quería saber que le había pasado a su compañero. Por
qué había gritado. Rodríguez no pudo hacer nada, no se daba siquiera cuenta que
el aparato en su cinto estaba a punto de reventar de tanto sonar. Sólo podía
enfocarse en esa sombra que le parecía la propia muerte. Sin previo aviso, ese
ser tenebroso se abalanzó sobre él; Anselmo sólo logró taparse la cara.
Esperaba caer fulminado. Ser poseído por aquel extraño ser. Pero no pasó nada.
El hombre abrió los ojos incrédulo. El pasillo de nuevo tenía la iluminación
apropiada para esa posición de la luna llena. Sin mirar atrás, Anselmo salió
despedido hacía la planta baja. Corría por las escaleras sin pensar en nada más
que en el miedo. Milagrosamente no se echó a rodar por esas largas y oscuras
escalinatas.
En la escalera que conectaba la
primera y segunda planta se tropezó con Calvache. La mujer lo vio pálido,
absorto en un miedo que refulgía en sus ojos. Rígido, tensionado y
aparentemente ciego porque casi se la lleva por delante. Ella lo tomó del brazo
izquierdo y lo llamó con un grito seco y contundente. El hombre volvió en sí.
Temblaba, se sacudía sin control. Parecía como si hubiese visto al mismo
diablo.
Calvache lo llevó al cuarto de
control. Lo sentó en una silla y le sirvió algo de agua. Después de unos
instantes el hombre se calmó un poco. Le relató inmediatamente todo lo que
había experimentado en los pisos superiores del edificio. Ella lo escuchó con
paciencia, como siempre. A ella también le había pasado algo raro. Cuándo el
salió le apagaron el radio. Ella había puesto su emisora favorita, Tropicana,
unas horas antes. Y de repente, algo le apagó el radio. Lo revisó bien. No
había sido ella y lo único que se había apagado era el condenado aparato. Pero
prefirió no decirle nada a Rodríguez, estaba muy choqueado con lo que había
visto.
Mientras Rodríguez se hundía en un
mutismo profundo. Ella revisó la hora. Eran las 3:11 a.m. Lo anotó en la
minuta; la bitácora de trabajo. Escribió los hechos de una manera un poco
distinta. Simplemente puso en el papel que Rodríguez había subido a la segunda
planta por un ruido extraño y que después de una revisión completa, no había
encontrado nada. Explicó todo como sonidos propios edificio. No obstante, cerró
con llave la puerta del cuarto de control. Finalmente era el único habitado en
todo el edificio; la construcción estaba completamente vacía. Se trataba de una
antigua planta de producción en medio de la antigua zona industrial. Había sido
abandonada porque la Alcaldía de Bogotá había obligado a todas las industrias
en el interior del casco urbano a salir a las afueras. Ellos sólo cuidaban un
edificio vacío; básicamente para que no fuera tomado por indigentes antes de
que fuera demolido para construir en esos terrenos, que antes fueron fábricas,
enormes parques públicos y modernas instalaciones de la burocracia local.
Pasaron los días y no hubo más sobresaltos.
Ni Calvache ni Rodríguez dijeron algo de lo sucedido a alguien de la empresa de
vigilancia, a sus amigos o a sus familiares. Tampoco volvieron a comentar nada
entre ellos. Simplemente hicieron como si nada hubiese pasado. Todo siguió
tranquilo hasta un día, pocas semanas después.
Ambos estaban en el cuarto de
mando. La radio, que era su compañía y pretexto para no dormir toda la noche,
estaba sintonizada en Tropicana la emisora predilecta de Calvache. Martha
dormía protegida por su enorme chaqueta y con la cabeza forrada en una bufanda
y un gorro de lana. Rodríguez, que estaba despierto, intentaba llenar el
crucigrama del periódico del día anterior. Eran las 3:05 a.m.
El hombre dio un brinco en su
silla. Había escuchado, por encima de la música que sonaba en el radio, un
grito. Era un grito de mujer. Un lamento desgarrador, punzante, desesperado.
