Placer. No del tipo que nos
produce un orgasmo o una rica comida. Una sensación más sutil, inconsciente,
atrapante, ponzoñosa. Tiene estas características porque hace parte de la
Sombra, concretamente de la sombra social. En específico de ese aspecto
hipócrita que se identifica por ser un conjunto de acciones, dichos o
pensamientos que son popularmente ‘’mal vistos’’ pero que la mayoría práctica
en la soledad de su consciencia, y que por tanto es pasado por el escrutinio
general de complicidad y silenciosa aceptación.
Ver el sufrimiento, la angustia,
al muerte de otro ser – humano o animal – es un tonificante extremadamente
poderoso para nuestra naturaleza depredadora. Si somos sinceros encontraremos
que nos gusta observar como una pareja se pelea en la calle, que nos invade una
morbosa curiosidad al ver a alguien con alguna deformidad en el transporte
público o que nos atrapa la situación en sí y los detalles de un accidente de tránsito;
más aún cuando hay algún muerto de por medio.
Es por experimentar esa descarga de
energía que nos gusta saber con morbo cruel que pasó en Auschwitz o cuantos son
los niños muertos en el último conflicto Israel-Gaza. Por esa razón consumimos información
amarillistas donde vemos fotos, vídeos, desgarradores testimonios de infantes
destrozados por la guerra en algún lugar remoto del planeta. Lo curioso es que
no se nos ocurre hacer nada, en lo más mínimo, por aquellos seres humanos que
sufren.
A causa de ese afán de
alimentarnos de dolor ajeno amamos las ‘’noticias’’ de padres que asesinan a
sus hijos y que luego se suicidan, de maridos coléricos asestando treinta puñaladas
a su mujer o de la última tragedia de un bus escolar en llamas dejando
veinticinco pequeños calcinados. En función de esta adicción adoramos TV shows
de delincuentes, asesinos en serie, crímenes pasionales o programas de infieles
puestos al descubierto ante millones de personas.
Nos deleitamos secretamente en
los detalles de crueldad descarnada, de la sofisticada ejecución de una
venganza de sábanas, de la humillación de alguien sin pantalones capturado en
flagrancia teniendo sexo con alguien con quien, gracias a sus compromisos previos,
no debía. Es tanta nuestra dependencia del dolor del otro que hemos llegado a
poner al nivel de rock stars (entiéndase como un semidios moderno) a los
asesinos en serie más atroces, aquellos que han cometido los crímenes más despiadados;
en especial si son del mundo anglosajón. El culto a estas figuras que se vive
allí no tiene comparación en el globo.
De hecho, el bullying es el nombre
nuevo de una práctica tan antigua como el ser humano: abusar de otros, para con
su dolor producir en nosotros placer. Yo hice bullying y me hicieron bullying.
Cuando uno es la victima una sensación de indefensión y apocamiento – de sentirse
miserable – se acentúa. Por el contrario, cuando uno es el ejecutor un
sentimiento de poder, invulnerabilidad y por supuesto placer embarga todo el
ser. Ver las lágrimas de una madre lanzándome improperios y súplicas por igual
para que dejara a su hijo, para que ‘’no destruyera su vida’’ me llenaban de
una indescriptible sensación de satisfacción.
Del mismo modo, oír lamentos de
los presos iraquíes torturados y ejecutados en medio de la guerra, de las familias de las niñas nigerianas
secuestradas o de los relativos de las víctimas de los aviones siniestrados de
Malaysia Airlines nos produce un placer sutil, indefinible. Lo llamativo no es
que sintamos eso, sino que lo disfracemos de compasión!. Igualmente, por esta
razón solemos ver accidentes dramáticos en las calles de nuestras ciudades o
inmiscuirnos en los problemas difíciles, vergonzantes o dolorosos de los demás –
a veces de nuestros propios amigos o
familiares – para que cubiertos bajo el manto del interés y la preocupación nos
sintamos mejor, más seguros de nosotros mismos, más en control de nuestra
propia vida al no tener que vivir dichas dificultades.
Obviamente este placer es placer
porque no lo experimentamos sobre nuestra carne o sobre los huesos de nuestros
más cercanos allegados. De este modo, la televisión o Internet son ideales para
nutrirnos de dolor y muerte desde una distancia prudencial y segura. Nada mejor
que ver tragedias horrorosas, situaciones precarias, lágrimas vibrantes desde
la comodidad de nuestro abullonado sillón! En última instancia, el ser humano
es un vampiro, un caníbal que se sacia, que crece, que disfruta del
sufrimiento, del drama, de la muerte, de la tragedia, de la humillación, del
ridículo de otro ser humano o en muchos casos animal.
Pero aquí no se trata de censurar
una tendencia y una conducta inherente a nuestra naturaleza. No se debe ver
este hecho con los lentes de una moralidad deforme, enfocada exclusivamente en
los aspectos luminosos de una idealización sobre el propio ser humano. De una
realidad ficticia, postiza, hipócrita, inconsecuente dibujando en el aire y con
trazos luminosos la figura de un ser que no existe. Se trata más bien de reconocer
esta nuestra faceta, de incorporarla conscientemente, aunque suene duro amarla
y finalmente decidir qué hacer con ella. No relegándola de nuevo a la sombra, sino dándole la dimensión que queramos en
nuestra vida a la luz del día.
Este artículo fue inspirado en la canción Vicarious de la banda
norteamericana Tool.
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