Hoy me enteré de la muerte, tal vez violenta, del jefe de mi
pareja. No lo conocía, de hecho llevaban relativamente poco trabajando juntos
pero era muy nombrado en nuestras conversaciones diarias, después de hacernos la pregunta habitual:
Cómo estuvo tu día?. Por lo que escuchaba de él, era una persona joven con un
carácter a veces fuerte pero en general una buena persona. Pero tal vez no esté
siendo objetivo, porque todo muerto era “un santo” en vida. En fin, aparte del
sentimiento que genera en ella, a mí me ha impactado personalmente. Pero por
qué? Yo ni siquiera lo conocía! Nunca crucé palabra con él! Nunca le miré a los
ojos!
Creo que este evento me recuerda que yo también tengo que
morir algún día y al proyectarme en este hombre, reflejo en su figura mi propio
miedo a la muerte. Cómo dice José García Martín en El problema del tiempo: a
propósito de Kierkegaard y Heidegger:
“Es evidente que la muerte nos ha preocupado, o nos
preocupa, más o menos a cada uno de nosotros: todos nos tenemos que morir. Sin
embargo, pocas veces le prestamos atención; pocas veces en nuestras vidas nos
paramos a pensar sobre ella. Aprendemos a vivir y a convivir con ella como algo
que está ahí, que tiene que ocurrir; sin embargo, cuando sucede nos sorprende, nos asombra, nos congestiona y
nos paraliza. Parece que ante la muerte de los demás tomáramos conciencia de
que también nosotros moriremos algún día.
Vivimos como si no nos tuviéramos que morir. Hacemos planes
y proyectos como si la muerte, mi muerte no fuera real. No obstante, si
estuviéramos constantemente preocupados por nuestra muerte no podríamos hacer
nada; necesitamos desocuparnos de ella si queremos comportarnos con normalidad.
Porque no es lo mismo la muerte de los demás que mi muerte; puede que no me
preocupe lo primero, pero sí lo segundo. Aunque, ¿para qué pre-ocuparnos de una
cosa de la cual nunca nos vamos a ocupar? Pero mi muerte es algo real,
segurísimo y cierto; algo tan radical que su propia experiencia destruye al
experienciante. Algo tan absoluto que es incomunicable e intransferible.”
Es el peso de esta regla universal el que se hace tan
insoportable que vivimos de tal manera
que la negamos a cada instante, aunque sabemos que está nosotros en todo
momento. En este sentido, la muerte es un aspecto fundamental de la sombra: es
algo que sabemos que es parte de nuestra naturaleza, pero que para continuar
con nuestra existencia relegamos a la oscuridad.
Tal vez por esto desde tiempos inmemoriales hemos asociado a
la muerte con las tinieblas, la maldad, lo repudiable, lo prohibido. Tal vez
por eso nos queremos ver separados de la naturaleza, de los animales, de las
plantas. Tal vez por eso asociamos nuestra propia animalidad a la sombra. En un
intento de negar lo inexorable y lo verdadero: la muerte. Queremos vernos
diferentes y superiores de los animales,
por ejemplo, porque no queremos compartir el mismo destino que ellos. Queremos
trascender para vencer a la muerte: puede ser de una manera religiosa, dejando
algún legado a la humanidad, asegurando nuestra continuidad reproductiva,
acumulando cosas materiales o reconocimiento social que sobreviva a nuestra
propia muerte. En este sentido, la muerte es la que le da sentido a nuestra
vida. O visto de otra manera, el Ángel de la Muerte con su mirada penetrante y
su sonrisa es el verdadero mentor de
nuestra existencia.
Debo reconocer que yo, de igual manera que mis seres
queridos, moriré algún día. Que es parte
de mi esencia cómo ser humano. Que aunque no piense constantemente en ella para
no socavar el marco de creencias que requiero, como cualquiera, para vivir es
mi constante compañera y finalmente es una verdad universal. (Qué difícil es
poner estos conceptos en práctica!)
Un factor que me demuestra que estoy unido con todos los
demás miembros del género humano, con los animales, con las plantas incluso con
la misma tierra, el sol y las estrellas – si lo veo en un contexto de millones
de eones-. Que me confirma que toda “individualidad” es algo temporal e ilusorio, que las formas deben cambiar, que
todo y todos estamos hechos de la misma sustancia material, espiritual y metafísica
a la que se le puede llamar Dios.
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