Las mejores épocas de nuestras vidas son aquellas en las que acopiamos el suficiente valor como para rebautizar nuestra maldad como lo mejor que hay en nosotros"

Friedrich Nietzsche

jueves, 23 de enero de 2014

Miedo, Mentiras y Vídeo. Segunda Parte

El tema del sida para mí tiene un potencial enorme en cuanto a la exploración de mi propia sombra personal. Gracias a un reciente contacto epistolar que he establecido con una persona interesada en la primera entrega de este artículo recibí algunas observaciones en torno al mismo. Las más importantes fueron: la manera de abordar este tema es ingenua y temerosa,  porque las personas afectadas tienen una calidad de vida y una longevidad mucho mayor ahora y el contagio no es tan fácil cómo nos lo han hecho ver los medios de comunicación, exponiendo mentiras, desde los años ochenta.

A lo que respondí que evidentemente quería mostrar más el punto de vista de mi sociedad, que el mío propio. Enfatizando el daño emocional que se busca infligir al portador o al enfermo. Que de todos modos, era “hijo de mi tiempo” viendo el asunto desde los sesgos  que he compartido toda mi vida y que me percataba que nuestra cultura quiere estar ignorante frente al tema y al hacerlo lo convierte en parte de nuestra sombra colectiva. 
La réplica que recibí a mí escudada respuesta fue: ¿Y usted le tiene miedo? A la que haciendo acopio de toda mi sinceridad respondí con un rotundo: Si. Y es que le tengo mucho miedo al tema, más del que imaginaba. Puedo ubicar mi miedo en los siguientes linderos: le tengo miedo a que el virus pueda acortar mi vida, le tengo pavor a los síntomas avanzados de la enfermedad y sus consecuencias devastadoras junto con la disminución de la calidad de vida que eso puede traer. Pero sobretodo, le tengo miedo al rechazo emocional de aquellos a quién más quiero. En algún artículo posterior, puede que explore mi eterna dificultad con el rechazo y el abandono.

Obviamente, y gracias a terribles acontecimientos que han sucedido a mí alrededor en estas últimas semanas, soy consciente que la muerte está en todas partes. Que la muerte hace parte de mí, por el sólo hecho de estar vivo. Que por supuesto, puedo morir hoy mismo haciendo mi vida mucho más corta de lo que hubiera querido. Pero aun sabiendo eso, me da miedo contar con la desventaja de una vida amputada; que haya muchas cosas que no pueda hacer por falta de tiempo y al pensar en esto me doy cuenta que tengo que vivir cada instante (no debo quedarme ni el pasado ni en el futuro); el presente es lo único que cuenta porque no sé cuál sea la agenda del Ángel de la Muerte. Porque al final del día, tiempo y muerte son la misma cosa.

Por otro lado, reconozco que no quiero contagiarme, y que lamento profundamente los momentos en los que no hice lo suficiente para evitarlo. Quiero morir de otra cosa, padecer otros síntomas, tener si se quiere una muerte más clemente. Pero también quiero liberarme del prejuicio, del miedo que tengo calado en los huesos por la forma en cómo fui criado.


Es esta crianza la que es, finalmente, el centro de este post. Cómo comenté en mi artículo anterior, uno de mis tíos murió tempranamente a causa de esta enfermedad; falleciendo a mediados del año 1980. Por mi parte, nací en el año de 1982. Nunca llegué a conocer a aquel tío, ni siquiera de bebé, pero para mí él es una leyenda; me atrevería a decir que en mi panteón familiar él tiene un estatus de semidiós.

Cuenta la leyenda, que era una persona extraordinaria. Un hombre sincero, honesto, valiente, de carácter fuerte, de mirada franca, un líder natural, un pilar para su familia. En muchos sentidos sigue siendo, aun hoy, un modelo a seguir y un referente muy importante en cuanto a la tradición oral de mí núcleo familiar paterno.

El tema aquí es, que desde que recuerdo me han asociado directamente con este hombre. Con J. Desde que era muy niño me dijeron que soy increíblemente parecido a él. Tengo la misma carencia de bigote que él (una extrañeza para el resto de hombres de mi familia).Que tengo la misma inteligencia y astucia, e increíblemente la misma forma y dimensión de la cabeza.  Que tengo las mismas manos,  la misma sonrisa. Que comparto con él una mirada directa, de ojos cafés y que penetran el alma del observado. Que era igual de flaco, que tenemos la misma estatura. Que tengo el mismo carácter, la misma franqueza, la misma fuerza arrolladora. Que hago reír a los demás y logro conectar con ellos tan fácilmente como él (características por cierto bastante raras en el resto del clan). Que tengo los mismos gustos, que amo las mismas comidas, la misma música por momentos extraña y exótica. Que de algún modo, verme a mí es cómo verlo de nuevo a él. Lo que más me extraña ahora de estos comentarios es que no sólo me los repetían mis abuelos, mi padre, mis otros tíos, sino también toda una gama de parientes cercanos y distantes;  personas que incluso solamente vi una vez en la vida.