Rodríguez volvió para mirar Calvache; la mujer dormía con la cabeza descolgada
del lado izquierdo y si no fuera por la bufanda con la boca bien abierta.
Anselmo la despertó de un toque en el hombre. La mujer balbuceó algo con
relación a su sueño y abrió los ojos sobresaltada. Él le preguntó si había
escuchado algo; ella negó con la cabeza, sorprendida. Rodríguez la puso al
tanto y decidieron salir juntos.
Al llegar a la segunda planta, cada
uno con su bastón de vigilancia y una linterna en mano, decidieron separarse
para cubrir el perímetro más rápidamente y sorprender a quién hubiese entrado.
Eso sí, comunicarían cualquier novedad por el radio comunicador.
Anselmo subió cauteloso al tercer
piso. La linterna por delante, abriendo brecha en medio de las carnes de la
oscuridad. Caminó por el pasillo y revisó metódicamente cada puerta; no había
nada irregular, pero había una puerta entreabierta. Era la última del corredor,
la del lado izquierdo. Rodríguez movió la puerta lentamente, esperando que
cualquier cosa le saltara encima. Pero nada. Todo en calma, todo en silencio. El
hombre entró sin apenas mover la puerta, que volvió a quedar entrecerrada.
El estruendo casi metálico del
comunicador lo sobresaltó. Era Calvache. No había encontrado nada raro en el
segundo piso. El hombre le dijo que terminaría de revisar esa estancia y bajaría.
La comunicación concluyó, con que se verían cuanto antes en el cuarto de mando.
Rodríguez revisó el fondo de la habitación con la linterna. Estaba totalmente
vacía. Pero había algo que se reflejaba con la luz de los focos del exterior.
Había algo perceptible en la ventana. Era el contorno de una mano marcada con
sangre sobre el cristal. La sangre de Anselmo se heló.
Temblando tomó el intercomunicador
y le pidió a Calvache que subiera, que tenía que mostrarle algo. La puerta del
espacio donde estaba rechinó suavemente. El hombre se dio vuelta para ver hacia
el portal de aquellas cuatro paredes y vio una sombra. Era la forma de un
hombre, más bajo que el que había visto semanas antes, como encorvado. Era claro
que con una mano se agarraba al dintel de la puerta, mientras la se perdía en
el tronco de lo que fuera aquella cosa.
Petrificado, Anselmo vio como salía
aquella sombra de la estancia. Quedó bloqueado, inmóvil, inútil. Después de
algunos segundos oyó pisadas. Alguien se aproximaba con paso firme. La puerta
se abrió con contundencia y aquel hombre horrorizado salto en su lugar. Era
Calvache, que encontraba a su compañero pálido y con cara de loco al fondo de
la habitación. Lo primero que le preguntó
él, fue si había visto a alguien en el pasillo. Ella contestó negativamente.
Anselmo se dio la vuelta e iluminó la ventana para mostrarle la marca de una
mano ensangrentada. Pero no había nada! Él la había visto, estaba seguro!
Martha Calvache al ver a su colega
en un estado total de estupor. Se acercó a él y firmemente lo tomó de los
hombros; lo miró a los ojos. Le pidió que se calmara y que bajaran al cuarto de
mando. Una vez allí Anselmo lo soltó todo. Estaba realmente asustado. No quería
seguir trabajando en ese lugar. En silencio su compañera estaba empezando a
dudar de la salud mental de Anselmo Rodríguez.
Al llegar esa mañana a casa,
Anselmo se encontró con su hija. Era una chica inteligente que hacía una
carrera como veterinaria en la Universidad Nacional. El hombre estaba tan
perturbado que tenía que contar todo lo sucedido a alguien y esa persona fue su
hija. Pero al contrario de lo que Rodríguez asumía, Ester, no lo tachó de loco
o asumió que se tratara sólo de las ideaciones de una mente fatigada. Ella le
creyó. Y se propuso saber que había pasado en aquel lugar para que su padre
tuviera esas visiones.
