Las mejores épocas de nuestras vidas son aquellas en las que acopiamos el suficiente valor como para rebautizar nuestra maldad como lo mejor que hay en nosotros"

Friedrich Nietzsche

domingo, 17 de agosto de 2014

Canibal

Placer. No del tipo que nos produce un orgasmo o una rica comida. Una sensación más sutil, inconsciente, atrapante, ponzoñosa. Tiene estas características porque hace parte de la Sombra, concretamente de la sombra social. En específico de ese aspecto hipócrita que se identifica por ser un conjunto de acciones, dichos o pensamientos que son popularmente ‘’mal vistos’’ pero que la mayoría práctica en la soledad de su consciencia, y que por tanto es pasado por el escrutinio general de complicidad y silenciosa aceptación.

Ver el sufrimiento, la angustia, al muerte de otro ser – humano o animal – es un tonificante extremadamente poderoso para nuestra naturaleza depredadora. Si somos sinceros encontraremos que nos gusta observar como una pareja se pelea en la calle, que nos invade una morbosa curiosidad al ver a alguien con alguna deformidad en el transporte público o que nos atrapa la situación en sí y los detalles de un accidente de tránsito; más aún cuando hay algún muerto de por medio.

Es por experimentar esa descarga de energía que nos gusta saber con morbo cruel que pasó en Auschwitz o cuantos son los niños muertos en el último conflicto Israel-Gaza. Por esa razón consumimos información amarillistas donde vemos fotos, vídeos, desgarradores testimonios de infantes destrozados por la guerra en algún lugar remoto del planeta. Lo curioso es que no se nos ocurre hacer nada, en lo más mínimo, por aquellos seres humanos que sufren.

A causa de ese afán de alimentarnos de dolor ajeno amamos las ‘’noticias’’ de padres que asesinan a sus hijos y que luego se suicidan, de maridos coléricos asestando treinta puñaladas a su mujer o de la última tragedia de un bus escolar en llamas dejando veinticinco pequeños calcinados. En función de esta adicción adoramos TV shows de delincuentes, asesinos en serie, crímenes pasionales o programas de infieles puestos al descubierto ante millones de personas.

Nos deleitamos secretamente en los detalles de crueldad descarnada, de la sofisticada ejecución de una venganza de sábanas, de la humillación de alguien sin pantalones capturado en flagrancia teniendo sexo con alguien con quien, gracias a sus compromisos previos, no debía. Es tanta nuestra dependencia del dolor del otro que hemos llegado a poner al nivel de rock stars (entiéndase como un semidios moderno) a los asesinos en serie más atroces, aquellos que han cometido los crímenes más despiadados; en especial si son del mundo anglosajón. El culto a estas figuras que se vive allí  no tiene comparación en el globo.

De hecho, el bullying es el nombre nuevo de una práctica tan antigua como el ser humano: abusar de otros, para con su dolor producir en nosotros placer. Yo hice bullying y me hicieron bullying. Cuando uno es la victima una sensación de indefensión y apocamiento – de sentirse miserable – se acentúa. Por el contrario, cuando uno es el ejecutor un sentimiento de poder, invulnerabilidad y por supuesto placer embarga todo el ser. Ver las lágrimas de una madre lanzándome improperios y súplicas por igual para que dejara a su hijo, para que ‘’no destruyera su vida’’ me llenaban de una indescriptible sensación de satisfacción.


Del mismo modo, oír lamentos de los presos iraquíes torturados y ejecutados en medio de la guerra, de las familias de las niñas nigerianas secuestradas o de los relativos de las víctimas de los aviones siniestrados de Malaysia Airlines nos produce un placer sutil, indefinible. Lo llamativo no es que sintamos eso, sino que lo disfracemos de compasión!. Igualmente, por esta razón solemos ver accidentes dramáticos en las calles de nuestras ciudades o inmiscuirnos en los problemas difíciles, vergonzantes o dolorosos de los demás – a veces de nuestros propios amigos  o familiares – para que cubiertos bajo el manto del interés y la preocupación nos sintamos mejor, más seguros de nosotros mismos, más en control de nuestra propia vida al no tener que vivir dichas dificultades.

Obviamente este placer es placer porque no lo experimentamos sobre nuestra carne o sobre los huesos de nuestros más cercanos allegados. De este modo, la televisión o Internet son ideales para nutrirnos de dolor y muerte desde una distancia prudencial y segura. Nada mejor que ver tragedias horrorosas, situaciones precarias, lágrimas vibrantes desde la comodidad de nuestro abullonado sillón! En última instancia, el ser humano es un vampiro, un caníbal que se sacia, que crece, que disfruta del sufrimiento, del drama, de la muerte, de la tragedia, de la humillación, del ridículo de otro ser humano o en muchos casos animal.

Pero aquí no se trata de censurar una tendencia y una conducta inherente a nuestra naturaleza. No se debe ver este hecho con los lentes de una moralidad deforme, enfocada exclusivamente en los aspectos luminosos de una idealización sobre el propio ser humano. De una realidad ficticia, postiza, hipócrita, inconsecuente dibujando en el aire y con trazos luminosos la figura de un ser que no existe. Se trata más bien de reconocer esta nuestra faceta, de incorporarla conscientemente, aunque suene duro amarla y finalmente decidir qué hacer con ella. No relegándola de nuevo a la sombra,  sino dándole la dimensión que queramos en nuestra vida a la luz del día.


Este artículo fue inspirado en la canción Vicarious de la banda norteamericana Tool.

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