Crecí con esa leyenda, ese fantasma, ese espíritu entre pecho y espalda. En mi temprana adultez me enteré de una anécdota guardada con celo y en silencio por mi abuela y el círculo más cercano; creo yo porque eran y son gentes muy católicas. Algún día, cuando yo contaba con dos o tres años de edad, me dejaron al cuidado de mi abuela (recuerdo un apartamento enorme, muy soleado y espacioso), ella al sentirse en soledad se sentó en su cama, tomó una foto de su fallecido hijo primogénito y empezó a llorar lamentándose por su partida; recordando el “beso de la muerte” - como lo llamaba ella -,  el beso que ella le dio en los labios en el mismo instante en que exhaló su último aliento. Yo entré a su cuarto, mientras ella revivía el más profundo dolor que puede llegar a tener jamás una madre, le sequé los ojos, le tomé las manos y le dije: “No llores mamá porque yo estoy aquí, yo soy J”.

No sé si ese episodio fue verdad. No sé si lo que dije es verdad. Lo único que sé es que desde muy chico sentí que compartía un único destino con aquel hombre. Que estaba conectado a él,  tal vez de una manera más profunda de lo aparente. El murió a los 30 años, en el mejor momento de su vida. Yo crecí creyendo que también iba a morir joven. Que de alguna manera, entrar a mi tercera década de vida marcaría un punto de inflexión en mi inexorable historia junto a aquel hombre. De hecho cuando, el año pasado, cumplí 31 años me sorprendí mucho aunque no se lo dije a nadie.

Es que aquel hombre y aquel fin se convirtieron en partes fundamentales de mi sombra, eso sí el hombre con un halo dorado y luminoso. A tal punto que al alcanzar la mayoría de edad hice todo lo posible por desvincularme de esa imagen. Aborrecí el derecho y automovilismo, las dos grandes pasiones de la vida de J. Me alejé tanto como pude de mi familia paterna, en un intento de que no me compararan con J, después de la para entonces reciente muerte de mi abuelo. También hice todo lo posible para dejar atrás mi extrema delgadez, que tanto lo  recordaba a él, adquiriendo con el tiempo un cuerpo más robusto.  Pero sobretodo, me encargué de conseguir una fémina que fuera muy relevante en mi vida.

Aunque muchos aspectos de J fueron para mí extremadamente luminosos y recordados. Otros pocos, como su vida sentimental, se me dieron bastante difusos. Creo yo que por eso quise encontrar una mujer para mí; para toda la vida. Alguien con quién pudiera reproducirme y perpetuarme (tal vez siguiendo también el modelo de A, el padre de J).

No sé cuál era la orientación sexual de J, pero desde que yo era adolescente he tenido algunas dudas al respecto. Tal vez por eso también, y sólo después de una grave crisis personal que yo comparo con mi primer encuentro real con la sombra, acepté mi propia homosexualidad tardíamente (proceso que, individualmente y en público, paradójicamente hice con una velocidad y una naturalidad poco recordada en los caminos de los gustos diferentes). Para ese entonces tenía 28 años y había vivido la peor de todas mis crisis personales, que no fueron pocas o poco intensas. Curiosamente lo hice justo después de la muerte de mi abuela. Aquella mujer a la que un día enjugué las lágrimas y llamé tiernamente: “Madre”.


Mi miedo realmente radica, y lo desnudo aquí mismo, en repetir la historia de J. Un destino que durante mucho tiempo asumí cómo mío. Que me aterró y me fascinó en mis juegos de infancia, en mis odios de adolescencia, en mis sueños de joven adulto. Él es un general en la legión de los espíritus que habitan en mi sombra; su sola mirada produce en mí un pánico sobrenatural y un amor divino. No sé si soy él. Pero si lo soy tuve otra oportunidad. Una oportunidad de hacer las cosas de una manera diferente. De experimentar otro tiempo y otra muerte, que al final del día son la misma cosa. 

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