Entre tanto Anselmo, solicitó a la
compañía de vigilancia el cambio de sitio de labores. Sus peticiones fueron
escuchadas y en menos de una semana se halló custodiando la portería de un
edificio de apartamentos en el barrio La Castellana. Rodríguez se sintió
aliviado por el cambio, aunque le pesó un poco separarse de su compañera; de
dejarla sola ante eventos inexplicables.
Pasadas un par de semanas, Ester le
comentó a su padre que a pesar de sus esfuerzos investigativos, en la
hemeroteca de la universidad y en la propia Biblioteca Luis Ángel Arango, no
había encontrado más que una nota corta en un periódico local en el que se
anunciaba que esa planta sufrió un incendio parcial el 2 de mayo de 1973.
Causando un total de 7 heridos y un fallecimiento. Parecía que la conflagración
se había desencadena por un corto circuito en una máquina; aunque los dueños de
la empresa señalaban que hubiera podido ser un atentado efectuado por los
trabajadores un día después del Día del Trabajo. Pero las pesquisas oficiales habían
determinado que se había tratado de un accidente. Con pesar Ester entregó esa
información a su padre; quién la aceptó de buena gana. Quería dejar cerrado el
asunto.
Pero antes llamó por teléfono a
Calvache, para contarle lo que había encontrado su hija y para preguntarle cómo
estaba y si había pasado algo más en su ausencia. La mujer le respondió
negativamente y sin hacer más comentarios le dio las gracias por la
información. Para ella no tenía la menor importancia.
Cinco días después el dueño de la
compañía llamó a Rodríguez al celular. Le pidió un favor; que se doblara esa
noche y acompañara a su antigua compañera, Martha Calvache, en la custodia de
la fábrica abandonada. A Anselmo no le hizo mucha gracia, pero aceptó sin
dudar. No podía negarse a esa petición.
Esa noche fue una noche como
cualquiera; callada, fría, de luz difusa. Pero de pronto, a las 2:57 a.m. se
escuchó un portazo en el segundo piso. Anselmo y Martha que estaban conversando
sobre cualquier cosa se quedaron en silencio, mirándose, incrédulos. Debían ir
a ver y después de unos instantes de indecisión salieron juntos del cuarto de
control. Pero no antes que Calvache apagara la radio, para que no fueran a
confundir la música con cualquier otra cosa.
Los dos subieron las escaleras
lentamente, alumbrando el camino con las linternas. Decidieron, como la última
vez, que ella revisaría la segunda planta y él la tercera. Treinta segundos
después de haberse dividido los pisos, Calvache entró a una estancia con la
puerta medio abierta. Al cruzar el umbral, alguien la tomó con fuerza y le puso
una mano en la boca. Ella no pudo hacer nada, la habían tomado por sorpresa. A
la orden del hombre que la tenía en su poder, deslizó el bolillo y la linterna
al suelo; haciendo el menor ruido posible. El olor de la piel, la firmeza de la
mano, la voz que susurraba en su oído; todo era conocido. Era Javier, su
exmarido.
Martha Calvache se había separado
de su pareja, de más seis años de relación. Lo había hecho motivada en su
seguridad. Javier era un tipo violento y celoso. Además, solía perderse en
borracheras que siempre terminaban mal. Ella lo amaba, pero había tenido
suficiente. Frente a este inesperado rechazo él había jurado vengarse por
haberlo dejado solo; a él que tanto la amaba.
Pues allí estaba de nuevo en sus
brazos, pero esta vez de un modo muy diferente. Martha sabía que Javier era capaz
de cualquier cosa. El hombre le susurró al oído que la mataría, pero que antes
se encargaría del sapo con el que trabajaba. En un instante le llenó los oídos
de palabras horribles y humillantes; y ella en un arrebato de dignidad le
mordió la mano con una furia asesina. Javier, un tipo que cuando estaba en
papel de victimario era muy controlado no gritó. Él no apartó bruscamente la
mano. Con fuerza le dio la vuelta a Martha y le puso un puño salvaje en medio
de la cara, rompiéndole la nariz y dejándola inconsciente. Agarró el cuerpo de
la mujer en el aire y lo depositó en el suelo suavemente para no hacer ruido.
