No tengo la fe, la obediencia ni
la entrega de las verdaderas gentes del
Libro; aunque lo quise.
No tengo una familia, “núcleo de
la sociedad”, con una linda mujer, un par de hijos, un perro, una casa, un auto
y una finca; aunque lo quise.
No tengo una visión del mundo que
encaje en el patrón socialmente aceptado; aunque lo quise.
No tengo la resignación ante la realidad,
esa la feliz estupidez del hombre común – del alegre televidente-; aunque lo
quise.
No tengo la capacidad de la sutil
hipocresía, ese arte de tener vidas paralelas. Donde en una se es el padre,
esposo, trabajador, ciudadano ideal mientras que en la otra se desfoga la volcánica
pasión de la vida; aunque lo quise.
No tengo la definición sexual exclusiva casi
vocacional del heterosexual, ni la solidez estructural de orientación, por encima de todo, del gay; aunque lo quise.
No tengo la capacidad para
mantener, y para ser feliz, en una relación de pareja convencional. Ese imperativo
de clausura, de exclusividad, de autosustento y de resignada humildad; aunque
lo quise.
No tengo el cuerpo perfecto, la
sonrisa inmaculada, la actitud arrolladora que me abriría las puertas de los
caminos, los cuerpos y los corazones; aunque lo quise.
No tengo el dinero o el éxito profesional
sin límites que me propuso la sociedad en la que nací; aunque lo quise.
No soy el padre ideal, sin
errores, siempre modelo a seguir, un refugio en la tormenta; aunque lo quise.
Sin embargo, a pesar que quise
todo esto, y lo intenté con todas mis fuerzas sin lograrlo, si miro hacia
adentro; si me alejo de los afectos y los estándares sociales puedo decir que he
ido encontrando la felicidad. Porque cada vez siento que me acerco más a quien
soy en realidad; un ser humano mortal y un ser espiritual eterno que debe vivir
una determinada experiencia por cierto maravillosa, aterradora, desoladora,
triunfante, profunda, sobrecogedora, hermosa y llena de amor a la que comúnmente
llamamos vida.
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