Hoy cómo tantos otros días tuve
un desencuentro con los taxistas de mi ciudad. En ese momento sentí un grito
que estremeció todo mi ser; cómo si fuera un golpe directo a mi estómago. Lo
que contenía ese gruñido subterráneo era un poderoso: “Mátenlos a todos!”.
La verdad es que muchas veces en
mi vida he querido literalmente exterminar a aquel que conduce un taxi. La
norma de su comportamiento en muchos aspectos me irrita profundamente: su falta
de respeto por las normas de tránsito, la “astucia” con la que manejan pasando
por encima de otros usuarios de las vías, la selectividad con la escogen los
recorridos (en mi ciudad ellos no le preguntan a la gente para dónde van, el
ciudadano debe rogar para que el sitio para dónde se dirigen le sirva a los
taxistas), la agresividad al manejar y al comunicarse, el hecho que (aunque la
razón de ser de su oficio sea prestar un servicio público) pasan vacíos por
cantidades y no paran cuando ven a la gente muy cargada o con niños pequeños por
ejemplo, los constantes robos a
pasajeros y engaños a su buena fe. Todo esto hace que tenga una visión bastante
mezquina de ellos. Incluso alguna vez me disputé verbalmente con un taxista y
éste me amenazó de muerte y me comentó que: “había aprendido muchas cosas en la
cárcel”.
Pero sería injusto decir que el
comportamiento de todos ellos es ladino y ventajoso. He conocido algunos
taxistas, hombres y mujeres, muy respetuosos de la “dinámica más coherente” en
las vías, que ven que estoy cargado bajo la lluvia y que paran a ofrecerme sus
servicios, que son cultos, amables y hasta cierto punto interesados en el
bienestar de sus pasajeros. Aquí debo incluir una anécdota casi olvidada en mi
memoria que me contó mi madre hace mucho tiempo: cuando ella todavía no había
tenido hijos salió de su trabajo un día muy tarde y un grupo de hombres la
empezó a seguir; acorralándola en una calle poco transitada. Le dijeron, cuando estuvieron cerca, que se
relajara porque la iban a violar. La persona que la salvó de tal situación,
ella se refiere a un ángel guardián, fue efectivamente un taxista que le abrió
la puerta de su auto en el momento justo para que lograra subir rápidamente y
escapar de allí.
Por supuesto, no todos son
personas detestables y canallas. Además, sinceramente pienso, que muchos de
ellos actúan de una manera determinada porque ese comportamiento “cutre”, se ha
convertido en la norma para su gremio y que hasta yo, si fuera taxista,
incurriría en la mayoría de esas conductas (tal vez no las delictivas porque no
me interesa delinquir).
Pero atención!. No debo olvidar
el motivo principal de escribir este post!. El verdadero motivo fue el grito casi
demoníaco; “Mantenlos a todos!” que me impactó visceralmente. Sobre lo que
tengo que centrar mi foco es en la aparición que hubo, en ese momento, del
pequeño Pinochet que tengo dentro. En el dictador, con aura de dios
autocoronado, que es capaz de determinar el exterminio de todo un grupo humano
(en este caso taxistas, pero bien pudieron ser disidentes políticos, judíos,
homosexuales, burgueses, etc.) sólo porque no le gusta.
En este sentido, debo advertir la
sombra en dos sentidos. El primero, en el reflejo de la conducta de los
taxistas que evoca ciertos comportamientos que en otros contextos tengo o
tiendo a tener y que no me gusta reconocer en mí mismo. Pero también, hablando
del segundo aspecto, en ese pequeño tirano que de tanto en tanto aflora y me
trae reminiscencias de historias terribles que una y otra vez se han repetido
en la historia de la humanidad.
Escribir estas líneas me trae un
alivio inesperado por poder trabajar con
ese pequeño reyezuelo, autodeificado, que ordena la muerte de otro porque no le
gustó lo que hace. Por empezar a reconocer y apropiar que ese reyezuelo hace
parte de mí, que también soy yo.
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