Tengo miedo. Miedo a la soledad,
al fracaso, a la muerte, a la no trascendencia, a ver rotas las relaciones con
los que más quiero. Miedo a vivir una existencia miserable, a la pobreza, a no ser importante para nadie, a
no ser comprendido, miedo de mí mismo y el salvajismo que se puede desatar
en mí. En mi inventario hay muchos y variados miedos, la mayoría alimentados
durante décadas sacrificando ante ellos buenos y malos momentos. Miedos
convertidos en prejuicios, creencias, ritos, dogmas, supersticiones. Toda mi
vida, hasta el presente, he tenido como combustible formas refinadas y en bruto
de esta emoción.
Ir en búsqueda de mis miedos, es
ir en el sentido contrario al que mi cultura me ha enseñado. He sido criado en
un medio dónde no se acepta el miedo. Una sociedad dónde tener miedo es un crimen,
un pecado, una enfermedad, una desafortunada y trágica debilidad. Dónde la
decadencia moral se iguala en parte a sentir miedo y sobre todo a aceptarlo
públicamente. En lo personal, me
formaron con frases como: “Un hijo mío no le tiene miedo a nada” o “No ha
nacido quien me de miedo”. Con estas consignas mi madre me enseñó a no temerle
a nada; a levantarme después de cada caída, limpiarme la ropa y actuar como si
nada hubiera ocurrido sin importar si me dolía o no. Pero de esa manera, sólo me mostró como
ocultarlo, no como enfrentarlo.
La verdad, escarbar entre los
propios miedos no es una actividad halagadora. Porque es literalmente andar
entre la basura, buscando algo que te pueda servir para limpiarla. Es como
trabajar con cuerpos muertos sabiendo que en cualquier momento se puede levantar
uno y puede atacarte como un zombie, por la espalda. Para muchas personas puede ser tedioso,
hostigante, molesto, doloroso ver a alguien
que se enfrenta en realidad a sus temores, porque eso nos recuerda la propia basura, los cadáveres en descomposición que todos
guardamos en el sótano de nuestra construcción interior. A quién le parece
glamuroso, interesante o incluso aceptable una persona que busca en la
basura?.
No pienso que para sanarme
internamente o ser un hombre más completo deba aferrarme sólo a “la luz
interior” que hay en mí o en otros seres humanos, de una manera desesperada y casi religiosa por cierto,
negando el dragón que duerme bajo mis pies. Todo lo contrario, lo importante
aquí es vencer a la bestia.
En los cuentos de dragones de
todos los tiempos, lo primero que hace el héroe es reconocer la existencia del reptil, saber dónde está, cómo actúa, se prepara para su encuentro con el
gigante, hace un largo viaje en búsqueda del leviatán o de las armas con
las cuales enfrentarse él y finalmente lo vence. Lo derrota. No recuerdo
ninguna historia de dragones, dónde el protagonista se siente cómodamente en
su sofá y se dedique a negar la existencia de la bestia; mientras se regodea en cosas “luminosas” y placenteras para así vencer al dragón. Qué ilusoria
forma de acabar con el mal; de dominar el caos interior!
Este es un trabajo duro y poco
grato. Una labor alejada de los cálidos rayos del sol, de la hermosa luz del
astro rey. Es una tarea subterránea, a oscuras, fría, peligrosa, lenta; pero
debo hacerla para salir del autoengaño, de la autocomplacencia, del imperio del
Ego. Debo hacer el exorcismo, no de mí mismo sino, del miedo. Debo convertirlo
en algo bueno para mí, en un combustible esta vez para mi bienestar y mi realización en todos los aspectos.
Cómo debo hacerlo? No tengo idea. Tal vez por eso debo emprender la travesía para encontrar el instrumento, un arma sagrada o un amuleto mágico, que me permita conquistar al dragón. Mi disputa con el miedo está
lejos de terminar, porque realmente en muchos aspectos no ha comenzado. Pero debo
seguir viviendo y recorrer este camino a su ritmo, con su cadencia, transitando
los paisajes que me llevarán finalmente a enfrentarme conmigo mismo.
Cómo debo hacerlo? No tengo idea. Tal vez por eso debo emprender la travesía para encontrar el instrumento, un arma sagrada o un amuleto mágico, que me permita conquistar al dragón.
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