Ahora iría por Rodríguez que estaba el piso de arriba.
Anselmo entró a la última
habitación del pasillo a la izquierda, aquella estancia donde había visto una
mano ensangrentada en el cristal semanas atrás. Chequeó con cuidado el recinto,
no vio nada fuera de lo normal. Decidió llamar por radio a Calvache, decirle
que ya había terminado. Sin embargo, no hubo respuesta. Rodríguez pensó que
estaba descompuesto y mientras intentaba mirar qué andaba mal con el aparato
bajó la guardia. Ni siquiera se dio cuenta cuando Javier entró sigiloso a aquel
lugar.
Se dio la vuelta y vio un bulto
enorme, luego recibió una puñalada en el estómago. Después otra y otra. No
sabía que pasaba, ni siquiera le dolía. Sólo no entendía. De repente, las
fuerzas lo abandonaron. Se desvaneció como el humo en el viento. Su cuerpo se
escurrió sobre la humanidad de Javier y cayó al piso. El agresor había
alcanzado su cometido. Dejó aquel lugar y fue por su verdadera presa; por
Martha. El teléfono fijo, el que estaba en la sala de control, sonó de
improviso y eso llamó la atención de Javier. Que descendió a la primera planta
para desconectar el aparato.
Entre tanto, Martha abrió los ojos
lentamente, le dolía a muerte la cabeza y le costaba respirar con la nariz
fracturada e hinchada. Se levantó como pudo y salió al pasillo. Bajó el primer
escalón que la llevaría al primer piso, pero oyó alguien en la sala de mandos.
Sin duda era Javier. No podía bajar! En ese caso iría a buscar a Anselmo. Medio
mareada, pero sigilosa subió las escalas. Caminó en el pasillo llamando con
susurros a Anselmo, no quería ser descubierta. Lo llamó una y otra vez con una
voz ronca y desesperada. Febril y temblorosa.
Sus oídos se afinaron; alguien
subía las escaleras. Se apresuró a esconderse en la estancia del final del
pasillo, del lado derecho. Se ocultó justo detrás del dintel de la puerta,
esperando no ser descubierta por su atacante. Por su parte, Javier se detuvo en
el inicio del pasillo, con todo y lo enorme que era. Se quedó allí, inmóvil,
con el cuchillo en una mano y el bastón de Calvache en la otra. Quería cazar a
su presa, la quería detectar con sus oídos.
Martha miró hacia la otra
habitación. En el fondo de la estancia y con la luz de los focos exteriores,
que establecían un confuso juego de luz y de sombra, vio el cuerpo inerte de
Anselmo. Lo había matado! La mujer empezó a temblar incontroladamente y se puso
las manos en la boca para no gritar. Un sollozo incontestable se apoderó de su
cuerpo. Estaba frita! Pasaron varios instantes y Javier escuchó un lloro suave
y temeroso; la había encontrado!
Se dirigió con el cuchillo en alto
y profiriendo mil improperios hacia la mujer que era el sol de su vida, su
única razón para vivir. Martha no soportó más y empezó a gritar con todas sus
fuerzas. No había escapatoria, ya todo estaba perdido. El hombre se abalanzó
sobre ella, escondida en la penumbra, y le propinó decenas de cuchilladas en
todo su cuerpo. Si no era para él, no sería para nadie.
Los gritos hicieron volver en sí a
Anselmo. Tan revuelto como estaba, por instinto, se mandó la mano al vientre.
Había sangre, pero no mucha. Un zumbido atrapaba sus oídos y se sentía un poco
mareado. Se intentó poner en pie, pero la panza le dolía. Así que tuvo que
apoyarse en la pared. Después, sin darse cuenta puso su mano ensangrentada
sobre el cristal de la ventana. Pero sólo cuando retiró la mano, y gracias a
las luces del exterior, vio la huella. De inmediato recordó lo que había visto
unas semanas antes. Como en una película, a la velocidad del pensamiento, ató
cabos. Todo lo que había visto no era algo del más allá. Parecía que de algún
modo había percibido el futuro!
Como poseído por una fuerza ajena a
sí, se dio la vuelta y caminó hasta la puerta de la estancia. Allí abrió un
poco el portal. Una punzada le recorrió el vientre, se puso la mano sobre esa
parte del cuerpo y con la otra mano se agarró del dintel. Debía salir de allí,
debía salvar a Martha. Salió al pasillo y de la penumbra, de la tiniebla un
endemoniado Javier se lanzó sobre él; tirándolo de nuevo al suelo. El agresor
se puso sobre él y con el bolillo, que el amor de su vida había dejado en el
piso de abajo, intentó asfixiar a aquel molesto testigo. Anselmo se supo
dominado y a merced de aquel hombre, pero jugó una última carta.
Haciendo un esfuerzo para bloquear
el dolor y la asfixia, empujó sus dedos gordos en los ojos de Javier. Con toda
la fuerza de un hombre al borde de la muerte, espoleó esos globos oculares y lo
hizo cada vez más fuerte. El asesino no soportó tan inesperado dolor y se lanzó
a un lado de su víctima; en un intento de escapar de sus dedos. Anselmo inspiró
groseramente todo el aire que pudo. Una vez liberado de aquel abrazo de muerte,
y sin sentir dolor alguno, se sentó y buscó con temblorosas manos el garrote.
Lo tomó firmemente, apoyándose en la escasa luz que entrada por las ventanas y
en la ausencia absoluta de dolor. Giró sobre sí quedando muy cerca de Javier,
que posaba sus pesadas manos sobre sus ojos. Con un golpe seco, certero y
preciso Rodríguez aporreó la sien izquierda de su atacante, dejándolo fuera de
combate.
Anselmo herido y sangrante, porque el forcejeo había producido una
hemorragia en las heridas, se movió hasta donde estaba Martha. Estaba muerta!
Había llegado demasiado tarde!. Pero el hombre no perdió la calma y buscó el
celular en la chaqueta empapada en su líquido vital. Hizo una llamada de
emergencia y cuando hubo terminado se dejó llevar por la gravedad,
desplomándose en el suelo. Allí lloró amargamente por la muerte de su colega y
por lo vulnerable e impotente que se sentía.
Una hemorragia cerebral había
dejado a Javier en un coma profundo. De todos modos, si se despertaba pasaría
una larga temporada en la cárcel. Martha Lucía Calvache Zipacón fue agasajada
en la muerte como una heroína, le dieron todos los honores. Anselmo permaneció
tres semanas en la clínica, recuperándose de las heridas y de la peritonitis que los cortes en
los intestinos le habían provocado. Después de un par de meses de recuperación
volvió a su trabajo; finalmente era lo único que sabía hacer. Pero en cada
turno recordaba a aquella joven y buena mujer que no había podido salvar
aquella noche.
Todo siguió de manera natural desde
entonces. Hasta un día cualquiera, que llegó a casa en la noche, después de una
jornada de 12 horas de trabajo. Pasó la noche en familia y se acostó a la hora
habitua; pero no podía dormir. A eso de las 11:40 p.m. se puso en pie y fue a
la cocina. Una vez allí, y mientras se servía un vaso con leche fría, escuchó
sonidos extraños en el patio. Salió apurado y quedó de una sola pieza por lo
que vio: dos sombras que saltaban la tapia desde la casa vecina. Aunque no se
podían adivinar unos rostros, ambas se quedaban inmóviles frente a aquel
hombre. Como evaluando a su presa...